Estaba debatiéndome entre si debía o no operarme de miopía. Soñaba con sentir, así fuera por una vez, el gusto inimaginable de hacer las cosas sin perturbar a los demás con el tic aquel de mis párpados cerrándose y abriéndose de más por los lentes de contacto. O el martirio deshidratado de mis ojos secos y enrojecidos pidiéndome lágrimas artificiales que no venían de mí. O la vitrina no siempre vistosa de mis anteojos deformados por los vidrios que compensan las casi siete dioptrías que llevo conmigo.

Fui hasta el consultorio del doctor Orzuelo para comentarle mi caso. El doctor Orzuelo es el optómetra en el que más confío y uno de los escasos ejemplos de paciencia que conozco en el mundo. Es el responsable de que mi visión, con todo y miopía, funcione como es debido. El verdadero apellido del doctor Orzuelo no es Orzuelo, sino Orzábal (con acento en la a), como el líder de Tears for Fears, cuyo origen es vasco. Y de hecho él mismo no sabe que yo lo llamo así.

 «Quiero subirme a la bicicleta en paz. Bajar las escaleras tranquilo y enfrentar el horizonte sin intermediarios», le supliqué. Era por lo menos la quinta vez en que iba a hablarle de lo mismo sin sentirme convencido. El doctor Orzuelo me miró comprensivo. Mediante una especie de binóculos equipados con lentes y cuadrantes complicados consiguió simular la forma como se suponía que yo iba a ver el mundo una vez estuviera curado de mi afección visual.

Leí con dificultad las letras en la tarjeta plastificada. «El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. La cigüeña tocaba el saxofón detrás del palenque de paja». En contra de lo acostumbrado el mundo lucía mal de cerca y bien de lejos.

Me explicó que además de miope yo era astigmático, y que para lo segundo no había solución. Me advirtió que debido a mi grado de invidencia sería imposible conseguir una corrección del 100%. Pero agregó que esa minúscula diferencia valía el esfuerzo y que lo de la consulta sería abonado al millón quinientos mil de honorarios que debía cancelar por anticipado. Él estaba haciendo su trabajo, y lo estaba haciendo bien. Le pregunté por qué durante el simulacro las cosas se veían peores a medida que me las iba acercando, y si esa sensación habría de ser permanente.

Me señaló que a mis 45 (es decir a la vuelta de pocos años), iba a comenzar a ver así y que eso nos ocurría a todos. Que de seguir así, sin operarme, aquel problema se iba a demorar un tanto más en manifestarse. Pero que igual estaba por llegar. Su sinceridad me alentaba a continuar.

-Si eso lo hace sentir más tranquilo podemos trabajar solamente un ojo y dejamos el otro como está. Entonces vamos a quedar viendo bien de cerca y de lejos-, me decía, como si los futuros operados fuéramos los dos, mientras iba recorriendo con la punta de su pluma fuente la superficie externa de un ojo gigantesco de pasta-. El cerebro suma las dos informaciones y las asimila perfectamente. Hay muchos que optan por eso. Es que uno es más inteligente de lo que cree.

-¿Y si pago un solo ojo me va a costar un 50% menos?-, le pregunté sarcástico.

-No, señor Arias -contestó mientras correspondía con su risa amable a mi ironía innecesaria y de mal gusto-. El costo por un solo ojo se reduce tan sólo en un 30%. Yo siempre ofrezco ambas opciones para que el paciente tome la que más le convenga. Usted es el que decide. ¿Prefiere uno o dos?

-No me gustan las decisiones a medias, doctor. Que sean dos o que no sea ninguno. Además mi cerebro, créame, no va a ser capaz de hacer eso que usted dice. Y yo no soy más inteligente de lo que creo. Se lo juro.

Sin hacer comentarios al respecto el doctor Orzuelo volvió a sonreír mientras esbozaba algo parecido a un par de córneas en una de las hojas vacías de una libreta dispuesta sobre su escritorio. Encima había modelos a escala de globos oculares, dos o tres invitaciones a algún congreso internacional sobre glaucoma, una carta de lectura con letras en todos los tamaños y una pluma fuente con la que debía haber estampado su firma en por lo menos cuatro docenas de recetarios membreteados con su venerable apellido de venerable doctor.

Me enunció todos los síntomas, consecuencias y cuidados posteriores. También los pocos riesgos que mi determinación habría de traer consigo. Supe otra vez que el doctor Orzuelo no era un medicucho cualquiera. Bien habría podido engañarme si hubiera querido. Pero el doctor Orzuelo no pertenece a la especie ingenua de hombres que creen ser más capaces que el resto de sus semejantes. Y por eso les trata con un respeto bien fundamentado.

