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Apruebo la mala idea de bajarme del taxi contigo, cuando lo acordado era dejarte en la puerta. Es que tú me insististe, y son pocos los casos en que hace falta presionarme más de dos veces para lograr el efecto anhelado. Fueron 15.000 pesos que yo pagué sin oponerme, aunque quisieras darme la mitad. Todavía sigo siendo machista.

Veo que saludas al vigilante como a un buen amigo, y yo trato de hacer lo mismo. Él está dormido, pero tú sabes que su trabajo es difícil, y por eso lo despiertas sin reprocharlo. Van a ser las 4, y pronto comenzará esa hora peligrosa en la que las luces de amanecer nos recuerdan que otra vez desperdiciamos el día.

Pero tú no te lo planteas. Todo lo que quieres hacer es entrar. Él salta asustado y luego se tranquiliza al corroborar que se trata de ti y no del Supervisor. De tu boca y de la mía y de la de él alcanzan a fugarse tres corrientes de vaho helado que se desvanecen de inmediato.

Le dices «hola, Cristóbal», y yo aún sin haberlo visto jamás en mi vida calco tus palabras, la disposición amable de tu voz y tus gestos, para lucir natural. Cuando no encuentro qué hacer mi capacidad de imitación surge con decidido fervor.

Te sigo por los corredores fríos del edificio y en lugar de tomar el ascensor voy por las escaleras hasta tu piso. No quisiera despertar a nadie. Estoy contando los niveles: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¿Será que por el pánico incluí uno de más? Mi ábaco falla cuando hay miedo.

Llegamos a la puerta. Una vez más te imito, limpiándome los zapatos contra el tapete de la entrada. Desde tu cartera sacas las llaves, metidas en una argollita sostenida por un globito transparente relleno de arena teñida de morado. Abres con la pericia propia de quien automatiza sus actos después de varios miles de eventos similares. Pienso que en ese punto habrás de despedirte con cordialidad y que habremos de vernos pronto. Tal vez mañana. ¿Por qué no?

Pero me pides que siga. Me dices que quieres mostrarme tu hogar. Me recomiendas que ande con cuidado y que no haga mucho ruido, porque «todavía» (y enfatizas con tu expresión la transitoriedad de la palabra, como si ya se te hubiera hecho tarde para seguir haciéndolo) vives con tus padres y con otros más. Tengo miedo de tropezarme con un jarrón, o de que uno de los miembros de tu grupo familiar sea perro y comience a dar muestras audibles de lo poco que le gustan los forasteros.

Entramos a la cocina. Todo está oscuro, y no sin las luces encendidas es preciso que me lleves a tientas, con cuidado, por ese espacio al que habitas.

Me ofreces una cerveza. Yo no quiero nada, pero prefiero ahorrarme la incomodidad de decirte que no. Entonces la recibo, y me la comienzo a beber a sorbos eternos, sin hacer espuma.

Entre muebles y pasillos me guías hasta tu espacio. No te tengo confianza y por eso no sé cómo moverme por tus predios. Me invitas a abandonar mi cortesía de cartón y a sentarme tranquilo en tu cama. Me pides las predecibles disculpas por el desorden. Tratas con tus gestos de hacerme saber que con esta ceremonia simple estoy comenzando a ser alguien importante en tu vida, y que por lo tanto quieres mostrarme la clase de sitio en donde vives, y hacerme partícipe de aquellas cosas y recuerdos que significan más para ti.

Después te pones a mostrarme el espacio que habitas. Tienes una foca de peluche y una selección de cosas a las que amas, algo desajustadas en alguien de tus años. Tienes una decena de libros cuyo desgaste comprueba que eres una lectora. Tienes un candelario de la aurora boreal. Tienes un ajuar lleno de zapatos con distintos espíritus, y un armario bien cerrado en el que debe haber secretos escondidos. En el rincón, al lado de la foca, sobre un calendario de la aurora boreal para 2009 veo cuatro álbumes y unos cinco anuarios escolares.

Entonces, en forma de pregunta, me anticipas a la tortura por venir.

-¿Quieres que te muestre mis fotos? -.

