Había prometido no volver a hablar del asunto, e intenté -lo puedo jurar- olvidarlo, para así aplicarme con la debida disciplina y el rigor profesional indicado a otros menesteres más actuales e importantes.

Escribir, por ejemplo, acerca del Festival El Malpensante y de la vergonzosa inclusión de Juanita Kremer en uno de sus conversatorios dedicado a la ‘paja femenina’.

O de cómo aún después de 15 años de lucha la mayoría de asistentes a Rock al Parque conoce a la perfección la totalidad las letras de las canciones de Fito Páez (en cuya contra no tengo nada), mientras que apenas consigue balbucear una o dos estrofas de las de Ultrágeno o La Derecha.

O -triste también- de las presentadoras contratadas por Canal Capital para el evento y de sus preguntas impertinentes de cajón espetadas a los artistas extranjeros de quienes nada parecían saber, entre las cuales sólo faltó alguna del tipo «¿ya probaron el ajiaco y la bandeja paisa?», porque la de «¿cómo les han parecido las colombianas?» sí hizo parte del cuestionario de rigor.

Pero no. Gracias al enconado fervor de algunos opositores, y al apasionado apoyo de otros simpatizantes acerca del ya superado texto sobre Shakira, Juanes y sus secuaces, me veo moralmente obligado a recabar en el manoseado asunto. Todavía hoy, después de cuatro semanas de su publicación, hay quienes lo siguen comentando y ha surgido un grupo de Facebook en su contra.

Las repercusiones tardías del artículo y un sensato llamado a la cordura por parte de Sergio Álvarez Guarín y de Carlos Solano me disuadieron de sepultar la discusión por siempre, sin antes dar una debida explicación.

No pienso, como algunos supondrán, explayarme en comicidades ni en absurdas autodefensas (pues ya en el país las tenemos de sobra). El Blogotazo no es ni habrá de convertirse en el espacio para esa clase de pugnas personales. Creo que el país tiene cosas más importantes de qué preocuparse.

Tampoco habré de victimizarme ni de buscar apoyo popular en contra de una causa espuria, ni de aparecer ante todos como el inocente «señor-amenaza-pública-antipatriota», o como el mártir o el defensor de una nueva raza de rebeldes. No obstante, aparte de los más de 200 comentarios que aun dos semanas después de publicar la entrada correspondiente seguían apareciendo bajo el artículo, y de la red social de la que ya hablé, hay algo de todo esto que me deja un sabor a preocupación frustrada.

Mi argumento, que más que argumento es una pregunta al margen del hecho siempre dudoso acerca de si tengo o no razón al decir lo que desde siempre he dicho sobre Juanes, Shakira, Cabas y los suyos, está relacionado con la forma apasionada y desmedida con el que, a propósito de lo que escribí se han levantado enconados brotes a favor o en contra de mi proclama. Curiso me resulta, en contraste, la nula presencia de defensores voluntarios del lado de los otros mencionados.

Lo diré por vez final: Con respecto a toda esta situación, cuyos alcances han sido a mi modo de ver desproporcionados e innecesarios, hay algo en lo que me quedo pensando, y que sí me resulta además de trascendental, angustiante.

De los centenares de textos que he publicado, muchos de ellos llamando la atención sobre asuntos verdaderamente urgentes (léase defensa de nuestro patrimonio, rescate de nuestra historia o visibilización de algunos artistas anónimos y olvidados) ninguno ha tenido hasta hoy la receptividad (positiva o negativa) ni las repercusiones de aquel del que hoy nos ocupamos.

En toda mi carrera en radio, prensa, televisión, internet y demás medios jamás había sido testigo de un levantamiento popular de estas proporciones a favor o en contra de alguien o algo. Y eso, aunque en principio parezca despojado de trascendencia, al pensarlo con calma comienza a aterrarme.

Veo, por tanto, que el apoyo popular de nuestro pueblo se fundamenta sobre todo en idealismos mentirosos y en patrioterismos construidos.

Nunca en toda mi vida he visto emerger a partir de mis palabras una red social en pro de los músicos desfavorecidos o de alguna causa en verdad relevante y digna de atención.

Por alguna razón que lamento tales temas no parecen despertar la indignación ni el levantamiento colectivo del que Shakira o Juanes, para ser más explícitos, han sido objeto.