Con la tapa de la pluma y sin preocuparse porque ésta se fuera a romper el doctor Orzuelo golpeaba la madera con fuerza y a intervalos regulares, como un cincel. Y me decía que ese iba a ser el mismo sonido que yo habría de soportar durante los cuatro minutos que duraba la operación. Que no me fuera a asustar.

El doctor Orzuelo hizo énfasis en que en 10 años de ejercicio médico había operado «por lo menos 800 ojos sin ninguna queja». Que no había porqué temer. Pensé en pedirle que especificara si se refería a 800 pares, o a 400 ojos individuales. Porque aunque no lo parezca hay una diferencia apreciable entre la mitad y el doble. Pero antes de abrir la boca creí que era una pregunta de imbécil.

-¿Entonces es seguro que voy a tener presbicia dentro de poco? Yo creía que los miopes estábamos predestinados a morir libres de ella. Y que esa era la compensación sublime por tantos años de ceguera. La palabra ‘presbicia’, doctor, me suena a enfermedad respetable, casi venial. Como alopecia o ictericia. Si me aguanto las ganas de operarme podría sostener por unos años más la ilusión de ser joven. ¿Seguro, seguro que voy a sufrir de eso? Es que no ver de lejos me parece normal. ¿Pero no ver de cerca?

-De todos modos algún día va a tener presbicia, señor Arias. Contra eso, como contra la muerte, no hay nada qué hacer. Mejor dicho: no se crea que seguir siendo miope le va a evitar ver mal las cosas cercanas de por vida. De pronto se lo retrasará un poco. Pero tarde que temprano eso llega. ¿Usted ha leído la parte de El Nombre de la Rosa que habla sobre las gafas?-.

Le contesté que no la recordaba. Las dos manos académicas del doctor Orzuelo se extendieron con lentitud ante mí, en un esfuerzo consciente por no querer presionarme. La izquierda me estaba mostrando una hoja con un formato listo para estampar rúbrica y número de cédula. La derecha, la pluma fuente.

Las contemplé sin convicción, inseguro y torpe. Tal como todos los miopes suelen mirar y tropezarse con cuanto objeto e individuo tengan la desgracia de ponérseles al frente. Comencé a extrañar por anticipado ese mundo de niebla en el que había crecido, y del que evidentemente tenía que irme. El doctor Orzuelo, bondadoso y serio, fijó su atención en el formato.

-Es una exoneración, señor Arias. Léala con toda la calma del caso. Si usted escoge firmarla está reconociendo la posibilidad de ver fantasmas en la noche, destellos venidos de la nada y pequeñas alucinaciones después de la operación. No vaya a ser que después vengan las sorpresas. Además la visión de cerca, como le dije, puede resultar afectada. Son cosas que ocurren muy poco, pero que podrían llegar a suceder. Y es mi deber contárselo.

-Las alucinaciones, los fantasmas y los destellos no me importan, doctor. Los veo todo el día. Y no por un problema oftalmológico, creo, sino por uno psiquiátrico. Pero eso de la vista de cerca, insisto, sigue sin gustarme.

 El doctor Orzuelo posó el par de patas de sus propias gafas sobre su labio inferior mientras me decía, con un aire de grandeza filosofal, que no era coincidencia el que a cierta edad comenzara a costarnos mirar de cerca. Me comentó que con el tiempo los ojos de todos los hombres terminaban por cansarse de más al encarar objetos y experiencias próximas, y que por tanto se decidían por preferir la vista distante de aquello a lo que por lejano no podemos tocar.

-Por eso para los ancianos parece más fácil recordar lo que vieron hace 40 años que de lo que vieron hace cinco minutos.

Luego se deshizo de su papel temporal de filósofo, regresó al de profesional de la medicina y continuó:

-Hay algo más que olvidé decirle, señor Arias. Para la operación hay que traer a un acompañante. ¿Usted tiene a alguien que venga a asistirlo después de la intervención? Porque al principio no le va a ser fácil abrir los ojos, y va a tener que andar a tientas. Dura poco, pero es una situación incómoda y de cuidado-.

Me quedé en silenció. Me dio vergüenza contestarle con la verdad. Lo miré por última vez de cerca. Extendí el documento a unos centímetros de mis ojos, aceptando al mismo tiempo que nunca jamás habría de volver a ver el mundo de igual forma y que no me quedarían muchas oportunidades más para estar junto a las cosas sin la complicidad tranquilizadora que implica el verlas difusas. Y eso lejos de alegrarme me angustiaba. Supe que estaba por cambiar un impedimento por otro. Firmé. Se lo entregué.

-Le garantizo que no va a arrepentirse-, concluyó. ¿Entonces quién va a ser su acompañante? Es importante que quienquiera que sea venga cuanto antes porque además debe hacer las veces de testigo, y firmar con usted el documento. La presbicia había dejado de asustarme. Ahora me ocupaba la angustia triste no tener a nadie que estuviera conmigo una vez ésta hubiera venido para quedarse.