Yo preferiría haberte dicho que no. Pero, al igual que con la cerveza no me atreví. Ahora estoy aquí, sentado sobre tu cama, recibiendo entregas periódicas de la historia gráfica de tu vida, tomo a tomo.

Esta te la tomaron durante un viaje a Cartagena. Tenías tres años. Fue la primera vez que viste el mar. Esta es mucho más reciente. Es tu grupo de amigas más queridas del colegio. La del centro es Isabela. Es con la que más sigues viéndote. Trabaja como creativa en una productora. Le gusta el tequila, pero ya no tanto. En desorden sigues exhibiéndome tu historia. Esa es tu mamá cuando se cortó el pelo. Y esos son tus padres cuando cumplieron 20 años de matrimonio. Esa fue una miniteca a la que fuiste antes de los 13. ¿Cómo es que les dicen? ¿Bodas de plata? ¿De oro? Este es el «Bobo» Barrera. Tenía un Land Rover. Lo frecuentaste por una temporada en 1999.

Ahora me convidas a oficiar las artes adivinatorias y que te diga quiénes de los que aparecen en la imagen siguiente son tus hermanos. Yo, para tratar de acelerar la inminente llegada del dolor, escojo sin pensar a algún fulano.

«Te voy a sacar las de mi grado». Tengo pánico. Me aturde el temor, ese sí inocultable, a ver proyectado cuadro a cuadro el peso de tu pasado y los rostros fantasmales de aquellos a quienes tu yo de antes debió amar. Me duele saberme ajeno a esas imágenes y verme inmiscuido como espectador en una historia de la que nada sé y a la que he llegado tarde. Me incomoda el imaginar a todos aquellos seres retratados haciendo parte de una vida que una vez viviste y que, aun cuando quisieras, no podrás dejar del todo, porque es tu propia biografía, debidamente organizada y rotulada en esa colección de fotogramas que ahora preferiría no estar viendo, pero que con cada imagen parece gustarte más.

«Esa fue una piñata que hicimos en 1984. A cada niño le dieron un pececito de sorpresa, y que el mío se me murió a la semana».»Por lo menos no fue un pollito tinturado de verde. «Este fue un viaje a la Sierra Nevada que hice con Miguel, mi novio de esa época. Como él no estaba acostumbrado a subir tuvo un problema de ligamentos».

La visita guiada por los intersticios de tu existencia prosigue su curso nostálgico y a mí me cuesta inventarme excusas creíbles para la fuga. Hay cuentos que no quiero conocer. Hay momentos que prefiero borrados. Sé que tú, como todos los otros, conservan su propio fondo archivístico con el fin de congelar cadáveres. Con el fin de oxigenar las momias. Y de ello se lucran las empresas dedicadas a la hoy agonizante industria del revelado y procesamiento de negativos.

Me invade un doloroso egoísmo por saberme ajeno a esas anécdotas tuyas a las que en definitiva jamás podré pertenecer. Me crece del alma una envidia pavorosa por no parecerme al «Bobo» Barrera o por no haber ido a la piñata aquella. Si sigo aquí tendré que presenciar el desfile arrogante de tus cartas; de tus colecciones; de tus muchas y muy complicadas historias; de aquella esquelita que almacenas como recordatorio de eso que no quisiera conocer; de lo que ha sido de tus días durante todo este tiempo sin mí.

Me levanto de un salto. Me miras extrañada. Me dices que no es momento de irme porque aún me espera lo mejor. -Todavía no te he mostrado el anuario de 1994, ni el estudio que me hicieron para mis 15-.

-Me encantaría. Pero es que se hace tarde y no quiero molestar a los de tu casa-.

La verdad es que las fotos me hacen daño. La verdad -la única buena verdad- es que me duele no haber sido uno de los invitados a las fechas anteriores de tu vida, y a la vez me atemoriza que un día yo mismo me convierta en nada más que una figura decolorada cuya silueta se dibuje incierta sobre una de las fotos pegadas en ese álbum, al que me niego y me negaré a seguir viendo.

Andrés Ospina
andres@elblogotazo.com
www.elblogotazo.com

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