¿Qué se puede esperar de un país cuyos medios eligen al señor Juan Esteban Aristizábal como personaje del año?
Y llegó lo que faltaba para revolcar las aguas turbias de este caudaloso y desencausado mar de frivolidad y emotividades sin sustento.
Ahora Juanes, a quien algún titulador irresponsable de esos que sobran en nuestro deslenguado periodismo local ha bautizado como el «rockero comprometido», resultó ser el colombiano más importante de 2008.
El concepto se apoya en su supuesta «actitud política», con la que según se dice ayudó a aligerar los conflictos fronterizos entre Venezuela, Ecuador y Colombia, convenciéndo a algunos amigos músicos de venir hasta Cúcuta para ofrendar el publicitado Concierto sin fronteras.
Que Juanes sea o no rockero es cosa secundaria. En este suelo desinformado todo el que tenga una Fender Stratocaster, y la producción y el peinado correctos termina mereciendo ser llamado como tal.
Por eso Bonka, Shakira, Fonseca y Villamizar son a nuestros ojos tan rockeros como Jack White, Julian Casasblancas o Luis Alberto Spinetta. Por eso pocos oyen los primeros demos de Ekhymosis pero muchos sí se sienten encantados con saber que «la vida es un ratico».
Lo de ‘comprometido’ resulta bastante más imprudente, pues se constituye otra prueba irrecusable más entre las muchas ya existentes de que en este mundo de falsedades, relaciones públicas y poses, no hay mentira imposible de creer, siempre y cuando ésta venga bien presentada.
En el artículo de ayer domingo de El Tiempo, Andrés Zambrano, editor de Cultura del diario, resalta la nobleza de las intenciones de Aristizábal a partir de premisas un tanto ridículas, como aquella de asegurar que Aristizábal ha estado leyendo a Marx «para poder comprender mejor la actual coyuntura económica», o de haber grabado discursos de Gaitán en su Ipod. Como si el uno o el otro hecho fueran suficientes como para dar cuenta de las buenas intenciones de su ejecutor o de convertirlo en un ideólogo de excepción. Fernán Martínez Mahecha, su Manager está ahí para defenderlo.
Cuando veo que las primeras páginas del diario y la revista más hojeados y las parrillas de los canales y radioestaciones más taquilleros de la región se muestran felices hasta la náusea con la figura del paisa me aflige una cierta vergüenza patria. Cuando ello se ve reforzado por las absurdas apreciaciones de algún periodista extranjero que lo equipara con Bono o Bruce Springsteen, padezco un dolor similar al que me sobreviene al oír a algún activista europeo ignorante suponer que las Farc son una organización humanitaria coformada por sufridos colombianos en busca de la libertad.
Discrepo de Gustavo Gómez Córdoba cuando presume en Bono un ejercicio de lagartería mientras que aplaude en Juanes una intención despojada de utilitarismos personales, porque según dice, y le creo, ha estado cerca de su carrera desde hace años. Y lo digo porque dudo que aparte de su oficio público el talentoso beatlemaniaco tenga a su haber idea alguna acerca de la clase de hombre que se esconde tras el activismo del irlandés.
Y es que no acabo de acostumbrarme. En este mundo enfermo de liviandades no debería extrañarnos que sea El Tiempo, el mismo que dedicó algunos hectolitros de tinta a publicitar las presentaciones de Aristizábal en Colombia quien ahora le proclame como el colombiano más importante durante el año anterior.
Al no tener bastante con las vallas de Sony Ericsson que contaminan nuestras calles con su publicidad, lo habremos de soportar en festivales, álbumes, marchas y activismos de todas las especies por lo que nos quede de vida.
Esto se veía llegar y parece haber sido orquestado desde mucho antes. Desde cuando tuvo lugar el ya mencionado Concierto sin fronteras. Desde cuando Shakira vino a presentarse con una banda de emergencia a la que se le notaban los pocos días de ensayo. Desde cuando medio país se dedicó a marchar y el otro medio a ver el recital por televisión. Desde cuando María Elvira Samper habló desde las páginas de Cambio acerca de ‘lo divino’ que Juanes le parecía y de la trascendencia del evento.
Y no es que me disguste del todo lo mucho que ha cambiado ese curioso híbrido de 35 años en cuyo ideario bien podemos detectar componentes metaleros, arrieros y politiqueros. No es que me fastidie por completo aquel hijo célebre del Valle de Aburrá; que comenzó sus días cantándonos trash; que luego aparecería con su banda en un comercial de Colegiales de Verlón; y que se hizo adinerado vendiéndose como la versión rockera y bien parecida de Octavio Mesa. No es tampoco que me moleste el slogan aquel de ‘la vida es un ratico’ pronunciado tan sólo con el fin de vender una línea de celulares al mundo. ¡El mundo es un negocio!
