Hubo una casa en Bucaramanga de la que debo haberte hablado alguna vez. Estaba sobre una avenida. Era grande, vieja y lúgubre (como la mayoría de las casas en las que reparo). Decían (o eso recuerdo haber oído) que fue propiedad de algún refugiado de guerra en los 40 y que debajo había unos sótanos listos para emprender la fuga súbita en paranoico caso de emergencia.
La vi una sola vez, por un solo instante, en una sola noche de julio de 1990. Nunca más regresé porque desde entonces, con la excepción de una escala de prisa en medio de alguna excursión de colegio en 1993, tampoco he vuelto por Bucaramanga. Por eso, sin poderlo asegurar, es que te hablo de ella en pasado.
Aún en ese yo de 1990; en ese yo que evitaba salir del lugar en donde estaba resguardado por temor a encontrarme de camino a la piscina o a la portería con alguna adolescente que me hiciera temblar, cometer alguna torpeza motriz o sonrojarme; en ese yo perdido entre mis cassettes y mis pánicos de adolescente, había un lugar para la contemplación de casas abandonadas.
Aquel julio fue hace 18 años, si el ábaco no me falla. La casona se desdibuja borrosa en mis pesadillas. No obstante desde ese momento he crecido y envejecido con el temor a que cierto infame haya decidido demolerla, o que aún peor, la edificación esa sea producto de cierta ensoñación idiota o de alguna imaginería demencial de pubertad. Si alguien supiera de ella y se tomara el trabajo de decírmelo, haría de mi muerte un proceso menos tormentoso. ¿Existe aún la casa o no?
Aunque se me ha ido la vida preguntándolo por ahí, nadie ha podido responderme hasta hoy qué es aquello que nos hace recordar algunas cosas y desechar otras. Qué es lo que me hace recordar la casa de Bucaramanga, y haber olvidado las funciones trigonométricas.
La explicación más racional y satisfactoria está en que la memoria privilegia aquellos detalles a los que encuentra indispensables e importantes, mientras que desdeña a los que le parecen insignificantes. Que con el tiempo nuestra memoria se va haciendo más selectiva, por lo que decide desechar aquella información a la que encuentra inútil Esa es la que más le gusta a mi yo sensato. Pero ya siendo sinceros, sé que no encierra mayor verdad. Porque la memoria, caprichosa como casi todo lo humano, suele quedarse prendida de irrelevancias, y acostumbra a vivir en rincones ocultos, abasteciéndose de soledades y abstrayéndose en su narcisismo ocioso. Nadie conoce sus reglas.
El caso es que no me alcanzaría el resto de días para recordar las casas de mis ciudades cuya demolición he llorado. Las más, son de Bogotá. Precisamente hace una semana, invadido por una tristeza rabiosa, vi venirse al suelo una misteriosa construcción de la calle 62 con Cuarta en donde alguna vez, hace 27 años, funcionó mi jardín infantil, el Federico Froebel, y en donde había una pileta en donde los niños flotábamos sobre una balsita inflable. También era una residencia antigua y también era sombría, y estaba abandonada. Todos los días, al caminar por ahí, me quedaba viendo su altillo en ruinas, preguntándome quién habrá podido vivir ahí hace más de medi siglo. Sé que, aunque nadie parezca haberse dado cuenta, en mi caso ese hecho habrá de marcar el inicio de un largo periodo de divorcio entre mi ciudad y yo. Por eso llevo algunos días odiando a Bogotá y espero curarme del mal sabor. Pero de ello hablaré en otra oportunidad, con más tiempo y menos frustración de ciudadano.
Ahora quiero que mis memorias sean alegres.
Mi barrio -aquel en el que crecí y en donde debí haber soñado con mayor intensidad- no es el mismo en el que nací, ni en el que he vivido por más tiempo. Se extiende en un rango de 27 cuadras de sur a norte, y de unas 30, de oriente a occidente.
Eso debió ser antes de que algún impertinente quisiera cambiar sus direcciones con el pretexto del ordenamiento territorial. Tal vez la de tu casa tampoco sea la misma nomenclatura de siempre. Ese hecho, que parece idiota y despojado de significados considerables, es la más clara manifestación de nuestra tendencia a pisotear nuestro pasado.
Pero continúo… Mi barrio no era un lugar lujoso ni nada que se le parezca, ni tampoco creo que hoy sea un espacio del que deba hablarte en demasía, porque mi barrio debe tener poco de interesante para quien lo desconozca, y porque los monólogos son germen de vanidades y de bostezos ajenos.
