Luzmila emitió un gemido quedo, ahogada por el miedo a que alguno de los presentes la oyera. Pero la lista de reproducción del mp3 había llegado a su fin, el silencio había sido súbito y prolongado, y ya quedaba poco por hacer. El acto y el escándalo mismos estaban consumados, y no existía en la concurrencia nadie ni nada capaz de excusarlos.


La entera asamblea de oficinistas se hallaba congregada con motivo de la fiesta de fin de año de Cotracom Ltda. Para la ocasión había sido reservado en calidad de renta el exclusivo Salón Presidencial de la Casa de Banquetes Villarreal, en inmediaciones de la Avenida Caracas con calle 54, unos 200 metros al sur de las Residencias Royal.


Las advertencias fueron inútiles. El compromiso establecido entre contratista y contratante a la hora de negociar el alquiler del local era que toda la planta de empleados habría de comportarse con decoro en el marco de la celebración, y que era absoluta responsabilidad de las directivas de Cotracom el que los asistentes al agasajo actuaran como se supone era debido.


–No es porque yo dude de la decencia de sus trabajadores, señora Chacón –aclaró el ‘maitre’ de barriada a cargo del evento–. ¡Faltaba más! Pero cuando a la gente se le suben los tragos a la cabeza hace cosas que no quiere. Y ni a ustedes, ni al buen nombre de nuestra empresa nos conviene que eso suceda. Usté (sic) sabe que esta es y siempre será su casa, pero hasta en la propia casa hay reglas. Si llega a darse cuenta que (sic) algo raro está pasando le pido el favor que (sic) los controle. Mejor dicho, le voy a ser sincero: no hay problema en que la gente se desordene de vez en cuando y se tome sus anatoles. Pero es que esa noche a la misma hora vamos a estar celebrando el aniversario 60 de los señores Villareal, los dueños. Y ya se imaginará usté (sic) lo que le llega a pasar a este pecho donde algún Villareal llegue a pillar a alguien mal parqueado. Entonces… hágamen (sic) el favor de ayudarme con eso y disfruten la fiesta.


Mariela (directora de recursos humanos) entendió el discreto mensaje, que no era nada diferente a una invitación de carácter perentorio para evitar que la concurrencia –saturada hasta el gaznate de las libaciones aguardientísticas y la excesiva ingesta de mortadela, galantina y ensalada de piña con mayonesa y flan de coco– comenzara a disparar eructos contra las mesas, a convertir la fuente iluminada de la entrada en vomitorio público y a comportarse con indignidad en presencia de los propietarios agasajados.


Prohibidos –como es de suponerse– estaban los muy posibles actos de expulsar contenido y continente de sus entresijos ahítos sobre las mesas y sillas Rimax; que algún imprudente mensajero envalentonado por la borrachera se apoderara del micrófono ante su descontento por no salir victorioso del aplausómetro tras el tradicional concurso de karaoke; o que –como acababa de hacerse evidente en este caso– un espontáneo acercamiento entre dos de los asistentes al agasajo, separados por apreciables distancias jerárquicas en el organigrama institucional, terminara en apareamiento.


Pero desde muy temprano, el temible vaticinio del conserje de barrio fue corroborado por la evidencia inocultable.


El doctor Fajardo estaba copulando con Luzmila, la menos agraciada miembro de la fuerza de ventas, a base de persistencia destacada como la promotora del mes, en una fotografía debidamente etiquetada y enmarcada en la recepción de la casa matriz de Cotracom, en las inmediaciones de Normandía.


Ahora, cuando acababan de sonar los gloriosos compases finales de ‘A dormir juntitos’, no había quién no hubiera notado que algo ardiente estaba cocinándose en derredor. «Luzmila está haciendo ‘lo que sabemos’ con el Doctor», decía Elkin, el imprudente patinador de la oficina central. Las posibilidades de despido eran inminentes, así como también el venidero divorcio del cachondo doctor Fajardo, cuyas sonoras muestras de agrado ante la jodienda espontánea le habían puesto en evidencia.


Poco había favorecido la vida en fechas recientes a la pobre Luzmila Higuera. En un absurdo e inusual accidente, la vida de Néstor, su padre, se había visto segada semanas atrás, lo que dejó como único legado la ausencia de fondos como para dar decente manutención a la jauría de descendientes y mascotas que vivían bajo su amparo.


El vecindario entero comentaba –entre burlesco y aterrado– las circunstancias trágicas que habían rodeado el fallecimiento prematuro de aquel a quien pese a su cortedad de años –que debían ser menos de 52– la vida le había alcanzado para multiplicar su estirpe por 22, al ser padre de siete hijos, abuelo de 14, y bisabuelo de uno.


