De cómo cierta calle tranquila en el norte de una ciudad fue de a pocos convirtiéndose en el irregular epicentro de la fiesta eterna.

En el principio

Un día el nombre de El Retiro dejó de quedarle bien al barrio.

Entonces las apacibles viviendas en donde ciertas acaudaladas familias se procuraban refugio, inmersas en el espíritu silente y recogido del sector, y resguardadas por la espesa vegetación que oscurecía y humedecía, comenzaron a ser repobladas.

Ahora sus habitantes serían una incierta población en tránsito, conformada por bebedores, bailantes y noctámbulos de todas las estirpes.

Un día los viejos comenzaron a lamentarse ante el estruendo generado por la jacaranda circundante, en un esfuerzo débil e insuficiente por contener el ímpetu que entonces estalló para siempre.

Y a la Cigarrería La Magdalena (justo frente a donde hoy está Archie’s), tal vez el más ruidoso y profano de cuantos establecimientos había entonces en el mudo vecindario, y a donde casi todos confluían para comprar víveres sin importancia de última hora, comenzaron a aparecerle vecinos escandalosos.

Los más obstinados; Los más sentimentales, se aferraron a sus casas hasta ese inevitable final en el que –por la fuerza de la incomodidad– se decidieron a abandonarlas y venderlas. Y así, de los techos falsos de lo que una vez fueron sus residencias empezaron a pender avisos cuyos aventurados diseños cubrían casi todas las combinaciones posibles de colores. Y lo que antes era discreta penumbra y remanso íntimo de contemplación hubo de convertirse en neones que cortaban el velo oscuro de las noches bogotanas.

Desde entonces siempre fue viernes

El primero de todos fue uno en mayúsculas sostenidas, con el nombre SELLO NEGRO BAR subrayado por tres líneas. Una azul celeste, la otra amarilla y la otra rosada. La casa había sido alguna vez el domicilio de Juan B Sanín. Después Teddy Raad habría de entregárselo a su mujer de entonces, Luz Amanda Nieto, quien se decidiría a convertirlo en lo que fue.

En sus buenos tiempos, al mediodía, era común encontrarse allí con Yamid Amat, Julio Sánchez Cristo, Alí Humar y Patricio Wills abasteciendo sus hígados, un tanto más jóvenes y fuertes con adecuadas dosis de whisky con hielo.

Llegaron vecinos

Tras éste vinieron Cassis, Cronopios y el Café Imperial (de Eduardo Mallarino y Jorge Luis Amaya, hoy dueño de Índigo, en la 93). Y otra decena de lugares que llegaban y se iban al ritmo de los gustos cambiantes de los nuevos ciudadanos, aún perplejos con los constantes cambios de los que su espacio iba siendo objeto.

Cassis era, según los recuerdos de algunos, uno de los primeros establecimientos en los que se preparó vino caliente y sánduches de pan árabe en la ciudad. También fue, más o menos hacia 1983, el centro en donde algunos aficionados a la música latinoamericana de la época supieron que había alguien llamado Fito Páez, y que desde el sur Spinetta o Charly García hacían algo parecido a un rock hispanohablante.

De esa forma aquel Sello Negro que alguna vez lució raro entre tantas viviendas familiares, terminó por convertirse en el prólogo de una pesadilla para los demás vecinos y en el comienzo de otra metamorfosis más para una ciudad inconstante. Desde entonces siempre fue viernes.

Todavía, como testimonio de la 82 de entonces están ahí la Alfred Wild y la Galería El Museo. La Librería Francesa, por su parte, emigró.

Inspirados por el éxito de la experiencia Sello Negro aparecieron imitadores, competidores y entusiastas colonizadores de este nuevo centro festivo.

Por la misma época del Café Imperial llegó Limón y Menta. Un poco después vendría El Ovejo, de Juan Carlos Bayona. Hasta hace no mucho, bajo el aviso del bar había una especie de slogan en el que se resaltaba el hecho meritorio de ser un establecimiento «fundado en 1985». Si bien se sale del perímetro de la 82, su rango de influencia, sin duda fue una de las causas para que ésta siguiera su crecimiento amorfo, imparable y a destiempo.

En la calle del plagio

Luego aparecería el inmenso City Rock Café, una especie de franquicia no oficial del Hard Rock, cadena de bares-restaurantes que sin duda prefirió esperar 10 años más antes de extender sus dominios a una ciudad que de momento debía parecerles muy opaca. Felipe Santos y Nano Pombo (cofundador de Keops) eran sus dueños, y según los de mi edad creemos recordarlo, debía por lo menos triplicar las dimensiones del local que hoy debe estar en el antiestético Atlantis Plaza, que para entonces tampoco existía. Al comenzar, en una jugada que más que oportunista parece ingenua, ambos intentaron convencer a los propietarios de la marca de dejarlos utilizar su nombre en forma gratuita. La respuesta hoy parece obvia.