Mi barrio, que no es el que escogí, sino aquel al que mi madre debió haber seleccionado para vivir, de acuerdo con lo que el azar y el fluctuante poder adquisitivo de entonces quisieron dictaminar por nosotros, no ha sido mencionado en muchas canciones ni en muchos libros, aunque creo que el imaginario de mi generación tuvo que verlo, al menos durante algunos años, como un lugar codiciable.
A mi barrio, siendo muy sincero, no merezco llamarlo mi barrio, porque le soy ingrato.
Mi barrio, al que evito ir, porque desde que dejé de habitar ahí abandoné la costumbre de frecuentarlo, a tal grado que hoy me parece demasiado lejos, no es tampoco el que más quiero, pero sí al que recuerdo con mayor claridad. Mi barrio (uno de mis muchos barrios) se llama Santa Bárbara Central, y lo que evoco hoy es una de sus calles. La recuerdo, no como lo que es, sino como aquello que fue, y que jamás será de nueva.
En la 116 con Séptima que se me quedó en el recuerdo no había puente. Y a mí me gustaba más así. Por eso cuando voy por allá y veo el Raddison o el Amro Bank , y sin importar cuantas veces regrese, algo del entorno me sigue resultando ajeno, y mi mente terca me repite que ese no es el barrio al que dejé, en 1996.
Es que, quiero que lo sepas, me gustan más las antigüedades que las novedades, y más los arcaísmos que los lanzamientos de primera mano. Durante casi todos los 80, tampoco hubo Hacienda Santa Bárbara, aunque mis últimos recuerdos del sector, cuando estaba terminando de ser un adolescente se remiten a ese lugar y a su minúscula pista circular de patinaje en cuyo derredor había algo a lo que llamábamos «rotonda de comidas», y a donde me iba todos los viernes con el fin de observar a las jóvenes mercantes.
Cuando tenía dinero y ánimo solía ir a una tienda en la que vendían ejemplares de discos compactos. Se llamaba Karamba. Luego fundaron otra denominada Hi-Fi. Eso fue en 1991. Llevo mucho tiempo sin ir allá prestando la suficiente atención como para poder decir, sin ser mentiroso, que no tengo idea de si este último local existe o no.
Usaquén era un vecindario pintoresco, algo provinciano y distante al que solía dirigirme cuando estaba triste. O alguna vez lejana en que tuve que tramitar la tarjeta de identidad en 1984, o la cédula de ciudadanía, 10 años después. También fui a fascinarme con su iglesia o a hacer un par de fotocopias en Gráficas San Martín. Sin ser de los más antiguos, mi documento de identidad sigue acreditándome como ciudadano de Usaquén, y me lleno de orgullo al pensarlo. Todo el vecindario fue alguna vez propiedad de don José Sierra, razón por la que aún la avenida (por lo menos entre quienes tenemos la decencia de recordarlo) conserva su nombre. Su hija, doña Mercedes, era a su vez dueña de los predios aledaños, en la Hacienda El Chicó, por ahí, por la 100.
En alguna parte que ahora no puedo precisar vendían obleas con crema y salsa de mora. Si venías en alguno de los buses naranja o verdes de la Flota Usaquén debías bajarte justo en la esquina, frente a la clínica Santa Fe, e ir caminando desde donde comenzaba la Fundación Santa Fe como quien iba hacia la carrilera. Ahí, mi amigo Andrés Vargas y yo, solíamos dejar monedas de un peso esperando a que el tren viniera imponente a dejar testimonio indeleble de su paso sobre ellas. Luego las guardábamos como tesoros en nuestras billeteras de lona.
Si seguías caminando hacia abajo, a tu derecha verías la Charcutería Rois, y un lote al que se demoraron mucho en construir. Al frente estaba una papelería llamada Artes. Sobre la calle y cerca de ella había un buen número de edificios a los que recuerdo por nombre, y a los que, si tienes tiempo, algún día habré de llevarte, aunque dudo que nos dejen entrar. Barú. Aquarius. Confagla. Logos. Galeón I, II y III. Imoval. RT I y RT 2, y el mejor de todos, Edificio Liverpool, lugar que además de evocarme a mis adorados cuatro contaba con la enorme ventaja de que su portero expendía bebidas gaseosas. Yo vivía en el apartamento 107 del edificio Alpadi 1, en el número 118-31 de la carrera 11. Allá estuve entre 1983 y 1996. El conjunto de vivienda fue edificado por la Constructora Rodríguez, afamado grupo de urbanizadores Si fueras caminando y aunque ya las calles no se llamen así, estoy seguro de que sabías cómo llegar.
