Del sinnúmero de especies arbóreas nacidas, crecidas y muertas en suelo bogotano.
A veces, cuando estoy seriamente escondido detrás de mi ventana de octavo piso. Cuando con pobres resultados trato de contemplar lo poco que de cerros orientales alcanza a verse desde aquí, mi refugio misántropo, me pregunto en solemne tono de ensoñación cómo pudo ser este lugar hace tres milenios.
¿Qué clase de paisaje fue aquel al que ningún ojo humano alcanzó a contemplar y que una vez debió haber estado aquí? ¿Qué tan verde o qué tan poco verde era el verde de aquel invisible entonces? ¿Cómo era mi ciudad antes de ser mi ciudad? ¿Qué estímulos olfativos debían brotar desde su superficie? ¿A qué podía sonar aquel silencio de una tierra sin palabras, llena de especies animales ahora extintas? ¿Qué tipo de vegetación crecía sin problemas por lo que hoy son estrechas vías principales y rectangulares conjuntos de vivienda multifamilar?
Pienso en silencios. Pienso en aromas. Pienso en temperaturas. Pienso en árboles. Y aún mi mente de bogotano colonizado se rehúsa a suponer que los pinos, eucaliptos y brevos, aquellos amigos a los que durante años creí tan bogotanos como Bernabé Bernal, Clímaco Urrutia o el Doctor Pardito, no son del todo nuestros. Lo estuve comentando hace poco en alguna conversación de comedor con una pareja de amigos. Y así, algo que hasta entonces me había parecido despojado de relevancia se sumó a mi lista extensa de obsesiones sin resolver.
Hay datos a los que a veces consulto sin fe. Los científicos, geólogos, biólogos, arqueólogos, evolucionistas y demás científicos serios, sabrán perdonar mi ignorante y descarado atrevimiento. Pero, por alguna escéptica razón que no consigo entender del todo, aún me cuesta creer que la magia no existe. Que nada puede escapar al indiscutible entendimiento de la ciencia, y que por tanto la prueba del carbono 14 o los postulados darwinianos, son, como suele enseñarse, postulados y técnicas tan inamovibles como infalibles.
Cuentan las historias que durante el pleistoceno, penúltima etapa de la era cuaternaria, el área correspondiente a la sabana de Bogotá debió contener dentro de sí un lago cuya extensión se prolongaba hasta las estribaciones de los cerros, extendiéndose hacia el centro a medida que la profundidad acuosa se iba incrementando. Pero aquel lago, como muchas de las cosas que una vez fueron nuestras, un día hubo de irse.
De acuerdo con investigaciones documentadas en la «Guía de árboles de Santa Fe de Bogotá» las primeras variedades arbóreas que habitaron nuestra sabana eran el tuno esmeralda, el granizo, el tíbar y la pagoda. Eso fue hace la impensable cifra de 70 millones de años atrás, cuando no había cordilleras, ni policías cívicos, ni falsas intenciones de dotar a la ciudad de un sistema decente de transporte metropolitano.
Según el concepto del profesor Thomas van der Hammen, experto geólogo, el paisaje bogotano de hace 40 millones de años estuvo poblado por los llamados pinos colombianos.
Pero alguna vez, hace cinco millones de años, al suelo firme y regular de la planicie, comenzaron a salirle cerros, dotando a la zona de la vistosa contextura que aún sobresale a la distancia y que, aunque a veces edificios como el mío pretendan ocultarlo, sigue siendo una de las grandes virtudes de nuestra capital ciudad.
Con semejante elevación muchos de los árboles que entonces habitaban en lo que más tarde habría de llamarse Bogotá, pudieron sobrevivir bajo las nuevas condiciones de frío. No obstante nos quedaron el arrayán, el chusque y los cauchos sabaneros y Tequendama.
Aquella aparente naturaleza sedentaria de las especies vegetales no lo es tanto, si las miramos en conjunto. Con las corrientes de agua, y las aves, y los vientos ellas también vienen y van de viaje. El encenillo nos vino del sur, de Norteamérica el laurel de cera y el té. Ya más adelante, hace casi un millón de años, nos llegó el Roble.
Para el siglo XV, ya cuando había en la ciudad hombres para recordar, contar y distorsionar la historia, había en el lugar un paisaje nativo debidamente decorado por nogales, cedros, alcaparros, chicalás, helechos palma, arrayanes, pinos romerones, sangregaos y alcaparros.
Eso ocurrió antes de que en 1540 Carlos V ordenará sembrar sauces por todo el territorio americano, y de que, cosa terrible, Juan de Castellanos decretara la destrucción de las especies nativas por considerarlas ‘criadero de pestilencias’. Los nativos siguieron, sin mucho éxito, defendiéndolas a muerte.
La llegada de ganado procedente de España y el incremento en el consumo de carnes de origen bovino ocasionaron un preocupante aumento en los índices de tala de árboles. Los actos de depredación continuaron por muchos años y alcanzaron su más crítica cúspide cuando en 1541 se decretó la utilización de tejas de barro y muros en adobe, con lo que la tala para la obtención de maderas para las estructuras continuó.
