El hombre puercoespín saltó sin ánimo de su cama para levantarse de un solo impulso, empleando sus escasas fuerzas restantes en bajar caminando desde el piso 11 hasta la estación de gasolina de enfrente, en donde había un cajero automático.

Convencido de que así iba a ser, el hombre puercoespín digitó su clave tan sólo para comprobar que el saldo de su cuenta en efecto estaba por debajo del monto mínimo permitido para retiros. Transacción rechazada por fondos insuficientes. Su cuenta no presenta saldo en canje.

El hombre puercoespín hizo lo que pudo por esconder el sentimiento de compasión por sí mismo que le invadió, y la vergüenza que del mundo le daba no disponer de una cantidad respetable de dinero en el banco. Al caminar la calle del deshonor, de vuelta hasta el edificio en donde vivía, pudo sentir sobre su alma agonizante la incomodidad de quienes trasiegan la calle del deshonor, siendo vistos con desdén. El estado terminal de bancarrota se inicia cuando comenzamos a temer porque se nos note.

Al hombre puercoespín le pareció entonces que a todos sus vecinos sabían tan bien como él de sus desdichas, y que su desgracia había comenzado a convertirse en un bien público, y en la munición perfecta para las habladurías de quienes le vieran. Entonces decidió que iba a matarse. No había más que uno o dos hechos imposibles que le harían desistir, y de ellos tendría que enterarse durante el trayecto entre la acera opuesta a su domicilio y la puerta del mismo. ¿Es que acaso los milagros existen?

Harto, y a la vez satisfecho por saber definitiva la determinación tomada -cuya ejecución habría de iniciarse en cosa de minutos- el hombre puercoespín esperó a que el vigilante de su residencia accionara el comando eléctrico para abrirle la puerta de vidrio y continuó con el que esperaba fuera su último viaje al ascensor. La puerta se abrió rápida y automática, como si la muerte y ella estuvieran de acuerdo en hacerle al hombre puercoespín las cosas fáciles.

Estaba por entrar cuando, contrario a cualquiera de sus pronósticos, el vigilante le gritó.

-En los cinco minutos en que estuvo afuera vinieron a buscarlo de una revista.

Por algo menos de un segundo el hombre puercoespín comenzó a creer que había algo llamado Dios. Y que ese esquivo empleo habría de llegar a salvarlo.

-¿Para qué? ¿Para un trabajo?

-No. Para venderle una suscripción.

Rectificado el mensaje y despachada la ensoñación, el hombre puercoespín retomó el objetivo original y siguió subió hasta el nivel en el que vivía. El viaje le pareció más largo que siempre, aunque lo alentaba la certeza de que ésta habría de ser la última entre las últimas de las oportunidades en que tendría que soportar la espera inútil.

El hombre puercoespín entró. Observó sus cosas como el que está despidiéndose de quienes sabe que sin él dejarán de ser importantes. Se lamentó de tener qué irse del mundo sin glamur ni lucro, y se fue hasta su cama para replegarse, contrayendo sus piernas contra su pecho, para que así sus propias espinas penetraran los órganos vitales hasta que el total de su volumen sanguíneo se fuera desperdigando por el suelo de lo que una vez fue su casa. Si el escorpión podía hacer algo parecido no había nada que impidiera al hombre puercoespín lograrlo, con óptimos resultados.

Aunque el hombre puercoespín era hombre y era puercoespín no pudo llorar. Porque los puercoespines, aunque tengan algo de hombres, nunca sabrán llorar. Tan sólo se lamentó una docena de veces de aquel circunloquio frustrante de ser puercoespín y hombre a la vez. Se desmayó.

Al día siguiente el hombre puercoespín despertó vivo, frustrado y desangrado a medias, tan sólo para comprobar que el filo de su propio cuerpo no había sido suficiente como para aniquilarlo. Después de todo sus espinas no eran tan capaces de hacer tanto daño como él y todos pensaban.

Andrés Ospina

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