Ideas sueltas a partir de un viaje al sur.

Las comparaciones no siempre son odiosas. Estuve por la capital argentina, y dediqué más tiempo a pensar en mi ciudad que en aquella a la que estaba visitando. Aquí están algunas impresiones desordenadas.

Para quienes gustan de viajar, que no son todos, hay un cierto encanto escondido en ese hábito adictivo de ir perdidos entre calles y lugares a los que desconocemos, o a los que, cuanto menos, estamos dispuestos a ver con perplejidad.

Es una sensación similar a la que debía acompañarnos antes de que nuestras almas y cuerpos infantiles se nos comenzaran a evaporar, expuestos al desgaste y al calor prejuicioso de los años. Si fuéramos capaces de seguir sorprendiéndonos, incluso con aquello que nos resulta cotidiano, familiar y monótono, es posible que las estadísticas de depresiones, divorcios y suicidios disminuyeran de manera dramática, o que por lo menos nos aburriéramos menos. Decidir ser turista, aun en nuestra propia ciudad puede salvarnos. Por eso y por otras cosas, para no aburrirme, hoy hablaré de dos viajes.

En 1882 un diplomático argentino (aunque nacido en Montevideo) y llamado Miguel Cané anduvo de viaje por Bogotá. Aparte de sus calidades como intelectual y hombre político, de Cané se destacaba su pluma justa y aguda, ingeniosa y crítica, empeñada en dar cuenta de sus impresiones de viaje por los muchos territorios por él recorridos, sin excesos adulatorios o destructivos.

Todo bogotano interesado en la historia de su ciudad natal debería, aun cuando fuera por tener algo qué comentar, dar una mirada a las crónicas de aquel seguidor entusiasta de las cualidades físicas y espirituales de los países en los que estuvo y de los que habló en su momento, y que con todo y siglos siguen pareciéndose un poco a las de hoy.

Hay quienes lo responsabilizan, junto al francés Pierre d’Espagnat de haber comparado, en un comentario harto irónico, a la Bogotá de entonces, con una especie de «Atenas Suramericana».

Hoy, un siglo después, sin ser embajador ni filósofo y con una prosa bastante menos floritural que la del bueno de Miguel Cané, tras 10 días de viaje por Buenos Aires, me pondré en la tarea de hacer lo mismo con su ciudad, consciente de lo poco que puedo haber asimilado de ella en tan corto lapso. Miguel vivió varios meses en Bogotá y yo no llegué a las dos semanas en Buenos Aires.

Para comenzar quiero decir que, sin muchas explicaciones ni justificaciones por dar, hay pueblos por los que siempre profesamos cierta simpatía, y que por cuenta del azar estoy entre quienes, aún sin conocerlo, he sentido cierto afecto natural por el argentino, sentimiento corroborado después de mi visita.
Agradecido como siempre estaré de la amabilidad sin límites de los habitantes de aquel maravilloso lugar para con este bogotano anónimo, esta será pues, mi respuesta tardía a Miguel Cané. Pero bien… aquí voy…

Tener un río, y sobre todo un río algo menos infecto que el Bogotá cerca del centro de la ciudad es algo que cambia el aspecto de la misma. Y eso se siente al caminar por Puerto Madero. De las primeras cosas que me sorprendió de Buenos Aires es la disposición peculiar de sus habitantes a la lectura. Se les ve sentados, armados de libros y revistas, parados en algún vagón del Subte, metidos en el colectivo, o atravesando las calles mientras cambian las páginas de alguna revista, folleto magazín o volumen de cuentos o novela.

Aún cuando tengan sus brazos ocupados con las barandas, hacen uso de narices o lenguas para seguir con su recorrido infinito de letras e historias. En alguna esquina, por ejemplo, me encontré con un hombre sin brazos, sobre su silla de ruedas, tratando con dificultad de mover las hojas de su antología de turno con sus muñones insuficientes, todo con el fin de continuar leyendo. Pensé que era una señal de que aún tenía sentido escribir incluso en un mundo de analfabetismos voluntarios. 