Justo en la esquina, hacia el norte, antes de doblar para el Alpadi I, en donde vivía en compañía de mi mamá y la nana, estaba el Banco Anglocolombiano. Fue el primer cajero automático con servicio ‘drive thru’ del vecindario. Si continuabas tu rumbo te habrías de encontrar con una buena cantidad de edificios de vidrios negros, cuyo interior, además de la de familias trabajadoras y de clase media alta, fue la vivienda de muchos narcotraficantes emergentes. Los pocos reductos vacíos se iban llenando de nuevas edificaciones erigidos con tanta velocidad que apenas se notaba. Después vinieron los Era 2000 y los Buganvilla y otros más.
Ya llegando a la 15 estaba el centro comercial StarCo, y al frente, en la otra esquina, justo donde hoy hay un Carulla, se levantaba Car Mattos, concesionario de automóviles de lujo. La parroquia del barrio se llamaba, cosa curiosa, Santa Beatriz, y no Santa Bárbara. Es porque la de Santa Bárbara era en realidad la de Usaquén, que a mi gusto debería haberse llamado tan sólo Iglesia de Usaquén.
Mi barrio estaba rodeado mayoritariamente por edificios, conjuntos residenciales, casas sin mucha personalidad y un par de centros comerciales, uno de ellos el más importante de la ciudad por entonces. Allá iba a la Pizza Nostra y a comprar discos de vinilo en Bambuco y Prodiscos. A su Jeans & Jackets mi mamá me llevaba a comprar ropa, dos veces al año. Allá transcurrió la mitad de ese tercio de mi vida.
Al frente, por la 15, había un edificio llamado Hexágonos en donde había una oficina de Conavi y un expendio en el que vendían buenos helados. De haberte conocido entonces te habría invitado al de limón. Un tiempo después Jorge Barón habría de construir su par de torres y su bulevar criollo de las estrellas, en donde Lucho Bermúdez, Claudia de Colombia y Andrés Pastrana estamparon sus huellas. El cemento se resquebrajó, se nos olvidó y, como casi todo lo que una vez fue nuestro, dejó de existir.
Más hacia el occidente, sobre la 116, se levantaba una triada de discotecas que debieron ser esplendorosas, pero que para mi entonces ya destilaban cierto aire de venidas a menos. Unicornio, Cabaret y Topsi eran sus nombres. Aunque supongo que por dentro debían ser idénticas, desde fuera cada una lucía, muy a su manera, su propio carácter único, decadente e indivisible. El emblema de Topsi era una especie de marciano macrocefálico, similar al Gazú de Los Picapiedra. El de Cabaret era un aviso Suntuoso. El de Unicornio. Bueno… El de Unicornio era un Unicornio. La Avenida 19 no era, o al menos no me lo parecía dentro de la simpleza encerrada por mi imaginario infantil el expendio de drogas que hoy es.
Esa fue mi Santa Bárbara, perdida entre malos recuerdos de colegio, entre colibríes con sus picos metidos en cartuchos y astromelias, con su carrilera de tren y sus calles y lotes sin urbanizar. Con su jauría de biyis tropeleros y vecinos calzando sus Reebok de velcro. A ti te habrían quedado bien. Con sus vigilantes amables de edificio y sus separadores verdes entre calle y calle. Esa fue mi carrera 15 con 119. Con su Sánduchón y Dulcinea y su Peluquería Jet Set. Con sus ángulos de identificación de calles en concreto, su Pizza Hut, su Librería del Ingeniero, su 2 x 3, su Olímpica, sus alquileres de películas en betamax, y sus almacenes de bicicletas, helados y productos fotográficos de la 15. Con su expendio de antenas parabólicas denominado ‘Casa del Satélite’, lugar en donde también, por alguna razón se conseguían unidades de goma de mascar con sus Garbage Pail Kids. Con su Coca-Cola gigante y luminosa de la 19 con 116, y con una cantidad de símbolos vulgares del capitalismo y lo foráneo a los que con todo y eso mi corazón sigue amando, porque fueron mis fetiches de infancia.
Voy a volver un día a caminar por esa 116. A sentarme frente a la carrilera y a ver a una moneda de 100 resultando aplanada por la locomotora diesel. A comprar un sándwich de queso con pan duro y una Cerveza Águila en la Charcutería Roís. A pensar que soy joven y esperar por el bus de colegio en la 119 con 15. A subir a Usaquén sin tener que ver el complejo mercantilista de restaurantes en el que se ha convertido. A pensar que aún necesitamos antenas receptoras de televisión satelital y que el servicio de cable es cosa primitiva, de cuatro o cinco canales. A reservar mi lugar en el palco de la Pizza Nostra, frente a la bolera, y a pedir una malteada de fresa o un brownie molido de la Cigarrería Multicentro. A visitar el Whopper King y sin traicionar mi vegetarianismo pedir una porción de papas fritas con alguna salsa fuerte. Voy a volver un día a Santa Bárbara, de donde quizá no debí salir.. ¿Vendrías conmigo?
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