El vuelo Panam 101 trazaba su línea imaginaria sobre el Atlántico en la ruta Londres-Nueva York. La nación entera, o al menos la mayoría de adolescentes que la habitaban, se había despertado más pronto de lo usual para estar al tanto de los pormenores de su arribo, por si cualquier cosa. No fuera a ser que el mar envidioso se los tragara.

La estación de radio WMCA lanzó el primer anuncio.

«Son las 6.30 de la mañana, hora Beatle. Hace 30 minutos que salieron de Londres. Ahora vienen por el Atlántico en dirección hacia Nueva York. La temperatura es de 32 grados Beatles». El piloto, a quien en suerte le correspondió llevar entre los pasajeros de primera clase que conformaban su tripulación a los cuatro músicos más famosos del momento, se comunicaba vía radioteléfono con la gente en la torre de control. Éstos a su vez enviaban los reportes del caso al planeta entero. No había más de qué hablar en el país.

Ninguno de los cuatro estaba del todo tranquilo. Poco sabían estos jóvenes ingleses inseguros, aún deslumbrados por su propio y reciente éxito, acerca de los alcances del fenómeno que en su ausencia se había iniciado. Más aún, les habían llegado rumores de que la prensa los había calificado de feos y de poco talentosos. Ser poco talentoso en el mundo del espectáculo de entonces tenía perdón… ¿Pero feo además?

Las posibilidades de fracasar no eran pocas, y por ello algo de temor racional no venía tan mal. En París la acogida había sida discreta. George no se sentía bien y había tenido que ceder a la costumbre francesa de entonces, de administrase los medicamentos en forma de supositorio. A juzgar por el pasado reciente el futuro inmediato no prometía ser mejor.

Con ellos como parte del séquito y del contingente invasor venían los onmipresentes Neil y Mal (quienes anduvieron apresurados durante todo el vuelo falsificando autógrafos para abastecer a las manadas de fanáticos que de seguro habría de estar esperando por su llegada en la terminal aérea) y Brian y Dezo, y Phil Spector y Maureen Cleave (la periodista).

Y George, por supuesto George, quien además de estar incómodo porque su peinado no lucía tan perfecto como debiera, comenzaba a soportar los síntomas de un preocupante y severo cuadro gripal. Rezagada en alguna silla, Cynthia maquinaba la forma de esconderse del mundo, para que nadie supiera que John Lennon estaba casado, y aún más grave, que ella era su esposa.

Había otro George Harrison, un periodista cuyo nombre era igual al del famoso, a quien su homónimo le preguntó qué podían ellos tener de especial como para que un país como Estados Unidos, que lo tenía todo, se fijara en los Beatles. Para comprobarlo, le hizo un recuento extenso de los muchos artistas norteamericanos a los que desde su adolescencia admiraba y de la mala fortuna con la que habían corrido los ingleses en América.

Al acecho, dentro del avión venía un grupo de empresarios esperando a interceptar a Brian en uno de sus trayectos hacia el baño, para convencerlo de emprender algún negocio en sociedad. Otros le enviaron notas a su silla de primera clase invitándolo a sentarse con ellos. Pero ninguno consiguió ser atendido.

Cualquiera que hubiera augurado semejante clima de ansiedad para ver a los Beatles hace algunos meses habría sido tildado de demente. Poco tiempo atrás Capitol, filial norteamericana de la EMI, su disquera en el Reino Unido, había prestado poca atención a ‘Please, please, me», «From me to you» y «She’ loves you», sus primeros sencillos, que al final y por descarte fueron vendidos a otros sellos insignificantes.

Por casualidad un DJ de Washington comenzó a tocar copias importadas de ‘I want to hold your hand’ a través de la WWDC, emisora a su cargo. Contrario a los pronósticos aquella tonada en la que nadie se había fijado antes se convirtió en un impacto sin atenuantes, y ya para febrero de 1964 las ventas de lo que había comenzado como una rareza alcanzaban el millón y medio de unidades.

Estados Unidos llevaba seis meses llorando y estaba buscando excusas para reírse. En los recuerdos aún frescos de aquella nación entristecida y aporreada se repetían las imágenes de un Presidente joven cayendo muerto en brazos de su esposa por manos desconocidas. Al aeropuerto de Nueva York acababan de bautizarlo Kennedy, en su nombre. Lo mismo habían hecho en Bogotá con lo que antes iba a llamarse Ciudad Techo, y en tal vez otra decena de sitios y monumentos que a su memoria deben haber sido erigidos. Incluso en El Tiempo y El Espectador hubo algunos pequeños espacios para contar a Colombia lo que estaba ocurriendo en la capital del mundo.

Elvis ya no era el mismo. Las incursiones en suelo británico de músicos estadounidenses como Jerry Lee Lewis habían terminado mal, con el talentoso pianista acusado de incestuoso y pederasta, y con él y todo su equipo tratando de huir de ese pueblo hostil. Chuck Berry estuvo preso. Unos cuatro años atrás, y por esas mismas fechas, la música había muerto, cuando Ritchie Valens, The Big Bopper y quien tal vez habría podido destronar a Elvis de su solio, el incomparable Buddy Holly, fallecieron en un accidente aéreo por el que aún algunos lloran. Era preciso, entonces, responder al llamado de la historia y convertirse en leyendas.