Hay kioscos, locutorios y expendios de dulces en casi todas las esquinas. A los vendedores de periódicos les llaman diareros. Las publicaciones, los alfajores y las fábricas de buen pan y buenas pastas se cuentan por doquier. Lo que en Bogotá sería denominado como onces equivale entre los porteños al bello ritual de compartir en familia facturas (que es como llaman a los bizcochuelos con los que acompañan sus tardes) y sánduches de miga (una suerte de emparedados en pan integral).

El consumo de yerba mate, ritual de rituales entre casi todo argentino que merezca ser llamado como tal, es insustituible.  En las calles hay músicos a granel. Tamborileros, gaiteros, tangueros, chacareros, cumbieros, guitarristas y bandoneonistas de esquina, y otros talentos más, aparte demás de buenos bailarines de calle. Estoy hablando, por supuesto, del centro de Buenos Aires.

Otro de los detalles que no dejó de despertar mi interés, y de nuevo me sobreviene una comparación, es la forma como, lejos de desvanecerse, Buenos Aires va cobrando vida a medida que la noche avanza. Es común que la gente comience a salir, sin miedo, cuando ya son las 11 o 12 PM. A las 10 es demasiado temprano. A esa hora las calles y andenes empiezan a llenarse de transeúntes y festeros que vienen desde y hacia todos los extremos del microcentro.

El pueblo argentino es entusiasta con su historia. No sabía, por ejemplo, que Buenos Aires tuviera un tranvía turístico. Pero ahí estaba. Los ídolos nacionales abundan. Algunos conocidos en todo el mundo y otros algo menos universales. A los nombres de Diego Armando Maradona, Jorge Luis Borges o Juan Manuel Fangio, se puede sumar por lo menos el de medio millar de argentinos más, todos famosos en la tierra. En un restaurante de La Boca el propietario me mostró con orgullo una fotografía original y poco común tomada en El Campín durante los tiempos de El Dorado en la que aparecían Pedernera, DiStefano, Pellegrini y su padre, Aldo Ottaggio, estrella del Sporting de los 50. Experimenté algo parecido a nostalgia ajena, y fue una de las pocas alusiones directas de un argentino al país durante mi estadía.

Figuras como Carlitos Balá, Susana Jiménez o Cacho Castaña también cuentan con su cuota de gloria, aunque su radio de acción sea bastante más local. Ante ello me confieso envidioso. Aparte de García Márquez, Botero o el Pibe Valderrama no creo que sean muchos los colombianos cuyos nombres resulten familiares para el resto de la humanidad. Si me preguntan si la omisión a Juanes y a Shakira fue deliberada digo que sí, por razones que ya he expuesto con largueza. Aún quedan en el mundo quienes creen que el mejor café se toma en las calles de Bogotá o Medellín. Y eso no es verdad.

Es agradable saber que las calles en la que los porteños de hoy viven se parecen un poco a aquellas por las que transitaron sus bisabuelos, y que a contrapelo de la costumbre colombiana los bonaerenses no son adeptos a demoliciones ni a masacres arquitectónicas como las que aquí se ven todos los días.

En cambio aquel barrio Sears en donde viví hasta los cuatro años de edad ya no es un lugar de residencias familiares sino una gran venta de chorizos y calzones a la que de Sears no le queda ni el nombre. Uno podría irse de Olivos o Martínez, suburbios de Buenos Aires, y regresar en 30 años, y de seguro no se encontraría con un lugar demasiado distinto. ¿No es eso tranquilizador? Es, por lo menos, la virtud de preservarse a contravía del tiempo destructor.

Para continuar con el asunto de los alcances de la penetración cultural de uno y otro país no es extraño para un colombiano hablar sobre Patito Feo, Enanitos Verdes, Leonardo Fabio, Piero, Soda Stereo o Libertad Lamarque.

Pero ahora bien… ¿Pregúntenle a un porteño en dónde murió Carlitos Gardel, qué colombianos militaron en Boca Juniors hace menos de una década, qué significa Kraken, o cómo imaginan el clima de Bogotá D.C.? Casi con seguridad ninguno de los tres interrogantes recibirá una respuesta satisfactoria.

