Recibí mi cartón de educación media vocacional en diciembre de 1994, con dos años de retraso, dado que por diversas y lamentables circunstancias de las que aún me duele hablar me vi obligado a repetir cuarto y décimo grado. De lo contrario habría egresado de 16, en 1992, y tal vez hoy tendría la fortuna de haber perdido dos años menos de mi vida metido en esa prisión a la que llaman colegio.

Pero no es el deseo de quejarme por aquellos irreparables hechos que aún despiertan oscuros resquemores en mi alma el que hoy me motiva a escribir. Es más bien una reflexión acaso oportuna, ahora que termina este 2008 y que me invade de nuevo la sensación anual e irreparable de haber perdido 365 días más.

A mí generación, que es la misma que recibió su título de bachiller a mediados de los 90, le correspondió por algún designio extraño de la fortuna ser la última en no hacer ciertas cosas y la primera en comenzar a hacer ciertas otras.
 
¿Por ejemplo? Nuestros resultados de las pruebas de estado del Icfes eran calculados a partir de matrices diferentes. Formamos parte de una de las estirpes finales de vigías de la salud y de alfabetizadores involuntarios. Nunca fuimos calificados por ese extraño sistema de ‘logros’, que a la fecha ignoro si sigue en vigencia.

Tampoco alcanzamos a hacer uso de la telefonía celular en medio de las aulas, pues por entonces los dispositivos de telecomunicaciones móviles eran lujos costosos que rebasaban el umbral del millón de pesos, y los Nokia o los Motorola gigantescos de Celumovil y Comcel estaban bastante por encima de los alcances del estudiantado promedio. Por lo menos en mi caso los pocos teléfonos móviles que vi entre mis compañeros durante aquel 1994 en que salí del colegio, pertenecían o bien a condiscípulos ricachones, hijos de senadores o parlamentarios, o bien a pequeños vástagos de mafiosos emergentes.

Debido a ello, por ejemplo, los mensajes de texto no estuvieron entre la sabia gama de recursos salvadores sugerida por Troller y Arias en su «Guía del buen estudiante vago», toda una Biblia que por desgracia, también llegó algo tarde a mis manos, cuando ya sólo faltaban dos periodos para purgar mi condena académica. No creo que hagan falta otros párrafos para reiterar que algunos de los peores momentos de mi vida los viví en el colegio.

Tampoco llegamos a descargar una tarea de internet, y por ello nos corresponde el privilegio de haber sido los últimos en copiar las tareas, no de la hoy archipopular Wikipedia, sino de la Enciclopedia Salvat de las Ciencias, en máquina Brother eléctrica y a doble espacio, (para ser sinceros nada distinto a una forma un poco menos sofisticada de plagio y facilismo). Para nosotros no hubo Google, ni mensajes de texto, ni identificadores de llamadas, ni ninguna de esas cosas que hoy nos resulta indispensable, y que, para quienes nos sucedieron en el tiempo deben ser tan normales. Aún grabábamos las canciones en cassette y conseguir los éxitos radiales del momento exigía horas enteras de paciencia y atención.

El mayor logro computacional que podíamos permitirnos era el manejo primitivo del DOS, con sus pantallas negras
saturadas de pequeñas letras verdes, con los indescifrables comandos del WordStar y con esas impresoras de matriz de punto, que al ser accionadas a las 3 o 4 AM, para dar por terminado el trabajo de final de bimestre a última hora, despertaban con su estruendo imprudente a la familia entera.

Por ello, tal vez sin planteárnoslo, somos algo parecido al punto intermedio entre el anacronismo y el relevo generacional.

Con todo esto se me disparó otro recuerdo. Una de mis prácticas habituales de infancia y adolescencia consistía en llamar por teléfono a aquella niña de la que gustaba para luego mantenerme en silencio por algunos segundos, hasta que uno de los dos terminaba colgando. Era un pequeño pánico controlado con el que disfrutaba enfrentarme.

