En Colombia, o quizá en el resto del mundo también, hay tres o cuatro grandes argumentos para hacerse sentir. No es fácil definirlos ni separarlos, porque unos se entrelazan con otros en una especie de cadena irrompible de asimetrías, injusticias y desequilibrios.
Lo que está claro es que entre estos mecanismos el dinero y el ejercicio abusivo y violento del poder, y el tráfico descarado e impune de influencias están entre los más importantes. ¿Alguna vez han visto como la más sólida de las intransigencias se doblega ante la aparición de uno de estos factores en escena?
En casi todos los casos resulta difícil razonar con un vigilante terco, con una secretaria hostil o con algún funcionario antipático al que estamos suplicándole por atención. Pero ahora imaginémoslos sometidos por un arma amenazante, derretidos ante un rostro famoso, conmovidos por alguna relación de parentesco, suavizados ante una recomendación del gerente o reblandecidos por un manojo de billetes de alta denominación. Por lamentable que sea, tales mecanismos de dominio gozan de un grado de efectividad difícilmente igualable.
Cuando alguien se yergue con intransigencia arrogante aparentemente absoluta y poco después siente una pistola en la espalda, se le afloja la valentía y el corazón se le torna dócil y conciliador. Es que no nos gusta morirnos.
Para ejemplificar y corroborar lo que no necesita ejemplos ni corroboraciones, porque es una verdad con la que nos encontramos todos los días, voy a citar dos casos. Podría escribirse una enciclopedia entera con situaciones parecidas, pero eso lo dejaré en manos de los frustrados del futuro.
Una noche, cuando corría 1993, iba por la calle, a la altura de la calle 85 con 15, y un menesteroso se me acercó clamando por algo de dinero. Habría querido ayudarle, lo juro, pero no llevaba nada conmigo. Ante mi negativa siguió su ruta de miseria hacia adelante clamando una consigna que aunque primitiva era dolorosamente cierta e inobjetable. ‘La única forma de que le den algo a uno es mostrándoles un puñal oxidado’.
Hace unos 10 años, estaba tratando de ingresar a un recital de música al que había sido invitado en calidad de periodista. Llevaba la acreditación correspondiente y todos los documentos de rigor. Con amabilidad me acerqué a una de las puertas del lugar enseñando mis credenciales, pero, por alguna razón, uno de las miembros de la fuerza de logística encargados de la seguridad del evento, vio en mí una especie de groupie demente y entrometido empleando una identificación falsa. –¿En dónde te conseguiste eso, si tú no eres periodista?–. Su intención era impedirme entrar al lugar en donde pretendía ejercer mi legítimo derecho a trabajar. Tuve que llamar al afamado organizador del concierto para que fuera hasta la puerta, y para que, después de haber pronunciado aquel odioso refrán de ‘la cara del santo hace el milagro’ autorizara mi ingreso.
Alguna vez leí un proverbio cuya contundencia me sigue pareciendo impresionante. Decía algo así como ‘no es más que arrojar un centavo al suelo para que todos bajen la cabeza’. Y es verdad.
Desde los 50, en los tiempos de Alan Freed, primer gran disc jockey moderno, el término y el concepto de payola han venido in crescendo. Entendemos por payola la costumbre no muy saludable de remunerar a los programadores de las radioestaciones para que hagan sonar determinadas canciones en sus respectivas frecuencias a cambio de alguna contraprestació La mencionada prácitca se extiende a todos los oficios humanos. Este pago no siempre se traduce en cuantías monetarias.
También puede verse reflejado en prebendas, tiquetes aéreos, entradas a festivales internacionales, ediciones especiales de colección de trabajo musicales en distintos formatos, memorabilia y demás. Nadie escapa a las lógicas del Mundo Payola, y por lo mismo, nuestra cultura está condicionada por la lógica payolera. Oímos, comemos y leemos payola. Los visitadores médicos hacen lo propio convidando a congresos en el Caribe a los doctores devotos a incluir sus productos en las recetas prescritas para sus pacientes. Los obsequios incluyen relojes, lapiceros y viajes con todos los gastos pagos al próximo congreso de nefrología e hipertensión en el Caribe. Los críticos de libros son benignos a la hora de reseñar los títulos procedentes de las editoriales que contribuyen a incrementar el volumen de sus bibliotecas.