Y no es porque los porteños sean ignorantes, porque a cada segundo dan muestra de un saber avanzado, en particular en materia artística. Es porque lo que ocurra fuera de su esfera mística les resulta poco atractivo. Pero sobre todo porque, siendo muy sinceros, son escasos los bienes de exportación colombianos con verdadera relevancia en el resto del mundo. La responsabilidad es por entero nuestra.

De hecho muchos bonaerenses se sorprenden al hablarles de cuán comunes y familiares pueden resultarnos en Colombia los nombres de Leo Dan, Miguel Mateos o Pimpinela. Como si en nuestra calidad de espectadores pasivos hubiéramos dejado escapar los roles protagónicos del siglo XX sumidos en un letargo contemplativo y adormecido.

Como si nos hubiéramos dedicado a aplaudir, a venerar y a observar y no a tocar y a crear. Por eso son tan altas las ventas de camisetas de River Plate o de álbumes de Fito Páez en las tiendas de Bogotá y tan pocas las de los afiches de Oswaldo McKenzie o de las películas del Gordo Benjumea en las de Buenos Aires.

Como ya lo dije, en Argentina la historia es bastante más considerada consigo misma que en Colombia y eso confiere al país cierta fuerza cultural que desde nuestra óptica nos aparece imposible. Los argentinos, como medida general, gozan de la ventaja de saber más de sí mismos, que al fin de cuentas es su obligación, pero por lo general carecen de conocimientos básicos acerca de su exterior.  Nunca, incluso en lugares aún más distantes y ajenos a mi propio país había experimentado sensación semejante con tanta fuerza como con Argentina. El contraste entre la mucha atención que prestamos a todo cuanto venga de allí en contraposición al nulo interés de ellos en nosotros es cosa que impresiona.

No es complicado hablar con un joven de Buenos Aires acerca de Vox Dei, de Los Gatos, de Los Spinetta o de Almendra. Si hiciéramos el mismo ejercicio con uno bogotano en torno a Time Machine, Los Streaks o Los Ámpex, la pelea estaría perdida. Y ahí, de entrada, comienzan a marcarse las dolorosas diferencias.
Lo anterior reafirma algo que siempre he pensado, pero que jamás me fue tan tangible como en estos días. En líneas generales Colombia ha sido un consumidor de cultura, mas no un productor. Ha sido un espectador de fenómenos, mas no un generador de los mismos. Difícilmente algún argentino del común tiene idea de quiénes demonios fueron Lucho Bermúdez, José Asunción Silva o Jorge Eliécer Gaitán.  Caso contrario al nuestro con Eva Perón, Mercedes Sosa o Julio Cortázar. Y comienzo a sonar reiterativo.

No se trata de un propósito deliberado, autofílico ni mezquino. Es, tal vez, el producto triste de nuestra identidad débil y disoluta, sin ninguna incidencia más allá de las fronteras inmediatas, y de ser una nación conformada a la fuerza. Después de todo, y aún después de casi 200 años de independencia…  ¿qué similitudes reales y que elementos de cohesión puede haber entre un guajiro y un nariñense o entre un chocoano y un llanero?  No quisiera sonar resentido, pero sin duda Argentina ha construido a través de todos estos años un discurso nacional más sólido y sostenible que el colombiano.

Pero vuelvo a mi obsesión y me reitero. Pesimista, como soy a la hora de evaluar el discutible rol de nuestro pueblo como eje de influencia en el mundo me resultó incluso sorprendente lo poco que saben los porteños con respecto a nosotros. Dueños de uno de los meridianos culturales de mayor notoriedad a escala mundial, el pueblo argentino goza de una envidiable autoestima. El porteño, porque sería irrespetuoso y gregario resumir la totalidad del país dentro del mismo estereotipo, es en exceso autorreferencial. Amables y hospitalarios, como en efecto lo son,  viven inmersos en una suerte de nacionalismo autista al que podría confundirse con antipatía. Aunque no sea otra cosa que el reflejo sano de una altísima consolidación de identidad nacional.

Esto significa que en líneas generales un nativo argentino no se detiene demasiado a pensar en el resto de países que conforman el Cono Norte, ignorando incluso que tal lugar exista. De Chile, Bolivia o Uruguay saben por simple proximidad geográfica. Pero por extraño que parezca muchos de ellos suponen que Colombia está ubicada en Centroamérica, y no les es fácil encontrar diferencias entre ésta y otros lugares como Venezuela, Ecuador, Honduras o Costa Rica.

