«Cuando abandoné aquel fecular mundo
noté que en mi bolsillo
traía el sol de aquel maravilloso país.
Traía un grano de maíz».
Lucas Santana
Metidas entre tres pares de zapatos gastados, caminando por la calle Plateros de Cusco, vienen conmigo tres niñas preciosas. Entre ellas se dicen cosas en quechua que yo no alcanzo a traducir. A mí me hablan español.
Son por lo menos las 10 en la noche. Sobre sus pieles tiznadas por el viento y el calor cae una llovizna invisible. Está haciendo mucho frío. El total de la suma de sus edades es cinco años inferior al mío. Soy viejo. Y por más que intento evitarlo los números no me dan. ¿Quién puede resistirse a las palabras de tres lindas cusqueñas? Una de 9; las otras dos de 10 años.
Me cuentan que sus madres están en la casa tejiendo todo el día, y que ellas son las encargadas de comerciar con sus productos. Son sorprendentemente elocuentes y agudas. Comienzan a tratar de venderme, de una en una, tres gorritos para el frío. Supongo que desde que nacen son adiestradas para conmover a sus interlocutores. Pero yo no tengo recursos, ni siquiera para conmoverme.
Si se los comprara tendría que darles en total 30 soles que ya no me sobran. ¿Y es que a quién le sobra un sol? Son cosas del dinero. Son cosas del clima. Está lloviendo mucho por la ciudad en esos días y salir sin protección es firmar una sentencia de enfermedad pulmonar que no viene bien en estos días vacacionales.
Me las encontré una cuadra más arriba, cuando iba bajando de vuelta al hostal. Comenzaron a mostrarme las piezas artesanales de las que viven. Chullos, que son esos bonitos gorros de lana de alpaca con orejeras y motivos típicos parecidos a llamas o la cruz de Los Andes. Pequeñitos títeres-dedales, que van sacando de su bolso de tela. Un cóndor, una llama, un burrito, un ave de siete colores, un cerdo. Pienso que entre todos podrían formar un teatro de marionetas animales que a su vez harían las veces de guante.
Como esa es mi última noche en la ciudad les digo que se me ha acabado el dinero, y que nada puedo comprarles. Ellas insisten con su tristes vocecitas: «Amigo… yo sé que usted tiene». Y yo me mantengo terco, sin ceder un centímetro: sin ceder un céntimo.
Estamos frente a la Plaza de Armas, un lugar que por su bien conservada configuración colonial parece una conjugación más cosmopolita entre Villa de Leyva y Popayán. La fábrica más importante de la ciudad es la de Cerveza Cusqueña, lo que hace a los nativos de la región consumidores inveterados del fermentado líquido, que venden en botellas grandes y en presentaciones negra y rubia (blanca, le dicen).
Sin ningún interés diferente a seguir conversando después de hacerles saber de mis escasas reservas económicas, las tres continúan conmigo por la Calle Plateros. Nos detiene un anciano ebrio de chicha, que comienza a tocarnos una melodía simple en una flauta grave de madera.
Miro sus pies. Están llenos de barro. El anciano parece una escultura inca y pienso que nada habrá de hacerlo mover. Pero sí se mueve. El anciano termina su acto improvisado y con prisa extiende sus manos de nuevo ante mí. Está pidiéndome unas monedas. Las tres niñas le comentan, otra vez en quechua, algo que no puedo traducir. «¿Qué significa eso?», les pregunto. Le estábamos diciendo: «No hay monedas, abuelo». «Ese anciano sólo pide dinero para poder tomar, amigo», lo censuran.
Proseguimos hacia abajo, por la esquina en la que se cruzan la calle que viene desde la Iglesia y Plateros. Un policía está acercándosenos y nos observa con sospecha. Entre las tres se miran. Les pregunto por qué muestran tanto miedo y me explican que los policías no las dejan trabajar en las noches. Me piden que les hable con naturalidad, para disimular, como si en verdad fuéramos amigos. Les notifico que en yo en efecto sí soy su amigo y que pueden seguir caminando conmigo hasta donde quieran.
Luego les indago acerca de hasta qué hora acostumbran trabajar. «Hasta que vendamos», me contesta una. Después ella misma me pide que le enseñe algunas palabras que sólo digamos en mi país. Recuerdo las más obvias «Bacano: es como les decimos a las cosas buenas». «Tombo: es como algunos les dicen a los policías que no les agradan, como el que acabamos de ver».