El City estaba justo en donde hoy está el centro comercial El Retiro, y era famoso por sus hamburguesas, por la música y por el Cadillac incrustado en la fachada exterior. El automóvil volador pertenecía a Jaime Tovar (dueño en un tiempo de la Flippers Discoteque) Tenía la misma mantelería del original, una decoración que simulaba las teclas de un piano gigante arriba, y un mensaje de ‘Rock around the clock’ en el muro que daba contra la barra.

En las paredes había, como es de suponerse, prendas enmarcadas alguna vez pertenecientes a estrellas de rock y discos de oro. Sobre las mesas estaba dispuesto algo de lo que Cervantes habría dicho ‘más Fruco que Heinz’. A su lado estaba San Simón, del Mono Montoya. Luego el City se convirtió en Roxy, lugar en donde se presentaron entre otros, Hora Local y Distrito Especial.

Después, ya venido a menos, en donde estuvo Roxy, fundaron Míster Babilla. Al lado, alguna vez se erigió un emporio antiestético de la lobería llamado Almirante Padilla.

La 13

Algo que aún hoy llama la atención entre los memoriosos es que, aunque la calle grabada en el imaginario colectivo terminó por ser la 82, y de hecho la historia habría de dar su propio aval a ese prejuicio, la carrera 13 de entonces tuvo más movimiento que la 82 misma. Ahí estaban Johny Cay, en donde el grupo Mango y su vocalista ‘The real Zulu’ nos hicieron soñar por unos instantes con cocolocos y palmeras.

Antes del auge de bares-restaurantes, las casas en donde hoy están Bellini, Nico Café o La Fragata, no eran más que domicilios familiares de lujo, con sus jardines abarcadores y sus techos típicamente achatados, como casi todos los de los 60.

Más abajo, a la altura de la carrera 14 y unas cuadras más al norte había un anticuario con maniquíes y demás indumentaria ‘vintage’ denominado Cha Cha Cha. Uno de sus dueños era Carlos Cubillos, apodado, por cierto Cha-Cha. El negocio fue fundado a finales de 1984 en conjunto con Madame Crepé y otros más. Desapareció hacia 2000 ó 2002. En su reemplazo vino Inmaculada Concepción, que hoy sigue funcionando en la calle 79.

En donde hoy está La Taquería funcionaba Be Witch, expendio de helados aderezados con salsas y adiciones varias, entre las que se destacaba especie de sirope achocolatado en el que flotaban trozos de maní fresco molido, y el clásico recipiente lleno de coloridos Sparkies, entre muchos otros ‘toppings’ como les dicen por estos días.

Sin pretensiones peatonales, la llamada Zona T era una calle cualquiera, cuyo mayor atractivo fue por entonces un establecimiento llamado Harry’s Cantina. También hubo por ahí cierta simpática sede de Benny’s, con una rockola, su clásica vaca en tamaño real clavada en el piso, y ambientación de los 50. Estaba, más o menos, en donde hoy funcionan los restaurantes Luna y Balzac.

El propietario de Benny’s era Leo Katz, quien también, en cercanías a las actuales inmediaciones de la HJCK había establecido una sede, digamos, «no oficial» de Fridays, con un espíritu más de ingenuo plagio a la manera del City Rock Café, además del local del New York Deli. Los altos precios fueron, tal vez, una de las causas de su lamentable cierre. Son lugares que difícilmente habrán de volver algún día a una urbe reggaetonera y sin duda poco interesada en contar con ellos. Hoy proliferan los Pubs y media Bogotá cree estar en Dublin o en Londres.

Viñeta de la noche

Por la calle 82, a las 3 de la madrugada desfilaban pequeños niños de caras sucias conmoviendo con su semblante triste a las parejas embriagadas, que les compraban rosas o chocolates. Yo mismo fui su cliente, incluso sin pareja. Con la llegada de la telefonía celular, la labor de algunos de estos pequeños diversificó su horizonte hacia el hurto de tales equipos, lo que sin duda debió aumentar considerablemente la cuantía de sus ganancias. 

Aquel contraste entre la miseria, el exhibicionismo y el derroche fueron tal vez una de las marcas de la 82 de entonces. Algo de mi espíritu contestatario me hizo, por lo mismo, alegrarme cuando algunos desplazados hubieron de tomarse el edificio de la 81 con 14, frente al Hamilton Court y el Sofitel Victoria Regia. Durante varios meses tanquetas de la Policía hicieron parte del paisaje urbano de la zona.