Desde su óptica todos son en extremo similares, y a sus oídos el acento bogotaño, quiteño o caraqueño les suenan iguales. Aún para muchos argentinos, si es que se lo han planteado alguna vez, Bogotá sigue siendo esa ciudad tropical de palmeras, sandalias, playa y cocos. Ello, sin embargo, hace del colombiano una especie bastante más receptiva ante lo foráneo, y es, digamos una de las fortalezas que si quisiéramos podríamos emplear a nuestro favor.

Sin ser un experto en materia balompédica no me sería difícil recitar al menos dos equipos de fútbol representativos de cada una de las capitales de América del Sur.

Aunque en principio habría pensado que Fox Sports, TyC, Wikipedia y la televisión por cable en general han acercado a los países de América del Sur, no encontré entre la generalidad de los argentinos del común uno solo que supiera acerca de la existencia de Millonarios o Santa Fe. A lo sumo han oído, y eso por cuenta de la Copa Libertadores, acerca de Once Caldas, América o Nacional. Y hay que ver cuántos facatativeños llevan con honor la camiseta de River.

También creí, y en eso me equivoqué otra vez, que Betty la Fea y los colombianos del Boca habían cumplido con cierta labor de divulgación (buena o mala) acerca de nuestro entorno. Pero claro me quedó que no es así.

Cuando hacía saber a mis interlocutores que venía de Colombia noté en casi todos los casos un considerable desinterés al respecto. Sin que fueran malintencionados ni vanidosos, me hice un par de amigos en las calles a quienes terminaba por encontrarme todos los días. Pese a habérselos repetido hasta el cansancio, cada vez que volvía a verlos de nuevo me pedían que les recordara si mi lugar de nacimiento era Guayaquil, Lima o San José, porque se les había olvidado, y porque me imagino que todas las anteriores ciudades les suenan a lo mismo.

Sin el ánimo de sonar eurocentrista ni elitista también resulta extraña la vasta cultura musical del porteño del común. Me refiero (y advierto que no es mi pretensión enfrascarme en comparaciones mezquinas) a que un taxista de la ciudad  de Buenos Aires pueda hablar con propiedad de Jethro Tull, Elvis Costello, Sex Pistols o Piazzolla, con la misma soltura con la que un bogotano lo hace sobre Giovanny Ayala, Diomedes Díaz o Johny Rivera.

No me ha ocurrido muchas veces treparme en un taxi libre del 2 11 11 11, y ver entre el gabinete de discos compactos del conductor copias de álbumes de Mark Knopfler, Billy Idol o The Pogues. Saber de música no es asunto excepcional ni tampoco de élites en Argentina, y eso hace de Buenos Aires un lugar amable para hablar al respecto.

Los almacenes dedicados al rock, las disquerías especializadas y los expendios de memorabilia son diversos. En Bond Street hay desde remeras (camisetas) de los Beach Boys hasta zapatos de los Strokes. Algo parecido ocurre en Lavalle con Florida. Nuestra Calle 19 con Séptima, luce como un remedo incompleto y medio triste de lugares como ese.
 
Mientras el arribo de Bloc Party, Joe Satriani o Roger Waters son acontecimientos nada frecuentes en la capital colombiana, Buenos Aires está acostumbrada a alojar con mucha frecuencia a varios huéspedes de su calibre. Por ello el pop rock y las corrientes under de la música han crecido con mayor fertilidad que en Colombia, en donde casi toda la poca gloria se la ha llevado el metal. No obstante, la gente asiste al Quilmes Rock o al Pepsi Music, sobre todo a ver a sus ídolos locales. Cosa que admiro y de nuevo envidio.

Pienso que el hecho de que pueda haber un buen pop rock argentino se debe sobre todo a las condiciones en las que los porteños han venido creciendo desde hace 50 años. Si bien confrontados con un convulsionado acontecer político, la violencia como la conocemos en Colombia no está dentro de las problemáticas prioritarias de Argentina a lo largo de su historia. Eso parece generar una juventud bastante menos agresiva, prevenida y hostil que la nuestra, y por lo mismo más dispuesta a sonreír. Menos desconfiada.
 
