En medio de las muchas evocaciones nostálgicas que circundan este aniversario número 15 del partido Argentina-Colombia de 1993, se hace evidente que la autocrítica y la referencia histórica ancladas en la anécdota simplista, siguen estando entre nuestros padecimientos ancestrales.

Una de las mayores demostraciones de tercermundismo e inmadurez, y no sólo en el ámbito balompédico sino  en cualesquier otro de entre los que abundan en este museo de desvergüenzas que es Colombia, es la incapacidad de mantenernos serenos en medio del triunfo o la derrota.

Y eso fue sin duda fue lo que ocurrió hoy hace 15 años, cuando el Tren Valencia anotara el quinto tanto en el encuentro final de la eliminatoria mundialista 1993, después de que Adolfo y William nos invitaran a sacar el aguardiente para celebrar.

Eso también, y sin irnos a otros terrenos, fue lo que hizo el entonces rockero y hoy patriarcal ex presidente Andrés Pastrana cuando, una vez perdedor en los comicios electorales del año siguiente, comenzó a hablar a gritos sobre la infiltración de dineros sucios en la campaña de su contendor, cosa que él mismo mantuvo en silencio hasta tanto no se vio perdido. Las cosas, como se ve, no cambian.

Ni el más pesimista de los detractores del seleccionado nacional, en ese entonces regentado por la en apariencia inseparable dupla Bolillo-Maturana, habría podido imaginar que desde ese 5 de septiembre transcurrirían tres lustros sin conocer la victoria ante el elenco gaucho en una eliminatoria, o que a la próxima salida internacional de nuestro combinado patrio no le cabría palabra distinta a ‘desastre’, y que traería consigo uno de los grandes ridículos universales de nuestra historia deportiva, con homicidio incluido.

Hay que sumar otros factores al desprestigio global que fue habernos convertido en el primer equipo en comprar el tiquete de vuelta hasta nuestro natal país, después de creer que en el peor de los casos habríamos de superar la honrosa presentación de Italia 90, y después de haber perdido dos de tres partidos, uno de ellos contra Estados Unidos, de quien se nos olvidó que era local.  

Algo parecido había ocurrido en el Preolímpico de 1992, cuando supusimos que el elenco de Asprilla, Valenciano y Pachequito habrían de traernos el oro, aunque su estadía en Barcelona hubiera tenido como fin principal el degustar con desmesura y avidez irresponsable las suculencias etílicas y gastronómicas catalanas. Nos trajimos en las maletas dos derrotas por goleada y un empate, además de un sobrepeso y una aflicción hepática difíciles de manejar, incluso para los más avezados preparadores físicos y dietistas.

Y  ahora que pienso en el tercermundismo hay que decir que quizá las derrotas más dolorosas para un equipo de fútbol procedente de un país pobre –porque Colombia, aunque duela, es un país pobre– es no salir victorioso frente a Estados Unidos.  El fútbol es una de las pocas formas de reivindicación internacional para el Tercer Mundo, y ver cómo nos arrebatan de las manos ese pequeño consuelo, es penoso y triste.

Según arguyen algunos la imposibilidad de contener sus desenfrenados ímpetus copulatorios y su afinidad para con los destilados y añejos en el marco de la cita futbolística universal de 1994 fueron los culpables de un descrédito internacional, que entre otras sería deplorablemente rubricado con el asesinato de Andrés Escobar.

Pero vamos de vuelta al 5 de septiembre. Aparte de las vergüenzas universales en los deportivo, de esas que año a año se suman a una extensa lista, encabezada tal vez por la cancelación del Campeonato Mundial de Fútbol Colombia 1986, o a aquel recordado 9-0 contra Brasil que nos costaría una clasificación a los Olímpicos imposible de perder, hay que hacer obligatoria mención de los despliegues ofensivos en materia de violencia y desmanes irracionales masivos de todo tipo que por entonces tuvieron lugar.

En alusión al saldo de víctimas en la capital, el maestro Alfredo Iriarte lo dijo con esa maestría cada vez más ausente dentro de los nuestros: “17 muertos por cada gol colombiano, para un gran total de 80. Los depósitos de Medicina Legal no dieron abasto para la inusitada catarata de fiambres y las funerarias de medio pelo hicieron una cosecha que disparó su prosperidad hasta alturas jamás imaginadas”.

¿Qué decir de la sarta de gracejos y mofas ridículas que en ese entonces solían hacer nuestros presentadores de televisión y periodistas a bien tenían entrevistar tener a alguna figura pública argentina en frente, aunque no tuviera relación alguna con el incidente deportivo? ¿Qué decir de quienes solían exhibir ufanos sus cinco dedos en ademán de mofa ante cuanto argentino se asomara por aquí? ¿Qué hay de aquellos noticieros repitiendo hasta la náusea el fragmento de ‘No llores por mí, Argentina’, extraído de la afamada suite de Andrew Lloyd Webber.

Por ahora me voy a conmemorar, y a ver de nuevo la cinta de VHS editada por el Círculo de Lectores con la narración argentina del asunto.

Hoy hay quienes siguen hablando afligidos por el mismo complejo de inferioridad acerca de los llamados ‘héroes del 5 de septiembre’. Hay quienes siguen creyendo que ese mentiroso resultado es el más importante en la incipiente historia de nuestro fútbol. Hasta Gabriel Briceño, editor de deportes  de El Tiempo,  se dejó arrastrar por la nostalgia  irracional sin perspectiva.

Si hubiera visto algún proceso de madurez posterior a esos 15 años. Si nuestra cultura deportiva se hubiera incrementado en alguna medida desde ese momento en que creímos ser campeones mundiales sin siquiera haber rebasado el umbral de la ronda inicial, entonces quizá sobraría hablar del asunto una vez más. Pero sigo creyendo, y me duele, que las cosas nunca sean así.

andres@elblogotazo.com
www.elblogotazo.com