Adán Robayo, el Charles Chaplin bogotano, es uno de esos alguienes distintos. No es que sus 56 no se le noten, ni que el tiempo le haya tratado con menos compasión que a los demás. Es que desde que lo conozco Adán ha lucido algo mayor de lo que es, por lo que a fuerza de habérmelo preguntado un millón de veces, su edad es algo en lo que ya no me detengo a reflexionar. Llámemoslo atemporal.
Lleva 15 años caminando Bogotá ataviado de abajo a arriba con sus zapatos enormes, sus pantalones a rayas blancas, su bigote afeitado de más, su bombín gastado y su ejército de pequeños Charleschaplines en marioneta metidos en una bolsita, esperando a ser adoptados por algún comprador filántropo, fetichista y curioso.
Adán vive de vender pequeñas réplicas de sí mismo (o de aquello a lo que él mismo trata de parecerse). Vive de su similitud forzosa con el gran actor inglés, que es su mayor activo. Pero sobre todo vive de sonreír y de hacer reír.
Adán Robayo despacha desde los semáforos, y hasta 2002 era alguien a quien me encontraba con frecuencia. Más que una mala copia criolla de algo a lo que en verdad no se asemeja su existencia íntegra es un tributo a ese grande del cine al que él sólo ha visto a través de películas antiguas, y a quien sin duda admira con todas las fuerzas de su alma.
A partir de entonces, una mañana a las 10, en la Calle 93 con 15, algo llamado destino lo sacó de mi alcance. Por eso llegué a pensar que Adán había abdicado en su mayor empeño, que es del que voy a hablar a continuación.
Desde que lo conocí, cuando ambos éramos más jóvenes, le he oído hablar de la perspectiva, cada vez menos cercana, de conseguir un saxofón propio para dedicarse a tocar su música. Se lo pidió a Pacheco (cuando Pacheco era influyente) en alguna entrevista. Alguna vez Adán hizo parte de una orquesta tropical del tipo Lucho Bermúdez. Adán es un músico profesional sin instrumento, lleno de sueños. También era común escucharle comentar con entusiasmo acerca de su proyecto trunco de hacer un espectáculo de televisión en el que, mediante artilugios digitales simples, él y uno de sus chaplincitos de voz impúber hablarían entre sí y harían sonreír resto del mundo. Por algunos años Adán anduvo con un ejemplar amarillento de la primera página del periódico en cuya portada el aparecía en primer plano como una de aquellas curiosidades capitalinas. Esa noche no la llevaba consigo.
Cada vez que veo a Adán, no importa cuánto tiempo transcurra, él se acuerda de mi nombre y me saluda con un cierto cariño, un poco infantil. Me vuelve a hablar, sin que haga falta decirlo, de lo mucho que admira a Charles Chaplin y hace cálculos mentales acerca de la cantidad de muñequitos a escala que tendría que vender para alcanzar a reunir los ocho millones de pesos que podría costarle el instrumento en cuestión.
Hace un mes me lo volví a encontrar, envuelto entre la medianoche y el frío chapinerunos. Me dijo las mismas cosas que me habría dicho hace 15 años, cuando nos conocimos y cuando mi vida y la suya eran más esperanzas que recuerdos. Me recordó que hay algunos sueños muy grandes, tanto como para ser capaces a resistir, aún deteriorados, los embates tercos de los años y las frustraciones.
Compartimos un café y una botella de agua helada. Le pedí su número telefónico y hablamos de la posibilidad futura de tomarnos una foto alguna vez. Por desgracia la memoria de mi teléfono móvil se estropeó a los pocos días, lo que ha devuelto a Adán la categoría de enigmático, itinerante e imprevisible. Lo he buscado en cada rincón, pero otra vez parece haberse diluido entre calles y chaplincitos y sueños de saxofones.
Si el destino así lo quiere nos tropezaremos otra vez por ahí. Mientras tanto lo imagino caminando alguna calle de la ciudad, durmiendo de pensión en pensión, en compañía de los cenentares de réplicas de sí que le acompañan a todos sus destinos sin pedir cobrarle nada, soñando de hora en hora… hasta el fin, donde el olvido manda.
Por ellos. Por quienes prefieren vestirse de sueños antes que disfrazarse de mentiras. Por quienes siguen sonriéndoles a las calles antipáticas. Por quienes habitan la ciudad y sus inquilinatos para hablar de algo más que de injurias y maledicencias. Por quienes sonríen y nos siguen haciendo sonreír. Por quienes contra todo pronóstico mantienen una heroica terquedad en lo que a sus sueños respecta. Por eso, aún con todas las desventajas, sigo siendo casi feliz de vivir en Bogotá.
Por cierto: Si alguien tiene una foto de Adán Robayo, apreciaría mucho el que la compartiera conmigo.