Dadas las abismales diferencias económicas entre la Colombia y la Argentina de los siglos XVII y XIX, la majestuosidad urbanística de la Buenos Aires Republicana es cosa que aterra. La imponencia de las edificaciones emplazadas a lo largo de la Avenida 9 de julio, por ejemplo, dan cuenta de una etapa republicana brillante en términos económicos y culturales.

La cantidad de antigüedades vistosas (afiches esmaltados, recipientes de medicamentos y bebidas de principios de siglo, estampas del viejo cine argentino y discos de vinilo) apiladas en los anticuarios de San Telmo nos hacen pensar que a comparación de Argentina, nuestro pasado se ha visto o bien incinerado, o bien sepultado la indiferencia de nuestras gentes. Provincianos como somos, la tentación es la de incurrir en comparaciones simplistas. Palermo es una Macarena más grande. El ya mencionado San Telmo es una Candelaria menos deteriorada. La Avenida 9 de julio… ¡Bueno!… aquí no hay nada parecido a la 9 de Julio.

Por aquel respeto por el pasado del que hablé en Buenos Aires abundan los cafés centenarios y las tiendecitas de cosas curiosas. En la Galería Obelisco Norte me mostraron un local al que no había visto jamás en ningún lugar del mundo. Es «Diarios de antaño», establecimiento en donde venden periódicos antiguos. Aunque parezca imposible, y aunque haya qué verlo para creerlo, tienen copias de diarios de casi todas las fechas del siglo XX, entre 1900 y 2006. Si por casualidad les preguntas por la edición de La Razón del 15 de enero de 1962 o por un ejemplar de El Clarín del 18 de noviembre de 1984 es o por alguno de los tabloides publicados el día de tu nacimiento es muy posible que te lo vendan al muy accesible costo de 30 pesos. Por ello mismo no resulta difícil encontrar en la ciudad una vasta gama de diversidades impensables.

De hecho, las tiendas más curiosas que jamás haya visto están en Buenos Aires. Estuve por lo menos en 10 de juguetes retro. Entre las muchas piezas valiosas se destacaban los tres automóviles de la saga Back to The Future y un par de Ataris en perfecto funcionamiento.  También anduve por Elvis Shop Argentina, tienda curiosa en donde expenden toda suerte de memorabilia y objetos alrededor del gran Elvis Presley. Hay discos originales de su primer periodo con la Sun Records. Para mí, que jamás había tenido en mis manos uno igual, fue mágico volver a los días de Memphis, Tenesee.

Entre tantas reflexiones sobre lo local y lo foráneo, aquello que fue un renglón se me ha convertido en cinco páginas y casi 20.000 caracteres con espacios, que estoy seguro nadie habrá de leer por completo.

En una venidera oportunidad habré de hablar de mi afortunado encuentro con dos de los miembros de ‘Los del fuego’, banda acompañante de Sandro; de las ventas callejeras de cómics; de un buen restaurante de comida sana en Bond Street; de los expendios de ropa vintage en Lavalle; de los chocolatines Mantecol en los kioscos; de la hospitalidad incomparable de Alejandro Amaro y de la familia de Pappo, leyenda argentina del blues,  de los pocos minutos que disfruté tocando de su piano (en donde se escribieron clásicos como Desconfío, y en donde Tanguito y Spinetta debieron recuperarse de insoportables resacas); de mi corta visita a Caballito (vecindario de mi admirado León Gieco); del Bar El Federal; de la extraña manera en que los porteños responden las gracias con un largo «por favooooooooooor»; y de los buenos gnocchis y fugazzetas que se consiguen a estupendos precios en ciertos restaurantes.

Termino de momento, rindiendo un homenaje a lo mucho que me agradaron los argentinos del común. Me parece que aquella actitud que su actitud algunos confunden con arrogancia y vanidad no es otra cosa que la franqueza avasalladora del porteño, que en líneas generales es amable y cálido, si bien no meloso.
Por ahora se hizo de madrugada, y siento haber escrito en demasía. Volveré.

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