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Una mala tumba

Mi amigo Fabián murió en 1998 sin haber cumplido 23. Se lo llevó un coma diabético, mientras lo trasladaban por la Autopista Norte de una clínica a otra.

Cada vez que me reunía con él para embriagarnos pensaba sin decírselo que sin que él tampoco me lo quisiera hacer saber, llevaba años tratando de suicidarse de a pocos con alcohol.

Porque a pesar de mi pesar y de su mal pancreático, diagnosticado desde los 15, mi compañero de infancia y adolescencia siguió fiel a su costumbre de libar copiosas cantidades de aguardiente y de hacerle trampa a la dosis diaria de insulina inyectable envasada en pequeños recipientes cilíndricos que decían Humulin R.

Una mañana Fabián llegó a su casa borracho, tropezándose de pared a pared. Tenía demasiada sed y razonaba y respiraba con dificultad. Lo internaron. Al otro día fui a visitarlo y hablé con él. Lo último que le oí decir en medio del delirio glicémico antes de caer inconsciente es que estaba ‘oliendo a gladiolo’. Me pareció exagerado.

Pero no lo fue. Expiró hacia la tarde del otro día metido en una ambulancia. Mientras iba por un pasillo de la Clínica El Bosque a donde llegó sin vida, y evitando que las lágrimas se me notaran, me tropecé con Felipe Szarruk, quien había sido mi condiscípulo en la universidad. Estaba naciendo su primer hijo. Nunca antes había entendido como entonces la circularidad de la vida en forma tan clara.

Y así, menos de 24 horas después del incidente del gladiolo ahí estaba yo en la Calle 200, sosteniendo a petición de una de sus tías la manija izquierda del cajón pesado y doloroso, de camino hasta la fosa destinada a su descanso en Jardines de Paz. Hay momentos en que no se puede decir que no.

Oí al sacerdote recitar su misa insensible a sueldo sin que siquiera recordara el nombre del homenajeado. Cada vez que iba a mencionarlo tenía que remitirse a sus apuntes de emergencia, e incluso en algún momento del sermón equivocó sus apellidos. Los dolientes, con nuestras voces quebradas, le corregimos al unísono. ¿Para qué acudir a un prelado a cargo de interceder ante Dios por nosotros, si el mencionado embajador celestial no tiene referencias nuestras qué mostrar?

Vi a toda la familia de Fabián y a su perro bullmastiff despidiéndolo. Vi a su abuelo temblar de desconsuelo. Vi a sus primos de 10 años preguntarse porqué. La lápida nunca llegó, lo que demuestra que incluso en materia de finados las fallas de producción típicas del país son prominentes.

El cofre me pesaba mucho y me tallaba entre los dedos. Tenía miedo de ser tan desleal con mi compañero como para soltarlo en semejante momento de indefensión. Por fortuna, o quizá por desgracia, las fuerzas y la voluntad me alcanzaron, y no lo hice.

Cuando estaban comenzando a cubrirlo con tierra, alguno de los cargueros abrió la ventana para observarlo, y yo sin quererlo pude ver tras el cristal los despojos de lo que fue Fabián, segundos antes de ser cubiertos para siempre. A los muertos se les escapa el alma y ya no tienen cara de nada distinto a muertos, aunque los tanatoprácticos, aquellos encargados de adornar cadáveres, traten de hacerlos lucir como si durmieran plácidos. Por eso no gusto de mirarlos. Estaba muy pálido, pero sobre todo muy, muy muerto.

Tan desagradable como ver el cuerpo sin vida de Fabián fue pensar en que si él hubiera sabido que la sede del colegio por el que fue tan detestado y al que detestó con tanto fervor estaba tan cerca de su morada final, se habría levantado a protestar. No obstante se marchó calmado, sin quejarse.

Durante los 16 años en que fui conociéndolo hubo muchas cosas que quise preguntarle sin atreverme. Muchos secretos de los que nunca hablamos. Muchos interrogantes que se habrán de ir sin ser resueltos cuando algún día yo mismo corra con el destino inevitable de todos, y lo que ahora soy se vaya a ninguna parte. Con lo de Fabián entendí que si no quería enfermarme de memorias, muchos de los pensamientos que nunca me atreví a transmitirle se debían quedar ahí, enterrados con él.

Así se fue Fabián, mi amigo de infancia al que le gustaban KISS, los perros, los juegos de palabras, las manualidades, y sobre todo –ya lo dije– la bebida. Y lo dejaron, repito, junto al colegio del que lo habían expulsado sin compasión. Por eso insisto –y dejo como testimonio la presente voluntad expresa–: no quiero en ningún caso, ser sepultado en las vecindades del Gimnasio del Norte.

Última voluntad

“Fui lo que eres. Soy lo que serás” es un contundente y sobrecogedor slogan escrito a la entrada de ciertos cementerios en el mundo. Es el lema anticipado de bienvenida a aquella condición para la que no hay vía de escape.

Para algunos la muerte es la única oportunidad posible de reivindicación. Es el único instante en el que los demás habrán acordarse de ellos. Es la última posibilidad de ver por una vez su nombre impreso en carteles y de viajar en un vehículo de lujo. Es el chance final de despertar la atención del público que en vida nos fue hostil. Para mí es el paradójico instante en el que ya sin alma y sin poder estar presentes, nuestros restos asisten en nuestro reemplazo a la ceremonia más importante de nuestra existencia, ya extinta.