Tal vez por dichas razones. Por esta suerte deshonestidad y de soborno enmascarado y consentido, el terrorismo se constituye en una de las vías más utilizadas para hacerse sentir. No hablo por supuesto del terrorismo organizado, ni del secuestro, ni de las agresiones masivas y planeadas a la sociedad civil, cuyos móviles parecen obedecer a ambiciones más complejas, más allá de si son o no legítimas. Hablo del terrorismo empleado a título individual para obtener la atención de determinados círculos. Hablo del hombre al que no permiten entrar a un edificio o a un establecimiento determinado y enfunda un arma como último recurso para ser tenido en cuenta. Hablo del pensionado que se infiltra entre los clientes de algún banco y amenaza con explotar una granada si sus solicitudes no son oídas. Hablo de los Airheads que se toman la estación de radio para que les hagan sonar su canción. Hablo del tráfico de influencias y de la corrupción como una forma subrepticia de violencia.
Pero este análisis, un tanto prematuro y simplista, se va haciendo más complejo a medida que aparecen otros ingredientes. Porque indudablemente la fama también debería ocupar un privilegio en dicha escala de valores inocuos. Pero la fama es prima hermana del ya mencionado tráfico de influencias. Y el ya mencionado tráfico de influencias es sobrino del dinero, y pariente cercano de la corrupción. Es una familia extensa de cuyo rango de acción parece no tener límites.
Así las cosas, si quisieramos establecer una jerarquía de factores contaminantes en materia de corrupción tendríamos que ubicar al dinero en un lugar de privilegio. Luego vendría la violencia. Luego el uso indebido del poder con todos sus derivados (llámense fama, tráfico de influencias y demás). Luego vendrían las muchas posibles combinaciones entre uno y otro, como si fueran parientes cercanos. Eso lo saben bien todos , y es por ello que, para culminar, y dejando un sabor a finalización súbita e incompleta, he publicado esta guía de supervivencia para ciudadanos de segunda clase con las siguientes consignas como banderas…
Si yo tuviera un amigo en Evenpro me dejarían entrar gratis al concierto.
Si yo tuviera un amigo en el Inpec me darían un mejor pabellón en la cárcel.
Si yo tuviera un amigo en la Secretaría de Tránsito me darían licencia de primera clase.
Si yo tuviera un amigo en El Malpensante me publicarían ese cuento malo que a nadie le gusta.
Si yo tuviera un amigo en Caracol y RCN me programarían mi canción.
Si yo tuviera un amigo jurado en alguna de las convocatorias del Ministerio de Cultura o de la Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte saldría favorecido.
Si yo tuviera un amigo en Catastro me liquidarían predial y rodamiento sin tanta complicación.
Si yo tuviera un amigo directivo de la universidad o el colegio que quiero para mis hijos, podría matricularlos sin problemas.
Si yo tuviera un amigo en el DAS me ahorraría la fila para el trámite del certificado judicial.
Si yo tuviera un amigo en la Fiscalía me darían la casa por cárcel.
Si yo tuviera un amigo en el Ejército me darían la libreta militar.
Si yo tuviera un amigo en Datacrédito me borrarían de la lista de parias.
Si yo fuera hijo de Yamid Amat Serna o Daniel Samper Pizano ya tendría trabajo en algún medio.
Si yo fuera hijo de César Gaviria o, Rodrigo Lara Bonilla o Luis Carlos Galán Sarmiento, ya tendría algunos votos seguros.
Si yo tuviera un amigo en Telmex normalizarían mi servicio de Internet y no tendría que aguantarme el menú telefónico de “Para ventas de internet, televisión y telefonía, marque 1; Si usted es nuestro cliente, marque 2”.
Si tuviera un amigo en Santa Fe podríahaber ido al partido del Real Madrid.
Si yo tuviera un amigo en Sony BMG o en Universal me grabarían el disco.
Si yo tuviera un amigo en el banco de órganos me traerían el hígado que necesito antes de morirme, y podría vivir dos años más.
Si yo tuviera un amigo en la EPS, me realizarían la cirugía del cerebro que necesito.
Si yo tuviera un amigo en la ya mencionada entidad ese mismo amigo me explicaría cómo es eso de la planilla asistida.
Si yo tuviera un amigo en urgencias del San Pedro Claver se demorarían menos en inyectarme el analgésico.
Si yo tuviera un amigo en el restaurante de la esquina me dejarían repetir jugo o me pondrían huevo.
Si yo tuviera un amigo en el Banco me darían el crédito sin someter mis referencias comerciales a estudio.
¿Se les ocurren otras?