Entre los muchos atropellos en contra de nuestros árboles estuvo la persecución a todos los nogales de la ciudad, en virtud de su condición de especies sagradas para el pueblo muisca, lo que hizo sentir amenazados a los misioneros, preocupados por la aculturación a su cargo. Para expiar las culpas e indemnizar los daños en 2002 la Alcaldía Mayor de Bogotá habría de declararlo árbol insignia de la ciudad.
Por esa misma época, y a propósito de la arquitectura colonial, fundamentada en un solar central en el que por lo general había algún árbol, creció la siembra de árboles frutales como el manzano, el durazno, el papayuelo, y el brevo, quizá el más granado representante de los frutos bogotanos por adopción, cuya conjugación con el arequipe se constituye en uno de los mejores maridajes jamás logrados por la cultura repostera cachaca.
Sin quererlo, tal disposición arquitectónica relajó los intereses de los habitantes de la ciudad en lo tocante a los parques públicos, dado que en su propia casa estos podían disponer de su propio jardín particular.
Para destacar queda la salida de la expedición botánica, cuyo punto de inicio fueron los majestuosos cerros orientales de la ciudad, y un hecho, un tanto posterior y un tanto lejano a la ciudad, que no obstante se constituye en hecho trascendental para la fauna colombiana. En 1801, el barón Alexander von Humboldt se encontraría con una gigantesca palma de curioso aspecto a la que denominó ceroxylon quindiuense, y que más adelante habría de convertirse en árbol nacional y que 100 años más tarde se convertiría en uno de los pobladores vistosos del gran Parque de la Independencia.
Como emblema de la libertad, y un tanto angustiado por la ausencia de verde en el país, Simón Bolívar ordenó la siembra de un millón de árboles a lo largo y ancho de todo el territorio nacional, disposición que nunca fue llevada a cabo.
Para 1850 fueron ‘importadas’ desde Villa de Leiva algunas muestras de pimiento muelle, originalmente provenientes desde Perú.
Con respecto al aromático eucalipto y su llegada a Bogotá hay teorías variopintas. La mayor parte de ellas apunta a suponer que, ansiosos de sentirse en Europa, muchos ciudadanos acaudalados decidieron conferir a sus entornos cierta ambientación postiza.
Ernesto Guhl dice que fue importado por el presidente Murillo Toro desde Nueva York; el padre Enrique Pérez Arbeláez, por su parte, dice que fue don Pepe Urdaneta quien trajo el primero a su finca de Soacha, en 1893. Con todo el daño infligido al suelo de mi ciudad por el eucalipto algo en él aún me hace quererlo como a uno de los míos. Será por las muchas vaporizaciones medicinales a su cuenta que a lo largo de mis 32 años de vida han despejado mis obstruidas vías respiratorias.
Para la segunda década del siglo XX la monstruosa tala adelantada por tantos años con el fin de abastecer las cocinas colombianas se vio frenada por la generalización en el uso del carbón y de las estufas a gas. No obstante, casi al mismo tiempo muchos robles sufrieron los rigores del ímpetu civilizador pues de éstos eran extraídas tablas utilizadas para servir como base al revestimiento en acero utilizado por las líneas del ferrocarril y el tranvía.
Además de la creación de la OEA y de los trágicos acontecimientos adyacentes del 9 de abril de 1948, la Novena Conferencia Panamericana trajo consigo algunos hechos relevantes para el paisaje urbano y vegetal de Bogotá.
Con la obligación de ornar la ciudad con una especie vegetal de crecimiento rápido y seguro, el arquitecto japonés Hochín optó por la siembra del urapán, procedente de su tierra. El mismo que en los 90 habría de caer irrecuperablemente enfermo, por causa de algún insecto impertinente denominado chinche chupador. Entonces recuerdo a los urapanes del pequeño parque de la 86 con 19, y de la 82 con 11, luchando sin éxito por seguir vivos, alimentados por una especie de suero amarrado a sus troncos.
En una década, gracias al extraño designio de una dolencia incurable, el que por número superaba con facilidad a cualquier especie de árboles en Bogotá terminó en un quinto lugar, desplazado por el sauco. Las casillas dos, tres y cuatro, son ocupadas hoy por el jazmín del cabo, la acacia negra y la japonesa. Entonces el copetón bogotano tuvo que buscarse nuevos domicilios en liquidámbares y ramas varias.
Ahora vengo caminando hacia el norte, por la carrera séptima. Me pregunto cuántos como yo han trazado esta misma trayectoria en ambos sentidos. Cuántos sentimientos de diferentes intensidades, índoles y orígenes se han concentrado aquí, con tantos años encima. Cuántas esperanzas han viajado de ida y vuelta por aquí. Cuántos cortejos fúnebres han rodado por aquí, en su lenta marcha hasta eso que sin haberlo podido corroborar, suponemos es el final. Cuántos amores comenzaron y terminaron aquí. Cuántos negocios nacieron y murieron en algunas de estas oficinas. Cuántas historias se han escrito y cuántas se han borrado justo en este mismo lugar en donde hoy estoy.
Miro a la araucaria sesentona de las vecinas Residencias El Nogal, y entonces pienso… otra vez… ¿cuántos árboles han muerto y han nacido en este suelo olvidadizo, que nos dio la sabana?
¿Alguien tiene una historia de árboles por contar?
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