Y puesto que la muerte está de gira por estas fechas lo voy a decir sin pudor. Si algún día fallezco (y espero que estas cuatro palabras sean leídas con la ironía que la aseveración amerita), espero que mi cuerpo sea depositado por las manos poderosas de algún sepulturero compasivo en las bóvedas, o, mejor aún, en uno de los mausoleos del bogotanisimo Cementerio Central.

En ningún caso desearía que mis despojos sean sometidos a proceso de incineración alguno, ni mucho menos que los almacenen ya calcinados en un repugnante cofre para ser exhibidos junto a los adornos de mesa de centro en los hogares de quienes para entonces sean mi familia, si es que para entonces me queda familia.

Lo pongo en mi lista de deseos finales junto a aquel de que alguien se encargue de hacer sonar sin intermitencias música de Los Beatles durante el trámite de las honras fúnebres, por más que las leyes prohíban el ingreso de equipos estereofónicos a sus sagradas instalaciones.

Lo digo en anticipación al riesgo de que algún impertinente decida convertirme en cenizas con las que nadie querrá quedarse, o que, peor aún, el seguro funerario que pago con mi recibo de Codensa, tenga a Jardines de Paz o a los del Recuerdo como destinos finales de sus planes de jubilación necrológica.

Ambos lugares están demasiado al norte de mi ciudad, lo que haría menos fácil encontrarme, y lo que es peor, se hallan emplazados, como ya lo dije, en las inmediaciones del plantel en el que transcurrieron algunos de los peores momentos de mi vida, así como los de la de Fabián.

Epitafio

Me gusta ir solo, cualquier tarde, para caminar entre las tumbas del cementerio de la Calle 26. Los cementerios son tal vez uno de los entornos de mayor idoneidad para la reflexión y la confrontación honesta con nuestros verdaderos alcances y nuestras dimensiones. Con aquella certeza apacible que nos da el saber que no se tiene nada qué perder, porque la vida, que es lo peor que puede perderse habrá de escurrírsenos con los años, y que no hay últimas consecuencias porque morir es la más grave de cuantas consecuencias puede haber.

Si hemos de fallecer, si hemos de dejar la tierra y si la hora ha llegado para que nuestro cuerpo vaya sumiéndose en la putrefacción cadavérica y la desdicha de no existir, habremos de hacerlo con estilo, y con alguna medida de grandeza. Y el Cementerio Central destila historia y majestuosidad. En materia de campos santos prefiero el gris al verde, y en materia de tumbas, prefiero las vistosas y no las ocultas.

El Cementerio Central es antiguo, como mi espíritu. No uno de esos nuevos complejos turísticos para cadáveres sin personalidad ni historia remota. Aunque en los cementerios los años no importen y las fechas de nacimiento o defunción sean anécdotas sin trascendencia. Aunque ahí, convertidos en monumentos, estatuas y epitafios, años y siglos de vida se compendien en un mismo terreno, sin que nadie se interese.

Por eso anduve ayer preguntando a los empleados de la necrópolis si acaso sería posible apartar un espacio, o por lo menos ser inquilino de algún mausoleo familiar en el que a bien tengan hospedarme.  Me dijeron que hay opciones que van de 7 s 30 millones de pesos oro. Y voy a comenzar a ahorrar. Algunas familias representantes de la aristocracia bogotana venida a menos terminan por vender su morada eterna, en un desesperado intento por estar más cómodos durante el resto del tiempo que les quede aquí. No mucho dinero, si tenemos en cuenta que se trata de una propiedad ‘para toda la vida’.

Ahí quiero irme un día, retirado,  junto a Leo Kopp y a las niñas Bodmer (a quienes suelen llenar de manillas y golosinas modernas de seguro desconocidas por ellas en vida), a intelectuales y a escritores y a banqueros, y a seguidores anónimos de Milonarios y Santa Fe, y a ex presidentes y precandidatos muertos. Ahí, espero que alguien riegue el contenido de una botella de cerveza sobre la superficie que cubre mi cuerpo. Pienso que la muerte, como nada más en el mundo es democrática e igualitaria. En el Central individuos de todas las especies y naturalezas comparten lugar de habitación. Y yo quiero ser uno.

En el Central, democrática y pacíficamente, los residentes comparten sin protestar el mismo cielo y la misma tierra. Las mismas glorias y los mismos olvidos. La misma lluvia y el mismo sol. Sobre sus cuerpos se agrietan piedras y amnesias parecidas. En los alrededores hay centinelas que van en bicicleta, evitando que algún imprudente decida profanarlas o hacerles fotos.

En el mismo lugar conviven sin discutir, Laureano Gómez, Francisco de Paula Santander y Carlos Pizarro. Sus biografías, su dialéctica elaborada termina por resumirse en breves epitafios no siempre legibles, porque el moho ha tendido su manto vegetal sobre el repujado. Y así quiero ser.

Cuando me vaya quiero estar ahí, oculto entre celebridades y árboles centenarios. Entre antiguos mausoleos, cerca al centro de mi ciudad, sobrevolado por copetones y palomas hiperactivas. Dejando que llueva y caliente sobre mí. No importa cuántos clérigos de aquellos que cobran por horas y serenateros desafinados perturben el eterno descanso. Cuando me vaya quiero vivir en el Cementerio Central, en medio de la historia en piedra y sepultado justo ahí, en donde el olvido tranquilizante reina. Mi alma se sonríe de sólo pensarlo.

andres@elblogotazo.com
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