Iba subiendo hacia una montaña por la que nadie va, unos kilómetros cerca de Guasca, protegido por una chaqueta militar raída, húmeda de rocío sabanero, con una marquilla cosida en letras amarillas y fondo negro y mi apellido materno bordado; 12 ó 13 mil pesos en billetes de 1.000 y de 2.000 y de 10.000; y una cámara de fotos en el bolsillo derecho.
Saludaba con mi gesto tímido a los campesinos cabizbajos que a cada minuto me detenían para preguntarme incrédulos si acaso iba a ser capaz de seguir hasta la cúspide. Tal vez me veía muy subido o muy bajo de peso, o muy bogotano como para lograrlo.
Caminaba en esa dirección incierta resignado a ver el barro y el musgo adherirse a la tela de mi pantalón, arrebatándoles el color a los zapatos blancos, y marchando sin prisa y tranquilo entre frailejones y pajaritos y cucarrones sabaneros (tal vez habría sido mejor decir ‘escarabajos’, que suena mejor) de color negro y naranja. Ascendía lento.
Las piernas me dolían. Me iba consolando con la idea de un paisaje majestuoso y con la expectativa de las imágenes que habría de registrar con la cámara de aficionado para exhibirlas aquí, a medida que subía por el camino hasta las piedras que están arriba, llevándome puñados de granola a la boca y matando la sed con sorbos embotellados del agua que había recogido del riachuelo.
Llegué bien alto. Me senté sobre una roca en medio de otras más, cada una con el nombre de alguna municipalidad de Cundinamarca, a ver y fotografiar las tres lagunas y a masticar bocados largos de pan integral en bolsa marca La Abejita. A retratar el paisaje circundante y a hablarles a los árboles, y a los bichos, y a los matorrales sin tener que parecer inteligente o sin esperar a que me contestaran. Es la ventaja de emprender soliloquios frente a especies vegetales, animales y minerales, que como lo hacen los más sabios no acostumbran opinar nada sobre nada.
Allá sólo llegan con facilidad los gallinazos con su vuelo espléndido y los exploradores solitarios. Sólo van los atletas de una vez al mes tratando de exonerar con su visita las culpas alimentarias y nicotínicas y alcohólicas de una vida de malos hábitos.
Ahí estuve durante más de una hora hasta decidirme a bajar. Caía una brisa tímida que no obstante me congelaba. Ya había hecho lo que había ido a hacer.
Caminé de vuelta durante una hora más hasta notar que la chaqueta militar raída, junto con la cámara de fotos digital metida en su funda azul, así como los 10 ó 13 mil pesos, se me habían olvidado mientras descansaba, en el punto más distante del lugar.
Volví en su búsqueda hasta la zona, en donde está el agua potable. Pero no había nada. Los recuerdos convertidos en fotografías se me perdieron en alguna parte de la montaña, y algún día, estoy seguro, van a llegar a manos de alguien que los habrá de borrar para almacenar unos nuevos. Los suyos propios.O habrán de diluirse en un corto circuito, entre la humedad y el olvido.
Escribo esto porque sé que después de todo, las presentes letras van a ser lo único que me quedará de esa tarde en medio del Parque Chingaza, a donde al parecer y sin saberlo me metí sin el necesario consentimiento de autoridades o guardabosques.
Retorné: sin cámara, sin fondos, sin piernas, y sin autorización. Pero no siento culpa.
Por ahí deben estar mis recuerdos convertidos en fotos digitales a cuyo contacto con la lluvia habrán de desaparecer. Por ahí se quedaron 12 ó 13 mil pesos, perdidos en una zona en donde el dinero sirve de poco. Por ahí debieron andar los muiscas sin pedir permiso. Y yo debo tener algo de Muisca. Esa mañana perdí mi cámara. Esa mañana fui un poco muisca. Esa mañana fui un poco culpable, por omisión y descuido, en el Parque Chingaza.