Me gustan los chubascos y el pigmento grisáceo que se tiende, como una especie de manto monocromático sobre el paisaje urbano del lugar en donde vivo, a cualquier momento del día.
Me gusta el olor a polvo mojado por la llovizna de 5 de la tarde, y el contorno oscuro en el que, de chiripa, se adivinan entre los cuerpos oscuros algunas formas indefinidas de árboles, individuos y vehículos, que no tienen nombre, que no acostumbran sonreír. Nada huele más a Bogotá que Bogotá misma cuando ha terminado de llover.
Me gustan los vientos de agosto y los campos sobrevolados por cientos de cometas de papel de color y colas en serpentina desde alguno de los pocos baldíos que quedan, bajo las bocanadas de nubes que se mueven a su capricho.
Me gustan esas cosas que ya no existen. Me gustan esas palabras que ya nadie dice. Me gustan esas costumbres que ya nadie quiere practicar. Me gusta el matiné, y el sereno, y las mediasnueves, y las onces, y el chocolate color carmelito con queso. Me gustaban las salas de cine de antes con aquel polvo efervescente que estallaba al contacto con la humedad de la boca. Me gusta el café San Moritz y la panadería pastelería La Florida. Me gustaban las temporadas de cucarrones y su zumbido enronquecido rondando el barrio Santa Bárbara Central. Excavando sus túneles de un centímetro para esconderse de no sé qué.
Me gustan los álbumes de fotos de abuelita, y me gustan los abuelitos. Me gustan los patos y las mesas de noche oliendo a Mentholatum e Infrarub. Me gustan el masato y la chicha y el guarapo. Me gustan los urapanes. Me gusta recordar los desaparecidos campos que rodeaban al colegio en donde estudié por 10 años, aunque no me guste el colegio. Me gusta el rumor de madera del piso de las viviendas antiguas.
Me gusta el martirio de domingo cuando comienza anochecer, y el sonido del periódico colándose entre las hendijas de la puerta de entrada. Me gustan los ancianos abriendo o cerrando sus páginas o resolviendo a medias el crucigrama. Me gustan las señoras llenando sus canastas de freijoas y tomates de árbol y manzanas campesinas guayabas en supermercados. Me gustan las tiendas de barrio con su olor a fermento etílico y cilantro. Me gustan sus costales de papa. Me gustan los mercados de mil baratijas. Me gusta la plaza del 7 de agosto. Me gusta septiembre de 1988.
Me gusta el terracota de la planicie a la entrada a la ciudad, por el sur. Me gustan las estaciones de radio en AM con sus predicadores escandalosos y sus programas de noctambulismo y sus chamanes de emisora. Me gusta Quinta Camacho y la Soledad y Teusaquillo y Palermo y el Chicó y Chapinero y El Nogal y El Retiro. Me gustaba volver caminando desde la universidad desde la calle 86, arriba, hacia La Cabrera. Me gusta ir en un taxi a las 4:26 de la madrugada y saber que llegaré rápido. Me gustaban los helados de Unicentro, y los almacenes Sears que ya no están. Me gusta el color del uniforme de Millonarios y hasta el de Santa Fe cuando saltan a la cancha del Campín y es de noche. Me gustaba temerles a los biyis de Multicentro y Uniplay.
Me gustan las tiendas de barrio, y las misceláneas con sus chécheres, y las panaderías, con pandeyucas y mojicones. Me gustan los piquetes con papa, mazorca, ají pajarito y cerveza. Me gustan los cachumbos, los chubascos nocturnos y las cachacas de caché, chuscas y chirriadas. Me gusta decir esfero y no bolígrafo. Me gusta subir a Monserrate en funicular y bajar corriendo por la trocha, aunque me digan que no me hace bien. Me gustan los ancianos cachacos que se ríen conmigo. Me gustan sus sobretodos y sus tirantas y sus zapatones y sus bombines y sus corbatines.
Me gustan los festines con sus cientos de bailantes chapetos y jinchos oliendo a picho. Me gustan los viejos salones de baile abandonados y las sonrisas de clown dibujadas en las caras de los juerguistas en el desaparecido carnaval de estudiantes, hace como 70 años. Me gusta la gente vestida de grises, calzando chapines y chagualos. Me gusta la mirada opaca y desconfiada de mis conciudadanos. Me gustan las palabras ‘pisco’ y ‘frondio’. A veces hasta me gustan los chupas chulavitas pendientes de cruces prohibidos, y me río de las demagogias del chafarote que tenemos por presidente. Me gusta poder mirar a los cerros para orientarme.
Me gusta mofarme del jurgo de gente que en manada sale quinceneada los viernes hacia todas partes. Me gustan los chinos chivatos, los chiflamicas y los filipichines. Me gusta el color naranja de las casas y edificios en ladrillo, y las hiedras que con sus extremidades vegetales siguen abrazándose a su arquitectura de muros, techos, ventanas y puertas. Me gusta el barrio Las Cruces, antiguo y asustador, desprendiéndose caprichoso e imponente desde la cordillera, como un rompecabezas arquitectónico cuando hay sol. Me gusta Ignacio Escobar, y Bernabé Bernal y el doctor Piñedo.
Me gusta el aspecto decolorado y simple de los copetones que más que volar saltan por entre los andenes, sin que nadie se ponga a contemplarlos. Me gusta verlos agarrados de los cordones de luz. Me gustan las pajareras y las chisgas de mercaderes callejeros. Me gustan los callejones cerrados por los que nadie se mete, las casonas envejecidas que nadie mira, los mausoleos de necrópolis del Cementerio Central a los que ya ni los descendientes de los finados llevan gladiolos. Me gusta la Avenida Jiménez y el reloj dañado del edificio de El Tiempo, aunque bien me gustaría más si sus propietarios fueran algo menos tacaños y se decidieran a repararlo.
Me gusta el ruido de la carrera séptima y el olor a pino, eucalipto y cidrón que se desprende de las calles. Me gustan los pocos colibrís que quedan, y aun cuando sé que no está bien, sueño con atrapar alguno en mis manos por instantes. Me gustan las tenderas que dicen ‘sumercé’.
Me gusta el agua fría y potable del acueducto. Me gusta imaginar que el Río Bogotá dejará de ser la sentina de contaminación que hoy es. Me gusta Bogotá y todo aquello que representa, o mejor aún, todo aquello a lo que supongo representa para mi mente distorsionada y obtusa, aunque no sean 470 sino 469.
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