En donde hoy está el Atlantis Plaza estaba el colegio José Max León. Una vez demolido ahí mismo funcionó la llamada Carpa de La Zona Rosa, en donde hubo varios conciertos. Recuerdo el de América, en 1994, porque fue la primera vez en que me sentí cerca de alguno de mis verdaderos ídolos y porque el precio de la entrada incluía acceso a raciones ilimitadas de Cerveza Club Colombia.

Aparte de la ingesta desmedida de aquella faena tengo presente lo increíble que le pareció a mi mente joven el que Colombia fuera visitada por semejantes figuras a las que por causa de su ‘Horse with no name’ había admirado desde los cuatro años.

También había una especie de complejo báquico, según creo recordar conformado por On the rocks, Coconuts, Kaoba, Bulldog y Cheers! La totalidad de la edificación fue demolida hace pocos años. Charlottes estaba al otro lado de la calle. Pertenecía a Mauricio Barrera y a Álvaro Montoya, y era uno de los menos refinados y aun así más costosos establecimientos del sector.

Varios personajes ostentosos cuya fortuna parecía proceder de no se sabe dónde dejaron parte de sus capitales y sistemas hepáticos ahí, a la vez que invitaban a sus doncellas de turno a cebar sus mentes perturbadas con algún cóctel. Por ahí anduvieron también Bulldog y Terlenka. De toda la calle había una réplica menos esplendorosa en la 116..

Kaoba y Bulldog pertenecían al mismo personaje. En la terraza de Kaoba había un urapán incorporado a la decoración vegetal del lugar, así como también un buen número de salvavidas tal vez hurtados de alguna aeronave. La decoración no se parecía en nada al nombre.

No se admiten menores de edad

A veces, muy asustado ante la perspectiva de que algún mesero antipático decidiera verificar mi mayoría de edad, conseguí entrar y pedir alguna cerveza o cierto cóctel tornasolado. Trataba de beberlos con moderación para no embriagarme y así no levantar sospechas de ningún tipo.

En ese entonces no había Centro Andino, ni ley zanahoria, ni Atlantis Plaza, ni perros guardianes, ni Zona T. Y nuestra malicia gozaba de matices diferentes. A tal grado que ingresar a alguno de estos lugares, aun sin tener 18, y desplazarse por las calles consumiendo bebidas alcohólicas con tranquilidad, eran hábitos menos satanizados como hoy en día.

Junto a donde hoy está el almacén Zara estuvo por años la sede de la HJCK. Al lado había un almacén llamado Objetos, propiedad de Jaime Escobar, cuñado a su vez del ya mencionado Teddy Raad. Alguien en los 90 tuvo la curiosa idea de disponer en la zona un juego de parlantes en los que sonaba en tiempo real la programación de la estación de radio.

La movida ‘alternativa’

Algún día caminaba junto a un amigo frente al extraño paisaje sonoro, discordante con el ámbito escandaloso de al lado, en una de aquellas consabidas discusiones de los 90 acerca del mal usado término ‘alternativo’ me detuve reflexivo frente a los monitores mientras pronuncié una de las frases más sensatas de mi vida. «Esto sí que es alternativo», me dijo. Eran los tiempos ‘alternativos’ del bar Kaliman. Muy cerca estaba Café y Churros, cuya oferta gastronómica era tan tentadora como malsana.

Muchos adolescentes adinerados y exhibicionistas iban por ahí bebiendo y conduciendo los llamativos autos de sus padres, tal vez con su aprobación decidida, o recostados en los boceles de los vehículos adyacentes a los avisos de «prohibido consumir bebidas alcohólicas en la vía pública».

Hubo algunas tiendas de discos. Be Bop a Lula, que según la leyenda pertenecía a Manolo Bellon y a Karl Troller (aunque ahora que lo pienso me suena a mentira urbana). Y el Miracle Room, una compraventa en el mismo edificio de la sucursal del Country de la Sastrería Gónima.

Be Bob a Lula era atendido una rubia agraciada, muy, muy blanca, que usaba zapatos grises de gamuza con suela de goma alemana. Aunque habría querido ser su amigo, nunca me prestó demasiada atención. Y tan sólo me hablaba amablemente cuando algo de mi expresión le hacía pensar que yo podría comprarle algo. Si uno abonaba 8.000 pesos podía encargar discos que nunca llegaban. Ella anotaba los títulos en un cuadernito, cuyas hojas contenían tablas hechas en sus ratos libres a bolígrafo y regla. Una vez encargué ‘My aim is true’, un disco de Elvis Costello que nunca llegó. Así, el dinero arduamente ahorrado de las mesadas que mi generosa madre me daba, se perdió para siempre.