-Pues ese ‘tombo’ nos quería fastidiarr, amigo.
A nuestra derecha aparece un pequeño callejón, medio sórdido, lleno de bares y vendedores. «Ni se le ocurra meterse allá, amigo. En esa calle están los que venden la marihuana. Hay gente muy mala».
Las niñas, aunque convencidas de que no soy el cliente para sus productos que antes pensaron, aún andan conmigo.
-¿Para dónde va, amigo?
-Para la Calle Saphy.
-Tenga cuidado, amigo. En esa calle hay muchos rrateros. (Y su «RR» seguía sonándome tan dulce que no podía dejar de hablarles). Mejor lo acompañamos hasta el hotel. Fíjese que en estos días un perro mordió a un rratero y lo mató. Por eso al perrito también lo mataron. Y el pobre perrito ni culpa tenía. Es que casi no hay justicia. ¿Usted tiene novia, amigo?
-Sí. Me está esperando en el Hotel.
La palabra ‘hotel’ les suena a lujo.
-Nosotras somos muy pobres. Ni a Macchu Picchu hemos podido ir porque queda muy lejos.
-Una vez yo fui a Lima con mis papás (dice la otra), y me gustó mucho.
Ya acercándonos al último tramo las tres me recuerdan lo cuidadoso que debo ser, y me hacen pensar en que aún a su lado luzco ingenuo.
-No se confíe si se le acercan muchos niños así como nosotros, amigo, porque hay mucho RRatero. Comienzan a hacerle la charla. Usted ni cuenta se da, y le sacan la cartera.
Pienso entonces en que no hay acto más ingenuo que creer a a los demás ingenuos, por más que lo parezcan. Me cuestiono acerca de si ingenuidad y supervivencia no serán conceptos antagónicos.
Llegamos al final. Exploro uno de mis bolsillos. Contrario a lo que había calculado sí tengo 20 soles. Al final reblandezco.
-¿Qué puedo comprar con estos 20 soles?, les pido que calculen.
-Cinco títeres y una muñeca.
Bien… Les voy a comprar eso. Ustedes bien sabrán repartir las ganancias. Gracias.
Pero ellas quieren seguir hablando…
-¿Y cómo es su novia?
-¿Qué quieres decir con esa pregunta?
-Si es gorda, flaca o regular.
-Es flaca, yo creo.
-¿Y usted, amigo? ¿Es rico o pobre?
-Yo soy… regular, como dicen ustedes.
-¿Pero regular-rico o regular-pobre?
-Yo creo que regular-pobre.
-Nosotras somos pobres-pobres.
Al oír su concepto acerca de regular-rico y regular-pobre me parece que las tres son prematuramente ágiles en el difícil arte de la estratificación social, que tantos problemas trae a nuestros ingenieros catastrales. Por su visión escéptica de la justicia creo que alcanzarán a ahorrarse muchos problemas.
Una de las tres quiere saber de dónde soy. «De Colombia», le contesto. «¿Para llegar a Colombia hay que cruzar el Océano Pacífico»?, me interroga. Y yo le digo que no.
-No estamos tan lejos. Pero ir de aquí a allá y de allá acá es más complicado de lo que debería. Es que en el mundo no hay justicia. Y mucho menos para los pobres-pobres. Nosotros somos todos de países pobres-pobres-, concluyo, calcando sus palabras.
Ya estamos frente a la puerta. Sabemos que la ley de las probabilidades va en nuestra contra y que difícilmente habremos de vernos otra vez. Las miro y me sonríen. Les doy tres abrazos. Trato de registrar este momento en mi memoria con atención.
Luego avanzo hacia la entrada, con la nostalgia anticipada de llevarme cinco títeres peruanos para cada uno de mis dedos, una muñeca elaborada por alguna madre cusqueña, y el recuerdo de tres pequeñas tan amables, sobre cuyo futuro siempre habré de preguntarme.
Por ahora me quedaré tratando de saber si una verdadera amistad puede surgir y desaparecer en tan poco tiempo, y aún así seguir siendo memorable. He decidido creer que sí.
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