Corrían las 6 a.m. del domingo 16 de diciembre de 2007 cuando, en medio de algún irrefrenable impulso matutino en la residencia contigua a la de los Higuera, una pareja de libidinosos cerdos jóvenes se ayuntaba con fruición de fieras desenfrenadas.


En al menos tres oportunidades durante la misma hora Néstor había tratado sin fortuna de convencer con cortés firmeza a los propietarios de la porqueriza a acallarlos. Se levantaba de su lecho y golpeaba en la casa vecina, malhumorado, cubierto por su atavío de dormir, compuesto por el decolorado uniforme lucido por él en el más reciente torneo de balompié interbarrios, en donde había ocupado, pese a su obesidad y alto grado de colesterol, lugar de privilegio como zaguero central del Primavera F.C., onceno subcampeón.

Los habitantes del domicilio colindante fueron poco receptivos ante su reclamo.


–Mire, Néstor: A nosotros no nos joda. Que cuando nos toca aguantarnos sus fiestas no le decimos nada. Una vez teníamos a las gallinas alborotadas porque a sus nietos malcriados les dio por alebrestarse con la música a todo taco. Y eso que eran las 11 de la noche. Y entre más (sic) les suplicábamos más le (sic) subían a los bafles. Y las gallinas alegando. Entonces hagámonos pasito y dejemos a los animalitos en paz. ¿No ve que ellos también tienen derecho?


Néstor soportó desdichado y furioso el portazo desconsiderado y retornó a su tálamo en procura de seguir durmiendo. Improvisó un par de tapones fabricados con espuma de colchón, a los que luego incrustó en su oído medio, ayudándose de la consistencia pegajosa del cerumen alojado en sus orejas. Aprisionó su cabeza entre dos almohadas, y –no obstante lo mucho que hacían transpirar a su bigote mazamorrero, sobaco y entrepiernas– se cubrió de cuatro frazadas gruesas, en un fallido intento por generar aislamiento acústico casero.


Pero las bestias –cual si hubiesen sido puestas al tanto del mucho desagrado que con sus quejidos excitados despertaban en el prójimo– iban subiendo los decibeles de sus proclamas amorosas. Debía ser, de acuerdo con los cálculos de Néstor, el lance copulatorio número cuatro, según los momentos estridentes de clímax que había podido contabilizar en medio de su vigilia.


Exaltado, Néstor saltó de su refugio, cargó el revolver con ocho perdigones de plomo que habían sobrado de la celebración de su cumpleaños anterior, bajó desde la escalera hasta la pocilga de al lado, y comenzó a perseguir al joven matrimonio de marranos, todavía más exaltados a causa de la intromisión humana en su acto conyugal.


Cegado por sus ímpetus vengativos, Néstor intentó disparar sobre los lechones en seis oportunidades diferentes, con la nefasta suerte de acertar sólo en una, lo que dejó como saldo final el cuerpo sin vida de la hembra y la frustración del puerco viudo.


El macho, desdeñado por la interrupción abrupta de sus instintos románticos y por el sacrificio de su amada, arremetió en retaliación contra el asesino y lo obligó a correr como si le persiguiera el mismo demonio. Éste, aterrado por lo que acababa de hacer, dejó caer el arma sobre el piso cenagoso.


Néstor intentó huir, pero en su afán por acelerar la fuga tropezó con la verja en alambra de púas que marcaba los linderos entre su propiedad y la ajena. Se deslizó sobre algunos guijarros y murió en minutos a causa del impacto y la infección.


El vecindario –histérico y sobrecogido por el salvajismo del animal– pidió su cabeza. El sepelio fue austero y bañado en llantos sinceros. Asistieron, nobles y solidarios, los dueños de la piara de cochinillos, ya indemnizados por Luzmila, la nómina entera del Primavera FC (quienes rindieron tributo a su memoria con un picadito posterior a los oficios fúnebres), algunos empleados sortudos de Cotracom Ltda, eximidos ese día de sus labores, para acompañar a su colega; los siete hijos, 14 nietos y un bisnieto de Néstor, los perros y gatos de la casa, y el  padrecito Milciádes. Las honras fúnebres estuvieron fueron acompañadas por generosas raciones de lechona (preparada con el cuerpo que antes alojara el alma inmortal de la hembra) consumida sin recato por los dolientes, y bañadas en litros de espumeante refajo. Durante dos días el barrio entero no tuvo hambre.


Continuará…


 

(Fragmento del cuento ‘Prohibido robar aquí’, de Andrés Ospina).

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