Es que con este extremo exaltamiento por el que el músico en cuestión ha sido bendecido en meses recientes corroboro una y otra, y otra vez más la triste verdad que significa el hacer parte de una sociedad resignada e ingenua política y musicalmente hablando.
Y sí. Hay una camada de histéricos que pedirán la cabeza de quienes piensen en forma contraria, por lo que para algunos declararlo colombiano del año será una de aquellas decisiones ante cuya unanimidad no quedará más que guardar un silencio cómplice.
Pero otros, de aquellos entre quienes no nos molesta aguantarnos los dardos disparados por quienes profesan el patrioterismo sin fundamento, vamos a decirlo anticipándonos a los insultos.
Fernán Martínez Mahecha sabe cumplir bien con su tarea. Su experiencia al frente de Enrique y Julio Iglesias no es en balde. A ambos ha sabido mantenerles su status de estrellas. Con Juanes también lo está logrando, a su manera. Como muchos otros y sin que pueda culpársele por hacer algo distinto a su trabajo, González ha sido capaz de interpretar y explotar nuestra afinidad lacrimógena por la cursilería, y de entender que en el fondo somos una raza ávida de ídolos espurios e insignificantes, construidos a la medida del desengaño generacional.
Intuyo que nos suena bien dedicar un suplemento entero a quien, apoyado por un aparato mediático de aquellos que lava sus culpas estéticas y mercantilistas con fundaciones y eventos de caridad, debidamente concebidos para conmovernos.
No deja de aterrarme sin embargo, que esta ínsula desmemoriada, corrupta, furibista, tropipopera, shakirista y pro-juanes, el imperio de la ingenuidad y la estupidez siga extendiendo sus dominios hacia todos los confines, sin que haya glifosato alguno que pueda erradicarlo.
Es otro de los artificios conmovedores de nuestro sistema mediócrata, en donde de la nada sacamos un héroe. Por haberse sentado en la misma mesa con Miguel Bosé. Por haber intercambiado dos palabras con Bono. Por haberse enlistado en el ejército contra las minas antipersonal, cuando McCartney y Heather Mills aún tenían alguna cosa distinta de qué hablar entre sí que de divorcio. O por haberse ganado la sospechosa amistad de Ingrid Betancourt, nuestra mártir predilecta de turno. Por toda una cantidad de cosas que no tendrían porqué importarnos si no fuera porque las hace Juanes, y Juanes es -ya se ha dicho- divino.
No me acaba de convencer la actitud postiza de quien parece invertir más tiempo hablando de su propia filantropía y de su alma benefactora, que haciendo el bien y amando al mundo. Me aburre y me suena inconsecuente el facilismo lírico y el discurso bobalicón de «cambiar la paz por amor» en un país en donde parte de la no solución se debe al ejercicio simplista e irresponsable de juicios políticos como ése. Por más que Juanes siga leyendo «El Capital» antes de irse a dormir, por más que le asegure a su manager que su control remoto hace zapping entre CNN y MTV, y por más que acostumbre a buscar en YouTube las proclamas de Franklin Delano Roosevelt.
¿Juanes rockero? ¿Juanes comprometido? ¿Juanes político? ¿Porque escribe canciones en contra de la Guerra, de la misma forma en que Menudo y Timbiriche lo hicieron hace 20 ó 25 años? ¿Por qué a través de tales eventos se ha ido convirtiendo en una figura aún más grande que vende más discos y que nos conmueve más?
He visto a Chucho Merchán hacer cosas más grandes sin pedir publicidad. Y no creo que nadie vaya a proponer a Merchán como el colombiano de 2009.
Ese nacionalismo pobre, a simple vista inofensivo, es peligroso,
barato y enmascara un error estructural demasiado grave. Estoy hablando de ese tono aborrecible de «los colombianos somos unos berracos» replicado fastidiosamente por piezas publicitarias como el comercial aquel de Florhuila en donde nuestro concepto de nación queda reducido a 45 millones de habitantes que «se foquean» y comen arroz con huevo. El mismo de la cadena de correos en donde el colombiano no se enoja, sino que se «emputa». Faltaba más.
No creo en esa nueva sangre de colombianos patrioteros, bonachones, emprendedores, uribistas y tropipoperos. No creo en los sombreros vueltiaos que se ajustan a sus cabezas sin ideas, ni en las manillas amarradas en sus muñecas débiles.
Mientras sigamos convencidos de que tenemos entre nosotros a un Martin Luther Juanes. De que la estatua levantada a su nombre en su adoptiva Carolina del Príncipe llegará a ser tan importante como Graceland. De que Shakira fue muy generosa y magnánima al venir a cantarle a nuestra tierra. O de que los Grammy Latinos han ubicado a Colombia junto a las grandes potencias de la música universal. Mientras todo esto suceda, seguiremos como fuimos… como vamos.