«She’s leaving home»
The Beatles

Ayer por primera vez salí de mi casa sin contarles a mis padres. Les dije que tenía que estudiar para el examen de ciencias del viernes y que prefería quedarme en donde Carmen Elisa. Era la única forma de conseguir su permiso sin que me reclamaran una explicación para luego terminar diciéndome que no. No me gusta tener que inventar historias, pero no quería arriesgarme a dejarlos prevenidos de lo que quería hacer.

Ellos me preguntaron si Federico y Soraya sabían de nuestros planes y si iban a estar pendientes de nosotras. Yo les contesté que sí, lo que no era verdad porque los dos habían viajado desde el lunes hasta Paipa para atender unas cosas de sus fincas. Como no tenían con quién dejarlo, también se llevaron a su hijo menor, Arturito. Albita, la empleada, se fue de urgencia hasta Utica, su pueblo, porque su mamá estaba enferma. Por eso Carmen Elisa llevaba toda la semana sola en la casa del Park Way.

Mientras las mentiras iban saliendo de mi boca me parecía como si el eco de mis latidos estuviera chocándose contra las paredes de la sala pequeñita, en donde están el televisor, la silla grande, la mesa de noche con el teléfono, los ceniceros y las fotos de los abuelos. Yo nunca, hasta entonces, les había mentido. De todas formas mi mamá quería llamar a Soraya para preguntarle si había problema en que yo me hospedara en su casa, con Carmen Elisa. Dejó timbrar el teléfono, sin que nadie contestara. Me dijo que iba a intentarlo esa noche, y que mientras tanto en su nombre les agradeciera por la ayuda y que les llevara un dulce.

Firmaron una carta en donde me daban permiso para viajar, no en la ruta 2, que es el que me lleva todos los días al apartamento del Country, sino en la 4, que es la que usa Carmen Elisa.

Carmen Elisa es menos alta que yo, mucho más habladora. Su pelo es largo y castaño. Su cara morena y alargada. Aunque sólo nos llevamos cuatro meses se ve por lo menos dos años mayor. No se parece ni a Federico, ni a Soraya. Su casa en La Soledad tiene a la entrada un jardín pequeño, da justo contra el parque, es de una sola planta, y aunque no se ve tan lujosa como las otras que hay en el barrio, es tan grande como para que ni unos ni otros se quejen de ruido.

Desde hace dos meses ella me había estado hablando de un par de hermanos gringos, del Nueva Granada, Fred y Richard, que tienen un conjunto de música moderna. El nombre del grupo es en inglés y por eso no lo recuerdo. Tocan muy bien. Carmen Elisa me prestó uno de sus discos. Cantan esa canción de Santa Marta tiene tren, pero a ritmo de rock and roll. Al principio todo el cuento de quedarme en su casa nos lo inventamos para poder ir a verlos a ellos, y para presentármelos sin problema.

Ella me dijo que anoche iban a tocar en La Gioconda, la discoteca de la 13 con 63, en el pasaje del teatro El Libertador. Para allá salimos un poco después de que el bus nos dejara en su casa. Cuando llegamos yo estaba muy asustada. No tanto porque no nos fueran a dejar entrar por ser menores de edad sino porque mi papás o alguno de sus amigos estuvieran por ahí, y se dieran cuenta de todo.

Carmen Elisa me aconsejó quedarme callada y dejar todo en sus manos. Eran las 5 y 30, y a la entrada sólo estaba un italiano al que le dicen Potocho. Debe ser el dueño de La Gioconda, o amigo de los dueños. Carmen Elisa preguntó por el show de la noche, y Potocho, sin hacer ningún comentario sobre su juventud le contestó que los gringos no estaban programados para esa noche y que en su lugar iban a tocar otros señores del San Viator.

Seguimos caminando hacia arriba por la Calle 60. Por lo menos desde unas cuatro cuadras atrás se siente el olor fuerte de inciensos, sahumerios y perfumes que parecen preparados en otro mundo.

Entramos al centro comercial de la novena, en el primer piso. Nunca en mi vida había estado cerca de un hippie. Mi mamá me había advertido sobre lo peligrosos que eran, pero ahora que los he visto, que les he hablado veo que son buenos amigos, inofensivos.

