La casa en Bogotá a la que más quise fue demolida en 1996, mientras yo estaba de viaje. Nadie me lo informó con la antelación necesaria como para haber elaborado el duelo que no alcancé a construir, o para tomarle esa foto que ya jamás habré de tener. Cuando estaba de regreso, y sin pensarlo contemplé sin creerlo el vacío arquitectónico dejado por su desaparición. Sentí una suerte de desarraigo que me hizo llorar y rabiar.
No perteneció a mi familia (ya lo habríamos querido), no viví en ella, ni tampoco supe cómo se veía por dentro. Pero es la residencia en mi ciudad por la que más afecto llegué a sentir. Es aquel lugar al que siempre quise hacer mío: en el que siempre habría esperado vivir.
Era una casona blanca con sus ventanas pintadas de verde. El techo avejentado, lleno de musgo y plantas parásitas le confería un aspecto un tanto siniestro, terrorífico e intimidante, acentuado por la cerca de acero en espiral dispuesta sobre las rejas de la entrada, que daban la vuelta a la calle y que hoy siguen estando ahí.
Parecía un tesoro intocable metido detrás de tanta hostilidad para con el transeúnte. Allá -me imaginaba-, debía tener su hogar una pareja de abueletes ermitaños, o un nazi refugiado. No sé si por el transcurso del tiempo o porque siempre fue así, la edificación parecía estar hundida en medio del amplio terreno en donde se encontraba, majestuosa.
Estaba en el número 75-83 de la Carrera Séptima y perteneció según me contó doña Helena Pizano de Samper a algún pariente de su esposo, llamado Jaime Samper. Pude corroborarlo luego al leer la guía telefónica de 1946. Junto al nombre del propietario aparecía, como era costumbre, el de la estación de teléfonos a la que pertenecía, seguido por el número: Chapinero 1132. Debió ser una de esas quintas ubicadas en los linderos del perímetro urbano de la ciudad de entonces.
De consuelo me quedó la oxidada placa con la dirección del lugar. Me la robé una noche de sábado en que iba aburrido y triste lamentando su derribo. Fue mi forma póstuma de expiar mi culpa por no haberla fotografiado, convencido como estaba de que era un monumento nacional y que como tal nadie jamás se atrevería a tocarla. Llevo 12 años arrepintiéndome de haber sido crédulo.
Quienes hoy vayan allá se encontrarán, como es de esperarse, con un aparcadero de esos que tanto gustan a los urbanizadores inescrupulosos, y que afean el aspecto de lugares que hasta hace poco seguían envejeciendo indignamente, como la Villa Adelaida de don Agustín Nieto Caballero.
Desde cuando supe que esa casa ya no existía he tratado de conseguir por lo menos un testimonio impreso de su existencia sin haber conseguido nada. A veces creo que no encontrar aquello a lo que se busca es una señal de no haber buscado bien. Y quizá no he sabido buscar.
La historia sigue igual, y hoy, una de las residencias vecinas está ahí, abandonada, esperando correr con la misma suerte de su vecina muerta. Sobre las ruinas de las viviendas por ser demolidas suele haber una pequeña valla en donde algún curador urbano corrupto se lava las manos anunciando a la comunidad que el final está por venir, en caso de que haya alguien que no esté de acuerdo. Y esa sentencia ya fue dictada.
Otra de las casas de la 75 con séptima se irá abajo. Con cada brazada la retroexcavadora se tragará su historia a bocados largos, sin que a nadie le preocupe. Algún obrero muy alentado ayudará a destruirla, maceta y cincel en mano. La consigna consistirá, como todas, en no dejar ningún rastro. Los hierros que se habrán de quedar clavados en la estructura luego serán cortados con segueta. Algunos, aún tensos, saldrán disparados y ejercerán sus pequeñas venganzas contra los cuerpos indefensos de los autores materiales de la demolición. Pocos vecinos la llorarán. ¡Es que la modernidad tiene que llegar!
Tal vez, en la misma forma en que la colonización de la hoya del Quindío fue representada por un hacha clavada en lo que quedó de un árbol cortado, o como la hoz y el martillo simbolizaron a esa Rusia que hoy tampoco existe, Bogotá debería tener un mazo, un cincel y una retroexcavadora por emblemas. Así el mundo sabría de nuestra vocación por demolernos.
Por cierto… si alguien sabe de otro alguien que tenga fotos de la bella casa desaparecida de la 75 con séptima, hace 12 años, por favor hágamelo saber. Hará sonreír a un fetichista.
Que Dios los bendiga.