Puedo apostar la mitad de mis inexistentes bienes a que el número de comentarios suscitados por las presentes palabras (estas sí propositivas y necesarias) no alcanzará siquiera la cuarta parte del anterior. Puedo apostar la otra mitad a que pocos entre la legión de defensores espontáneos de Shakira y Cía tienen idea de quiénes son Miguel Durier, Guillermo Hinestroza, Rodolfo Aycardi o Humberto Monroy.

El diagnóstico deprime. Estamos más preocupados por esconder la sintomatología de un problema que por el problema mismo.

Me entristece el ver cómo se unen tantos cientos de voces alrededor de una situación tan poco importante, y cómo el país entero se constriñe a la hora de defender a quienes no lo necesitan.

¿O es que a alguien sensato sobre la tierra se le puede ocurrir que lo que diga un bloguero cualquiera acerca de Shakira o Juanes va a afectar en alguna medida sus finanzas, su ‘imagen en el exterior? (de la que ya comentaré un tanto más adelante) o sus presuntas ‘obras benéficas’ con las que algunos ingenuos tanto se convienen?

En cuanto a la ‘imagen internacional’ me parece del todo aparentista y falso el preocuparnos por lo que el mundo piense de nosotros y suponer que seres como Shakira o Juanes son buenas referencias de Colombia en el extranjero.

En primer término porque, aunque parezca extraño, son en realidad muy pocos los holandeses, los surafricanos o los coreanos con algún conocimiento acerca de la existencia de algo llamado Colombia (nombre al que –por paradójico que suene– asocian con una casa disquera), y de que este par de figurines fabricados del pop nacieron ahí. Entre otras cosas, hasta donde entiendo, ninguno de los dos vive ya en Colombia. ¿O sí? Por eso no me sorprende que muchos estadounidenses desinformados tengan la idea de que ‘nuestra’ diva es en verdad puertorriqueña o mexicana.

Pero sobre todo porque debería resultarnos muy vergonzoso el saber que vivimos en un país más preocupado por lucir bien ante la mirada extranjera que por solucionar los problemas de sus gentes.

Es lo mismo que ocurre cuando el Presidente de Estados Unidos (llámese Clinton, Bush o Reagan) decide parar por unas horas en Cartagena. Y cuando –en consecuencia– el alcalde de la ciudad y los suyos se ponen en la inhumana tarea de desalojar por unos días al buen número de indigentes que la habita en días hábiles para así ‘limpiar’ el paisaje urbano.

O cuando ya confirmada la corta visita del Primer Mandatario norteamericano una legión de embellecedores expertos se pone en la tarea de pintar, reparar y remozar un casco urbano que en otro caso habría de mantenerse descuidado.

Y así son las cosas. Cuando hablo de un pueblo explotado y maltratado por sus trabajadores, y de un país farandulizado, derechizado y banalizado por sus medios.

Cuando me lamento de la amnesia selectiva por parte de nuestras gentes en relación con figuras y géneros que sin duda, merecen un lugar digno en la historia de nuestra música.

Cuando trato de enfocar las luces alrededor de unos círculos de poder cerrados y de unos valores fundamentados en la mercantilización a ultranza.

Cuando he denunciado el drama de los músicos y sus familias en busca de una supervivencia que aunque merecida les es esquiva

Cuando comento con nombres propios la situación de pobreza, desprotección social, miseria y olvido en el que están algunos verdaderos talentos de nuestra música.

Cuando todo eso ocurre no hay movilizaciones masivas, ni he visto que nadie se haya decidido formar entusiastas redes sociales en la red a favor de éstos.

Si alguien hiciera una revisión a las casi 200 entradas publicadas en El Blogotazo, se daría cuenta de que decenas de ellas, lejos de tener aquel espíritu destructivo del que se les acusa, han sido motivadas por un deseo sincero y constante de rescate a y respeto de nuestra memoria y nuestra cultura. A una crítica permanente a nuestra pésima memoria y a nuestra tendencia natural a ir demoliendo nuestro pasado.

He dedicado centenares de cuartillas a referirme a músicos cuyas condiciones económicas y laborales producen verdaderas ganas de llorar. Me he quejado acerca del nulo apoyo de la industria disquera y de la ausencia de unas políticas culturales eficaces para con nuestros artistas más jóvenes. De la mirada indiferente a muchos valores verdaderos de nuestro espectro sonoro por parte de las disqueras al negarse a reeditar a algunos creadores importantes perdidos en el fondo de sus catálogos. He rendido homenajes y he citado casos puntuales como el de Humberto Monroy, cuyo fallecimiento quizá se haya debido a la absoluta ausencia de medicina social en Colombia, y cuyos discos en su mayoría permanecen perdidos en anaqueles de coleccionistas.

