Homenaje al rey no coronado de las aves bogotanas.
«Bogotano sin mancha, bogotano travieso,
deja al águila brava sucumbir con su peso,
y tú llena el escudo… Copetón! Copetón!…»
Nicolás Bayona Posada
Copetón bogotano, 1938.
Poco tiempo sigue haciendo desde que volví de Machu Picchu, lugar al que llegué impulsado por un arrebato místico conyugal de fin de año, y del que me marché amando a la generalidad del pueblo peruano. Del asunto algo hablé unos días atrás, y -lo prometo otra vez- habré de seguir haciéndolo unos más adelante. La grandeza del lugar así lo exige.
Estoy esperando a que la sorpresa se vaya de mí. Y a que el agua, aún revuelta por el impacto severo producido en el estanque contaminado de mi mente, deje de lucir enturbiada por las ondas resplandecientes que aparecieron, irradiadas por mi imaginación excitada al contacto con semejante lugar.
Estoy rogando al Séptimo Inca para que mis anfitriones voluntarios en suelo peruano sepan entender que mi silencio no es ingratitud, y que algún día voy a pagarles con una moneda hospitalaria y amable de idéntica denominación.
Mientras todo esto sucede quiero traer a cuento un hecho que en mi listado va punteando en el consolidado de sorpresas de viaje por recordar.
Alguna vez oí a algún bogotano legítimo (de esos que sólo pueden compararse con Tomás Vargas Rueda, con Rufino José Cuervo, o con Alfredo Iriarte) decir que el signo más puro de bogotaneidad era el considerar, contra toda evidencia, que el mundo terminaba y comenzaba en su ciudad. Ruego se me perdone si en este momento mi memoria no me alcanza como para recordar la fuente, pero además de las esperanzas y del pelo abundante hay otro par de cosas que se van perdiendo con los 30.
Mi centralista mentalidad de bogotano que sólo ha salido de la ciudad para ver qué es aquello del resto del mundo que no se parece a lo que aquí nos circunda, me llevó alguna vez a pensar que uno de nuestros patrimonios exclusivos era el pájaro copetón sabanero.
Hablo de esa ave, conocida entre los ornitólogos bajo la denominación genérica de zonotrichia capensis, llamada por nosotros «copetón», y por otros más «pinche». De esa diminuta ave que descansa sobre los hilos eléctricos de nuestra ciudad. Que va por ahí, adornando el paisaje santafereño, con su figura marrón y gris poco notoria, y aún así identificable. Del pajarito ante cuyo aspecto monótono y simplón solemos quejarnos. De ese ser alado, humilde y leal, aferrado extrañamente a esta urbe gris, polucionada y un poco antipática desde donde otras especies semejantes han huido hace mucho para no morirse del todo.
Hace un mes, mientras descubría la centenaria sede principal de los Incas, vi un copetón peruano moviéndose por entre las grutas, terrazas y ventanas en piedra de la avasallante ciudadela. Era un solo pájaro, idéntico a los que habitan mi ciudad, extraño a mis ojos en medio del silenciador paisaje Inca. La escena sobrecogió mis ideas, soterradas y llena de narcisismos localistas.
Si hay algo a lo que yo haya creído bogotano a lo largo de mi existencia terrena, ése algo han sido los muchos copetones que comparten conmigo el orgullo dudoso de vivir en Bogotá.
Los copetones -esa especie de pequeños gorriones despojados de mucha gracia- son a mi ciudad lo que las torcazas a Cali, o lo que los talingos a Panamá. O lo que a su manera significa la rana coqui, inmortalizada por Menudo en su afamado sencillo de los 80, cuya leyenda rezaba que al abandonar suelo puertorriqueño el pobre anfibio desconsolado y desaclimatado fallecía en minutos. Me han dicho que hay copetones en Manizales. Pero, para mi desgracia, nunca me he quedado ahí, cosa que también tengo que hacer.
En principio me invadió una decepción triste por descubrir ajeno aquello a lo que siempre consideré propio. Por pensar que aquel pájaro fiel no era tan exclusivamente nuestro como supuse. ¡Pero así fue! Ahí estaba algún pariente cercano y no reconocido de nuestros copetones bogotanos, sobrevolando Machu Picchu a saltos y sin preocuparse por cartas de nacionalidades o irrelevancias de ese tipo, el espacio aéreo peruano colombo-incaico en una nebulosa mañana de enero. Supongo que a los copetones de tiempos prehispánicos nada les importaba si eran bolivianos, venezolanos, ecuatorianos, panameños o argentinos.
Puesto que suelo llevar los pensamientos hasta ciertos extremos obsesivos, entendí el encuentro como una revelación y como una invitación a comenzar a ver al bueno del Copetón, no como un símbolo de la sabana bogotana, sino de los Andes enteros. Cursi y un tanto bolivariano pensé en su presencia como una parábola de la integración andina. También pensé en el excesivo protagonismo otorgado al cóndor dentro de nuestra iconografía ornitológica.
Pensé en el Copetón como una de aquellas mágicas criaturas que sigue ahí para recordarnos que al fin de cuentas, los países son una mentira, y que nuestros pueblos, dueños de una historia, depositarios de algunas frustraciones, algunos anhelos, y algunas historias comunes deberían tal vez convertirse en uno solo, lleno de cóndores, mariamulatas, torcazas, talingos, de infinidad de copetones, y de otros miles de pájaros que contrario a nosotros, no son fanáticos de banderas nacionales ni se acomplejan por ser feos o pobres. ¡Gracias, señor don Copetón!
Andrés Ospina
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