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Soy sumamente afecto a los ancianos. Sobre todo a aquellos que van solos por la vida, recorriendo parques, tiendas calles o mercados, colados entre la agitación febril y afanosa de alguna ciudad, viendo al presente y sus protagonistas tropezárseles de frente e ignorarlos sin pedirles perdón. Me resultan atractivos los sinfines de cabezas blancas o alopécicas y los cuerpos encorvados que resaltan entre la multitud, ajustados a un ritmo menos veloz y más resignado y apacible que el de los jóvenes, aún convencidos de que la vida no se acaba.
 
Supongo que tal inclinación se debe a la contundente e inexorable verdad que me significa el saber que, de seguir vivos, todos nos habremos de convertir en uno de ellos. Me gusta preguntarles cosas y verlos sonreír, llorar y rabiar. Me gusta pensar que al aprender de ellos estoy permitiendo que su memoria no se vaya el día en el que queden sepultados o incinerados de una vez, víctimas de su propia circularidad biológica.
 
De niño me hice amigo de los Cardoso, que eran una pareja de abuelos nonagenarios típicos con su ajuar de gabardinas, anteojos gruesos, abrigos, sobretodos, pañoletas, bufandas, prendedores, recortes de periódicos y revistas y muebles de otra época.  Me gustaba ir a su casa llena de cosas de una época distinta, olorosa a Mentholatum y a objetos de otros tiempos. Era lo más parecido a desplazarme en la historia que me antecedió.
 
A don Federico Cardoso, el esposo, le recuerdo caminando armado de bastón, con su gorrita a cuadros y un abrigo corto color cámel. A la esposa nunca le supe el nombre, porque el uno y el otro se englobaban en mi mente dentro de un solo concepto, lo que me hacía suficiente el llamarla  «Señora Cardoso».  
 
No por un asunto de machismo ni nada que se le parezca, sino porque, dado que siempre fueron pareja, no me preocupé por saber nada distinto a que ella era la mencionada mitad del binomio Cardoso, y porque en ese 1984 en que les conocí el concepto Cardoso como una única unidad indisoluble y absoluta me era suficiente como para no ir cazando nuevas preguntas sin respuesta.
 
En mi memoria, y aunque conozco la imposibilidad física de que ello haya ocurrido, los Cardoso nunca anduvieron solos. Bendecidos por la maravilla (o por el tormento, dirán algunos) de haber llegado a viejos juntos, sin aquel soliloquio dramático de viudeces y ausencias que se lloran en silencio todos los días, los Cardoso se me quedaron en la mente como un todo indivisible.
 
¿A quién le gustaría imaginarse a un Cardoso sin el otro? A mí no. Aunque años después tuviera que soportar el espectáculo triste de ver a la señora Cardoso, ya demasiado disminuida, y por demás envuelta en el luto vitalicio de la viudez solitaria, sin don Federico a su lado.
 
Hoy voy por las calles de otro país 24 años después de haberme encontrado con los Cardoso por última vez. Estoy en algo parecido a una galería de mercado en el centro de Buenos Aires. Un panadero, al menos tan anciano como los Cardoso de entones, me recomienda el strudel de dulce de leche, en lugar del de manzana. Brenda, una abuelita bien vestida, cuenta lo poco que hay en su monedero para comprar un alfajor, mientras la nona Vivenci mira y palpa los pomelos del escaparate para llevarse consigo las mejores unidades.
 
Aquí en donde estoy ahora hay centenares de ancianos simpáticos, con sus cabezas resguardadas por sombreritos o paraguas, y sus cuellos envueltos entre bufandas y solapas anacrónicas.
 
Con sus voces ya calmadas después de haber gritado, argumentado, discutido y callado durante todos los años. Y con sus oídos menos dispuestos a escuchar las mismas cosas de toda la vida. Con sus lacrimales medio secos y medio húmedos, su existencia se concentra en contabilizar las frutas y legumbres del mercado. O en ir a reclamar la asignación mensual correspondiente a sus jubilaciones. O en subirse y bajarse del tren, de regreso a sus hogares para buscar a alguien que en verdad quiera hablarles u oírlos hablar  de algo.  
 
Van por ahí, buscando cualquier pretexto para ser escuchados, agotando las pocas palabras que aún les quedan, mojando sus evocaciones con litros de mate, submarino, medialunas, tostados y café cortado. Pregonando los esplendores de un pasado mejor. Maravillados o desinteresados por las incomprensibilidades de hoy van abandonando el mundo de a pocos.

Y así comienzan a deshabitar la tierra, dejando tras de sí un almizcle de solteronerías, esterilidades y olvidos, un cofre de recuerdos, camafeos, esquelas, cartas y objetos a los que nadie aprecia, o una estela  de nietos, tataranientos y bisnietos en donde algo de sus insumos genéticos prevalecerá, junto con tres o cuatro anécdotas sin importancia que a mí hoy me hacen llorar.

 
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