Vida y muerte de una calle

En la misma calle de lo que hoy es Rock Garden el único bar disponible era Pipeline. Al dueño le decían ‘Bolo’. Al frente estaban Metro, de Miguel Silva y Álvaro Forero, una prolongación de la experiencia de Cassis. Al lado de Metro estaba el Kosher Deli, uno de los pocos locales dedicados a la venta de comida de este tipo en Bogotá. Cuando gran parte de la comunidad judía decidió emigrar a Miami, desapareció.

Pipeline era un garaje desprovisto de gracia a cuya entrada muchos se aglomeraban con el único fin de ingresar para ser vistos y para saltarse la fila por ser amigos de Bolo. Hoy en ese mismo punto hay un garaje, esta vez con Puma Store como vecino de patio.

Music Factory era el bar ‘alternativo’ de la zona antes de la llegada de Kaliman. Pertenecía a Cacho, de quien todos querían ser amigos. Era el único establecimiento en donde por entonces sonaban Jane’s Addiction y Pixies. Más adelante habré de justificar mi aborrecimiento por la expresión ‘alternativo’ y sus derivados.

Al frente estaban Up and Down, con una escultura que, según recuerdo, tenía cierto aspecto renacentista, y Taxi, con su bicicleta colgante. Pocos lo tienen presente. Pero justo en Metro, en 1986 se presentó una banda desconocida con nombre de bebida gaseosa a la que nadie reconocía. Hoy el sitio es una especie de bar tugurio que, dicha sea la lamentable verdad, da vergüenza. Eran los días de las minitecas y los zapatos Zodiac.

Ya llegando a la 11 estaba Frozen, de Juan Andrés Carreño, en donde hoy se erige el edificio moderno de Charlie’s Roastbeef, cuya sede original era la actual sede del local de comidas mexicanas El Carnal.

Dicen que Esteban Araque, un afamado ‘biyi’ de la ciudad fue apuñalado en su baño. También recuerdo la muerte ‘del amigo de una amiga de un amigo’, quien según se decía murió jugando ruleta rusa en el ya mencionado Coconuts.

Frozen no era más que una ventana con tres mesas en las que la gente se paraba a tomar cócteles y ver el desplazamiento de los transeúntes. Al lado estaba Sutanitos, una especie de disidencia de Fulanitos, expendio de comida vallecaucana.

La licorera estelar, por muchos años, fue Ebrios. Se hizo famosa por una mixtura indefinible de licores amarillos que venía en copas plásticas y a la que llamaban «vaqueros».

A mediados de los 90 La Mona, ese famoso asadero de la 90 se trasladó con su equipo de sonido Sansui, su parrilla, sus platos de barro y su fritanga al local de la carrera 14.

Y hoy ya nada se parece

Del espíritu y de la corporalidad arquitectónica de esa 82 quedan tan pocas cosas que el recuento, más que un inventario termina por convertirse en un rimero de nostalgias por aquello que no habrá de volver. Por ahí todavía están Salomé Pagana (de César Pagano, por supuesto). El Café del Jazz, de Ken Biswell duró demasiado poco.

Muchos de lo que una vez fueron casas de familia y otra vez fueron bares en ciernes ha sido demolido o reconstruido, hasta el grado de no parecerse nada a aquella calle por la que anduvimos, cuando nuestra adolescencia estaba comenzando, y cuando la juventud de muchos otros terminaba.

Hoy me costaría explicar a quien venga por primera vez cómo fue ese lugar a cuyos bares soñé con ir cuando fuera grande, sin haberme imaginado cómo para ese entonces ya nada de eso existiría. Hoy me dolería encontrarme con mi yo de hace 20 y tener que confesarle lo poco que hemos hecho con nuestras vidas.

Supongo que algo de lo que digo puede de alguna forma ser falso y obedecer al capricho de mis recuerdos selectivos e indulgentes.

Porque los recuerdos son imperfectos, desdibujados y mentirosos. Porque lo que en mi mente fueron bares, en la de algunos abuelos debe ser residencias, y en las de otros, si es que están vivos, lotes por construirse. Porque anhelo aquello que nunca viví. Porque crecí esperando poder entrar a muchos de aquellos lugares y porque para cuando ya había crecido éstos habían desaparecido, creo tener la autoridad cronológica como para extrañar a esa 82 del 88, cuando yo tenía 12 años.

 

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