Si Horacio, mi novio, supiera en las que me metí. El es interno en el Germán Peña, por la 72 arriba de la séptima, y son muy pocas las veces que sale entre semana.

El sitio estaba lleno de almacenes. En el segundo piso ‘El Escarabajo Dorado’ un almacén de afiches pintado de negro, iluminado por una luz fosforescente. Es de una familia Marín.

Hay un montón de almacenes. Sus mercancías y sus dueños parecen venir de otro mundo. Uno que se llama ‘Las madres del revolver’, de un señor Isaías, y un almacén de discos, ‘Zodiaco’ creo que se llama atendido por una joven y dos muchachos, que según me dijeron, son de Los Speakers. Hay otra tiende de afiches llamada Thanatos, otra más llamada Safari Mental. Por lo menos en las tres cuadras cercanas alcanza a sentirse el olor dulce que desde sahumerios, pipas y perfumes viaja por los corredores del lugar. Adentro había una foto con un muchacho muy guapo en el centro. Después supe que se llamaba Rodrigo García, que era español y que tocaba la guitarra con Los Speakers.

A una de las jóvenes que estaba ahí le dicen ‘Cleta’. Es delgada, alta y tiene un pelo negro brillante, con los ojos un poco hundidos. Creo que su mamá es doctora y se ha casado varias veces. Todos la conocen y le hablan como si fueran sus mejores amigos. Desde que la vi no se me han quitado las ganas de llegar a ser como ella, tan famosa en medio de ese planeta de locos.

Como ninguno de los gringos, ni Fred ni Richard aparecían por ningún lado, Carmen Elisa comenzó a conversar con un español, que iba a tocar, y al que ya habíamos visto en uno de los afiches de Discos Zodíaco. La calle 60 está llena de gente de todas partes. Los músicos bogotanos son casi todos del 7 de agosto y Chapinero. A unos los he visto en El Club del Clan. A los otros en Estudio 15. En uno están los niños bien puestos, como Óscar Golden, que vive cerca de mi casa. En el otro hay algunos muchachos que creo que vienen del 7 de agosto y se presentan como Los Ámpex. Ya eran las 7 y yo comenzaba a sentir miedo de que mis papás no encontraran a nadie en la casa de Carmen Elisa. Al fondo del parqueadero había una discoteca llamada La Bomba. Fue la primera vez que entré allí.

En La Bomba deben caber por lo menos unos 300 asistentes, tiene un escenario que da vueltas, y unas jaulas en donde me han dicho que bailan las niñas los fines de semana. Eran las 8 cuando Carmen Elisa comenzó a hablar con un hombre algo mayor al que no conocíamos que estaba en la mesa. Debía tener por los menos unos 25 años. Dijo que tenía su carro parqueado a pocas cuadras y que quería invitarnos a una carrera en la que iba a competir, al norte, cerca de los potreros de la Pepe Sierra. Nos invito a acompañarlo.

Yo estaba ahora más asustada que antes y le dije a Carmen Elisa que tal vez había sido mala idea irnos hasta allá. Que era mejor volver a nuestras casas porque a de ese señor no sabíamos ni el nombre, y era seguro que mis padres iban a llamar en cualquier momento.

Ella insistió y nos fuimos por toda la séptima hacia la calle 100, cuando la ciudad empieza a tomar un color verde que nos indica que ya comenzamos a estar fuera de Bogotá. Nos estacionamos debajo de la Avenida. El hombre del carro nos dijo entonces que su nombre era Enrique y que hoy la competencia era con un viejo de 40 años, que estaba metiéndose en eso de las carreras para impresionar a niñas muy jóvenes, de nuestra edad. Había unos 30 muchachos y muchachas esperando ansiosos por ver quién era mejor conductor, si el viejo o el joven.

De un carro que no conocía vi llegar al competidor de Enrique. Se bajó de un Ford que no había visto antes con una niña, como de mi edad, tomada de su mano. El corazón, que se aún estaba guardado dentro de mí a pesar de mi angustia se me salió cuando comprobé que el rival era mi papá, al mando de un vehículo que no era el nuestro, tomado de la mano con una niña que bien habría podido ser mi hermana. Nos miramos. Ninguno supo qué hacer. Mi papá era el otro adversario.