Con ese propósito los Beatles descendieron nerviosos del la aeronave a hacer historia. El frenetismo venía desde todas las direcciones. Costaba creer que la única razón para semejante escándalo, para semejantes lágrimas, para semejantes aullidos y para semejante hacinamiento, fueran ellos. Se hizo necesario instaurar operativos de seguridad hasta entonces inusuales. Habían regalado una camiseta a cada uno de los que voluntariamente estuviera dispuesto a ir a recibir a sus ídolos. Fueron escenas que en adelante habrían de ver con demasiada frecuencia.

Una jauría de reporteros, no muy conformes con este advenimiento sospechoso, se apostó frente a ellos durante la rueda de prensa con el objeto de. Les lanzaron preguntas incómodas, como era su obligación.

-¿Qué piensan de los comentarios acerca de que no son más que una pandilla de Elvis Presleys británicos?
-No es cierto, no es cierto- respondió Ringo mientras imitaba las contorsiones del rey del rock and roll.

-¿Se van a hacer un corte de pelo?
-Yo me hice uno ayer, -contestó George.

-Háblanos sobre sus cortes de pelo.
-Estábamos saliendo de una piscina en Liverpool y nos gustó cómo se veían, -dijo George una vez más.

-¿Por qué su música gusta tanto?
-No lo sabemos. De ser así formaríamos otros grupos y seríamos managers, espetó John.

-¿Qué opinan de la campaña adelantada en Detroit para acabar con ustedes?
-Nosotros tenemos nuestra propia campaña para acabar con Detroit, sentenció Paul.

Los Beatles dieron respuesta a cada interrogante, uno a uno, parapetados en el infalible recurso de mofarse de sí mismos y de no tomarse su propia imagen demasiado en serio.

Con ello las cuentas quedaron saldadas y las dudas disipadas. Los cuatro Beatles, de la mano de Brian Epstein, penetraron sin problemas en el corazón de media Norteamérica, y el camino quedó abierto para dar un viraje definitivo a la historia.

Como no era prudente ni necesario decir nada más, la caravana partió hacia el Hotel Plaza, en donde George sucumbió a la gripa. Se fue a su habitación y empezó su convalecencia acelerada, al cuidado de su hermana Louise, con las plegarias de toda Norteamérica a su favor, quien seguía los cambios en su estado de salud a través de las transmisiones en directo a cargo de Murray The K, hábil locutor neoyorquino y envidia de muchas adolescentes, cuando aprovechando el antiguo amorío de George con una integrante de las Ronettes se coló en su habitación. Muy a pesar de Brian y de Billy Preston, se autodeclaró el quinto Beatle. Y algunos todavía lo creen.

El día del ensayo previo Neil Aspinall reemplazó a George, por cuya recuperación estaba rogando todo el país. Ed Sullivan había dicho que de seguir enfermo, él mismo se encargaría de tomar su guitarra y de ponerse una peluca Beatle para que todo siguiera su marcha.

La sobredosis de medicamentos, la ingesta de anfetaminas, y las muchas inyecciones administradas en el juvenil cuerpo de Harrison surtieron su efecto enmascarador y fue así como aún enfermo consiguió llegar hasta el teatro.

El escenario había sido decorado con flechas gigantes apuntando hacia el cuarteto, justo en el centro, tal vez en una alegoría que indicaba que los Beatles estaban en realidad estaban ahí… por fin, en ese lugar; a la vista y al alcance televisivo de todos. Un centenar de jóvenes escandalizados gritaba sin consuelo ante la presencia de estos cuatro liverpoolianos, elevados por su magia, suerte y talento a la categoría de semidioses.

Fue suficiente con que el señor Sullivan anunciara las tres primeras sílabas que componían el nombre de la banda más grande de siempre para acallar las voces escépticas. 73 millones de televidentes se quedaron quietos por unos minutos. El reloj quiso quedarse quieto.

Una vez más todo comenzó. Ese acontecimiento, que en dicho instante les pareció la culminación de todo cuanto soñaran no era más que el prólogo a una vida aún más esplendorosa. Sin embargo, ingenuos, los cuatro supusieron que lo mejor había venido ya cuando recibieron un telegrama hipócrita de Elvis y el Coronel Tom Parker diciéndoles: «Felicitaciones por su aparición en el Show de Ed Sullivan. Esperamos que su actuación sea exitosa y su visita agradable».

El acto comenzó con ‘All my loving’ y siguió hasta el final, tan solo interrumpido por algún aviso de tabletas Anacin para el dolor de cabeza y por las presentaciones otros invitados, de los que nadie del común se acuerda. Fue la primera vez en que algunos obsesos, como yo, comenzaron a calcular su biorritmo a partir de los movimientos de los de los cuatro de Liverpool. Fue la primera vez que cuatro rockeros hicieron silenciar la tierra. Fue la primera de muchas otras veces en que los Beatles gobernaron por sobre todo el universo. Y fue hace 44 años.

Desde entonces el mundo no ha dejado de aplaudir

Andrés Ospina

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