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El parque hace ruido. Hace ruido de gansos, y de risas, y de atracciones mecánicas simples, y de aguas deslizándose por los ductos estrechos de sus fuentes. Hace ruido de esperanzas familiares. Hace ruido de pequeños debutantes quejándose atemorizados ante la perspectiva de saltar por primera vez desde un rodadero. Y hace ruido ahogado de padres aún más asustados que sus pequeños, esperándolos con los brazos listos y las manos dispuestas a curar sus heridas de juego, desde abajo.

Hace ruido de leña aprisionada quemándose desde el buitró de la casa campestre que hay a uno de sus costados. Hace ruido de vino rosado cayéndose dentro de las copas, que luego habrán de chocar unas con otras, aun cuando eso esté prohibido por las leyes del espacio público. Pero es un ruido alegre, y la alegría no merece en ningún caso ser prohibida.

Hace ruido de automóviles que llegan y que se van, y que se estacionan. Hace ruido de bisabuelos, de abuelos, de nietos y de bisnietos. Hace ruido de almuerzos campestres y de perros que asesan y ladran detrás de una rama de árbol. Hace ruido de un pequeño dispositivo en forma de plato que vuela. Hace ruido de pájaros que cantan su propio repertorio de onomatopeyas aprendidas de memoria. Hace ruido de recuerdos y de olvidos. Hace ruido de pasamanos. Y de una casita roja de duendes y de Davivienda en la que una vez jugué y que ya no está. Hace ruido de viento y fantasmas alojados para siempre en esa edificación que una vez fue casa y que hoy es museo.

Un día este lugar, este parque en donde ahora estamos, fue silencioso. Cuando era propiedad de una heredera millonaria; que otro día fue niña; que luego fue anciana; que a su tiempo se marchó, y que antes de irse decidió legar su hacienda y su solar a la sociedad de mejoras y ornato, para beneficio de la ciudad entera. Ella se llamaba Mercedes Sierra y se mantuvo soltera y millonaria hasta el final. Y eso por eso que el lugar lleva por nombre El Chicó. Y es por eso que el emblema de aquel club de fútbol que ya no juega en la ciudad sigue mostrando las torrecillas de las que hablo, en su escudo.

Y yo sigo en aquel parque. En este parque. Doña Elisa llega aquí cuando la tarde está comenzando. Atraviesa la entrada tan rápido como sus piernas deshechas se lo permiten, escoltada a lado y lado por sus dos hijos. Es un portón metálico abierto sólo a ciertas horas y enmarcado en una especie de fortaleza medieval en piedra, protegida por dos torrecillas de juguete, adornada con imitaciones de escudos antiguos. Alrededor hay muchos edificios que aunque altos siguen siendo menos impresionantes que los árboles.

Es la primera vez que Doña Elisa está ahí. Jamás en sus 89 años le había sido dado disfrutar de este paisaje sabanero, metido en la ciudad, como una buena broma a la civilización, y aún superviviente en medio del cóctel de monóxido y de vahos tóxicos despachados por los escapes de los motores y los buses de servicio público que a cada segundo atraviesan la Carrera Séptima . En medio de algarabías infantiles, de esperanzas familiares, de fuentes, y de agua, y de cerezos, y de ficus, y de eucaliptos, y de bancas en madera y en cemento, doña Elisa -la abuelita doña Elisa- está cumpliendo con su última voluntad -caprichosa, como todas las últimas voluntades deberían ser- de columpiarse en sus predios por primera vez. Empujada por los brazos aún vigorosos de su hija y de su hijo adultos.

Y el parque sigue haciendo ruido. Sigue haciendo ruido de algarabías infantiles y de padres e hijos sobresaltados. Hace ruido de sueños callados y de esperanzas imposibles, y de pájaros, y de ejes oxidados de balancines y ruedas. Y la memoria, también dispersa y compleja de doña Elisa también comienza a hacerle ruido. Le hace ruido de recuerdos. Le hace ruido de angustias porque el tiempo se va acabando.

Le cuenta que de niña ella no pudo venir. Aunque vivía en Chapinero esto ya quedaba muy lejos, y no estaba abierto a todos como ahora. A doña Elisa, antes de ser doña Elisa, antes de imaginar si quiera que algún día alguien como ella podría convertirse en la anciana que hoy es, solían llevarla al Lago Gaitán. Ahí doña Elisa vio a sus hermanos mayores aprender a remar. Ahí voló por el sector en la avioneta de un señor, cuyo nombre ya no recuerda. Y se subió en la rueda de Chicago. Ahí comió manzanas acarameladas y maní endulzado. Eso fue hace tanto tiempo.

También fue al Parque de la Independencia. Estuvo en todas sus construcciones. El Quiosco de la luz, el Pabellón de las Máquinas, el de las Artes, el Chino, y otros de los que tampoco se acuerda bien. Ahí vio crecer las palmas de cera. Cuando hacía sol, cuando ella era una niña tan o más vital que las que ahora están ahí en este otro parque, compartiendo con ella la diversión barata de perderse por unos minutos, ella iba ahí en compañía de los suyos. -Todos los parques del mundo deberían parecerse por el simple hecho de ser parques-, piensa, mientras sacude sus ideas trepadas en el columpio.

Quisiera decirlo, pero no sabría cómo. Tampoco tiene voluntad o interlocutores como para intentarlo. A veces le pesa que los días sean tan cortos. Y a veces le duele lo largos que se le hacen. A veces le da tristeza ver la vida tan apretada yéndosele convertida en no más que memorias.

Hoy doña Elisa vino a conocer ese parque al que antes sólo pudo divisar desde la ventana de algún vehículo, cuando se movía por la Carretera Central del Norte, que hoy es Avenida Séptima, y que mañana, literal, matemática e inexorablemente mañana, cuando ella no esté, será cualquier otra cosa.

Hoy doña Elisa está columpiando su cuerpo de anciana, por primera y última vez. Esta recordando a esa niña que fue, y que de alguna manera aún debe seguir siendo. Hoy doña Elisa está sonriendo al sentir al viento sacudir sus memorias marchitas. Ahora sus hijos siguen impulsándola, con cuidado de no hacerle daño a su estructura de porcelana, vencida por todos lados.

Hoy doña Elisa, sin saberlo, aunque intuyéndolo, está despidiéndose de esta ciudad, de esos árboles, de esos hijos, de esos nietos, de esos bisnietos, y de esas cosas que un día fueron suyas, cuando ella miraba al lago oscuro preguntándose si tenía fondo. Cuando sus esperanzas superaban sus recuerdos. Cuando futuro era una palabra cuyo significado no podía ni estaba interesada en comprender.

Comienza a llover. El par de hijos sabe que a los pulmones de su madre, ya soplando a medio vapor no les conviene seguir ahí. La tormenta dispersa las sonrisas y ahora el ruido del parque ha sido aplacado por el de las gotas, quebrantándose a litros por sobre los árboles, por sobre los techos de la casa de la difunta Mercedes, desde cuya chimenea brota un humo discreto y desafiante.

Las puertas del vehículo se cierran. Doña Elisa mira hacia el mundo tras el vidrio opaco del automóvil conducido por sus descendientes, llena de cierta paz indecible. Y se va… para morir minutos después. Para oír dormida a su corazón quedándose sin cuerda, luego de unas horas de haber sido niña otra vez… y por última vez.

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