He lamentado junto con unos pocos la agonía y las condiciones difíciles en las que durante muchos años vivió y en las que al final murió Miguel Durier. He hecho énfasis en lo triste que debería resultarnos el saber que en alguna casa miserable de Medellín vive un hombre anciano, miserable y olvidado. Y en que por supuesto, de seguro el 80% de de quienes leen las presentes líneas y de los defensores de «lo nuestro» no deben tener idea de quién es dicho anciano, cuyo nombre es Guillermo Hinestroza.

En medio del duelo transitorio y la contrición funeraria que rodeó a las 24 ó 25 horas posteriores al fallecimiento de Óscar Golden, a propósito del asunto llamé la atención sobre la costumbre fastidiosa de jubilar prematuramente a nuestros músicos. Pero ahí fueron muy pocos los que dijeron algo.

A contrapelo de los 200 comentarios patrioteros, cuyo principal objeto fue esgrimir aquel contrasentido de «¿quién es usted para criticar a gente que está haciendo algo por el país?» nunca en mi vida he visto surgir alguna manifestación masiva de apoyo a causas a las que considero más dignas de atención y a las que, por ello mismo, no les aparecen dolientes voluntarios como los líderes del grupo anti Andrés Ospina.

Más allá de esas consideraciones hoy me encuentro con que a medio país le preocupa lo que un ciudadano cualquiera como yo pueda hacer por «desprestigiar a ‘su’ Shakira, a ‘su’ Juanes y a ‘su’ Cabas».

Con todo respeto, repito, dudo que lo que yo haga por alterar la percepción colectiva acerca, pueda en algún modo opacarlos o causarles prejuicio alguno.

No creo que sus reservas en dólares o sus regalías se vean afectadas por las intervenciones de alguien que, como bien lo señalaron de manera reiterativa en las réplicas, «no es nadie» como para andar criticándolos.

Pero siento que las fuerzas utilizadas en este sisma masivo en mi contra y en defensa de ellos no son menos inútiles y desperdiciadas.

Preferiría que, tanto los defensores espontáneos de oficio como yo mismo, concentráramos nuestras energías en torno a quienes en verdad son débiles, y a quienes en verdad son dignos de nuestra atención.

Que tanto ellos como yo nos dedicáramos al menos corriente y más urgente e indispensable oficio de indagar en la historia de nuestra música, y en quienes por derecho deberían ser los grandes representantes y beneficiarios de la misma.

El asunto, lejos de ser un chiste o alguna ardid más para buscar atención masiva, trasciende por mucho las fronteras de lo musical del espectáculo entendido en su actual esencia, frívola y mercachifle.

La triste e inobjetable verdad es que hoy nos conmueve más la farándula que la humanidad. Que admiramos ciega y tercamente a aquellos a quienes nosotros mismos hemos hecho millonarios y populares con el beneplácito de una industria cuya característica definitoria ha sido el absoluto desinterés por nuestro país y la contribución permanente y decidida a nuestro embrutecimiento colectivo.

Espero que en un futuro las disqueras tengan, como ya parecen empezar a estarla teniendo, su merecida suerte. Espero que algún día mi país comience a dolerse más por los débiles que por los fuertes. Espero –con cierta ansiedad incómoda– que todo eso ocurra, para así poder entonces dejar de perturbar a esas vastas mayorías con mi perorata.

No pienso ni en ningún momento he contemplado la posibilidad de retractarme de lo que dije. Porque sigo  creyendo que el patrioterismo no debe confundirse con el patriotismo. Y que este primer hábito es tan dañino y corrosivo como el antipatriotismo. Porque creo que la autocrítica es un valor fundamental a la hora de saber quiénes somos y qué país habremos de dejar a quienes nos sucedan.

Porque sigo y seguiré lamentándome hasta tanto eso no ocurra, al ver que Colombia sigue condoliéndose ante el dictamen utilitarista de los que han hecho de él su feudo, pero no ante aquellos a quienes hemos ido condenando al desamparo consentido.

Bogotá, 30 de junio de 2009.

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