El tiempo gotea desde la nada. Regular. Pesado. Paciente, eterno e incompasivo. Se ríe en silencio de nuestras aspiraciones. Minúsculas, transitorias, prescindibles. Sin consideración va por el universo destrozando cuanta vanidad vaya apareciéndosele. Es nuestro injusto juez. Nuestro arbitro arbitrario.

Se burla de toda esta prisa, sabiéndonos perecederos. Entiende que no ha quien sea capaz de menguar su marcha incontenible. Que ningún ímpetu, arrogancia o fortaleza serán suficientes como para acallar su dictamen, que no puede discutirse. No conoce de números, y las palabras empleadas por el hombre para tasarlo o definirlo se le antojan ridículas.

Ignora las horas, los días, los años, pues sabe que los relojes y los calendarios no son más que imperfectos instrumentos incapaces de medirlo en su dimensión absoluta, taxativa y suprema. Ni todas las virtudes universales unidas son suficientes como para poder contra él.

El tiempo se sabe inatajable. Permanece imperturbable y frío, y no hay quien logre incomodarlo en su ímpetu abarcador. Se cuela sin problema entre las más minúsculas hendijas, y nadie ni nada escapan a su supremo alcance.

El tiempo avanza silencioso, sin hacerse notar. Entiende de sobra que nuestros cuidados cosméticos y físicos son intentos pobres por paliar sus efectos inocultables. No repara en fortunas, famas o intenciones. El tiempo no lleva afanes. No tiene preferidos. Aunque parezca bendecir a unos, al final todos llegarán hasta el mismo fin conocido, escoltados por él.

El tiempo es obstinado, terco y constante. Comprende que nuestra pasividad no es más que apariencia, y que ninguna de nuestras súplicas es digna de atención. El tiempo sabe tazarse en perfectas raciones. Y al final de la ruta llega puntual.

Al tiempo nada le parece muy corto o muy extenso. El tiempo no hace escándalos. Ignora las relaciones de espacio y velocidad, y poco le interesan las ecuaciones. Es tan sigiloso, tan sutil y tan efectivo como un buen asesino. Tan puntual como la muerte. No posterga ni adelanta. 

El tiempo divide todo a su razonable manera. Conoce la manía de algunos por dejar registro de todo cuanto ocurre en retratos y documentos visibles o audibles, y sabe que ésta no es más que un malo y desesperado intento por contenerlo; por aplacar el dolor de ver cómo todo habrá de irse.

Milenios, siglos y décadas se desvanecen bajo su sombra, cautelosa y abrazadora. Nuestros festejos, duelos, celebraciones y lamentos se le hacen demasiado breves como para reparar en su transcurso inocuo. El tiempo no siente. El tiempo condena, sin mayor consideración, a quienes intentan ignorarlo o hacerlo ver como poco importante.

El tiempo se trepa por las paredes de nuestra vida, como una hiedra incompasiva que nos asfixia con sus poderosos brazos vegetales. Invade el vacío y se roba todo cuanto encuentra. Y no hay cripta, laberinto, resguardo o subterfugio en donde alguien pueda escondérsele.

El tiempo mira en todas las direcciones sin perder a nadie de vista, y aunque parezca indiferente nunca llega a olvidarse de sus súbditos. El tiempo toma forma de ideas. Se materializa –indestronable y abrasivo– en el fuego, en el viento o en algún vacío voraz, que todo se lleva. No sufre de angustias, ni hay algo que pueda atemorizarlo. Paraliza sueños, ideas y planes. Vive su propio letargo enmudecido. Solemne, impreservable.

El tiempo no prorroga. No aplaza. No cuenta ciclos. No aventura concesiones ni busca emprendimientos inocuos. Nadie ha aprendido ni aprenderá a transgredirlo. El tiempo diezma, agota, perturba, acosa y desfigura. Invisible, se dibuja en las hojas amarillas de algún documento. En las siluetas opacas alojadas en cierto álbum de fotografías o recortes de algo que ya no es. En las voces queridas que ya no pueden hablarnos. En los rostros avejentados de cualquiera. En la pátina oscura y enmohecida de un baúl. En todo aquello que no luce como antes. O en la voz exánime o silenciada de quien ha hablado mucho sin que nadie lo oiga.

En la constancia infructuosa del esfuerzo diario, sin recompensa. Persistente e inútil. Como nuestra vida. Doblada de rodillas ante sus dictámenes. Inerme frente a las insulsas pasiones y humanas y sus afanes y cavilaciones vanas.

Y así el tiempo sigue su emprendimiento absoluto, caudaloso, inobjetable. Dueño absoluto como es de todo cuanto existe, existirá o ha cesado de existir, porque al final nadie puede ni sabe más que el tiempo mismo.

Únase al grupo de Facebook de El Blogotazo, aquí 

El Blogotazo
www.elblogotazo.com
andres@elblogotazo.com