Se trataba de una inocente y maleducada fechoría con la que aplacaba mi soledad misántropa, tímida y ansiosa, retándome un millón de veces a ser capaz de hablarle a quien miraba con pánico reverencial, aliviado por el tranquilizador consuelo de poder oír su voz durante un par de instantes sin ser reconocido. Aunque sus palabras fueran insultos y el sentimiento posterior fuera de frustración, el consuelo de oírla por un momento compensaba la desazón y el dolor venideros.

Cuando fijaba mi mirada miope en alguien de quien no sabía nada terminaba por aprender todo lo posible sobre ella, como un gran espía acosador sin sueldo. Me obsesionaba con su existencia. Indagaba sobre su procedencia, su grupo familiar, sus predilecciones y su corta historia de vida. Así terminaba por construir mi propia versión de ella, fundamentada en lo que yo quería que ella fuera, y no en lo que ella en efecto era.

Me convertía en su biógrafo anónimo no autorizado y empezaba a imaginarme cómo sería su vida, y si ella querría ir conmigo o no al Concierto de Conciertos. Me infiltraba en los archivos del colegio y copiaba su dirección: Cra 22 No. 142-30. Edificio Gremles. Teléfono 259 4878. Calle 59 No. 10-20. Teléfono 235 8505.  Iba caminando hasta su casa por la carrilera del tren de la Carrera Novena, hacia el norte. O por la Carrera Séptima, desde el edificio Alpadi 1 hasta Chapinero, y me quedaba por horas imaginando qué podría haber tras esa ventana.

Así podía dedicarme a evocarla sin tener que soportar el amargo peso de no saber comportarme de ninguna forma enfrente de ella. Al verla, como si todo el tiempo que transcurría evocándola se me notara, comenzaba a temblar y a no saber qué hacer. Se me caían los cuadernos y la torpeza en mi andar se acentuaba.

Entre las muchas adolescentes de las que gusté sin que lo supieran (o sin que yo creyera que lo supieran) estaba una llamada Waleska, y otra llamada Diana, y otra más llamada Paola, y otra llamada Margarita. Sus apellidos me los reservaré, porque entre otras cosas no sé de ellas hace más de 15 años. Prefiero creer que me mantuve anónimo. Y lo prefiero en esa forma, pues en caso contrario de seguro habría sido víctima de una caución o cuanto menos de alguna terapia psicológica para aplacar mi talante obsesivo.

En ocasiones me respondían sus padres, abuelos o hermanos. Pero en otras eran ellas mismas quienes con su voz se encargaban de dejarme mudo. Lo cierto es que en la actualidad tales jugueteos telefónicos son impensables.
La telefonía moderna, o al menos esa que sin serlo nos parece de cuño reciente en Colombia, con sus servicios avanzados de llamada en espera, sus conferencias entre tres, sus identificadores y sus cargos fijos, han cambiado nuestros hábitos en forma dramática.

Poder ver, por ejemplo, en una pequeña pantalla de cristal líquido si apetecemos hablar con quien está marcando y evitar contestarle. Haber abandonado el maravilloso divertimento de llamar y colgar. El identificador de llamadas se convirtió en la bendición del evasivo, y puso fin a la costumbre de llamar a hacer bromas anónimas, tan entrañable para quienes crecimos antes de este siglo. Pero también ha hecho más fácil el escondernos de acreedores impertinentes, de cobradores de Serlefín y de Datacrédito.

Y termino, como es costumbre de viernes con otra queja. Aborrezco, por decir lo menos, la forma impersonal y hostil con la que el empresariado moderno suele evadir en lo posible las conversaciones con clientes, mediante el uso de conmutadores automatizados.  Me refiero a aquel menú impersonal y aborrecible de: «Si usted es nuestro cliente, marque 1», «Para quejas y reclamos sobre su factura, marque 2», y luego toda aquella secuencia de inutilidades que se suceden una tras otra hasta llevarnos a la desesperación.

Que Dios les bendiga y les regale un grato fin de semana. Todavía sueño con el día en que las llamadas anónimas regresen.

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