Hoy, más que nunca, quisiera que alguna vez… Por unos segundos… Por unos minutos… Por unas horas… O por el resto de nuestras vidas escasas… nos decidiéramos a olvidarnos de la cifra. Que renunciáramos a ese hábito, bien visto e impuesto desde muy temprano, de entender, valorar y tasar al mundo y a quienes lo habitan en términos de números. «Tú tienes 15». «Tú eres como los de 20». «Te quedan por lo menos 10 de vida». «Tú no pareces de 50».
Dejarnos de cantidades y de guarismos y tratar, por un instante, o por el resto de instantes que vendrán. O abstenernos de medirnos como una especie legitimada y valorada tan solo en rangos estadísticos. En saldos de cuentas de ahorros. En años. En unidades, centenas y decenas.
Suprimir por un momento el uso de libros de contabilidad y de cuadernos cuadriculados. Dejar de contar cuánto nos falta para llegar a los 40 o hace cuánto éstos se nos fueron. Cuando comienzo a sonar como conferencista automotivacional empiezo a sentir miedo. Pero sigo…
8
Desde que en 1984, a los ocho años, vi por televisión el documental ‘The Compleat Beatles’ siempre quise ser importante, tanto como John, Paul, Ringo o George. O cuando menos un hombre solvente en materia económica. No obstante, cuando llegué a los 25 comencé a afligirme por ese pánico que tantas veces había predicho desde que era muy, muy pequeño. Para entonces no era ni Beatle, ni rico.
Eso, sin duda, me hizo estar muy triste y preguntarme qué demonios tenía yo por hacer aquí.
Desde que estaba en cuarto de primaria comencé a sentir pánico anticipado de llegar a los 25 sin haber hecho nada con mi vida. Admitida la anterior verdad, ahora creo necesario ahondar en el complejo significado de lo que ‘no hacer nada’ encerraba para mi mente de entonces.
Entonces quise ser un Beatle, o en el peor de los casos alguien adinerado. Hacer una canción para sentirme orgulloso y escribir un libro bonito. Por tanto, y así las cosas, desde que tengo algo llamado memoria siempre tuve miedo y a la vez cierta prisa por tener 25.
Pero ahí llegué. Y hoy, ocho años después, ¡quién lo hubiera creído!, aquí sigo, aún a la espera del libro y de la canción. Tal vez ya los hice, y no me he dado cuenta. O tal vez no sea mi destino hacerlos.
Muchas veces, antes de cumplir 18, hecho ocurrido en 1994, creí que difícilmente yo habría de llegar a tan avanzada edad. O bien habría de enfermarme antes de semejante suceso; o bien el mundo habría de acabarse.
25
El caso es que aquel sueño de ser declarado adulto por la oficialidad me parecía ciertamente imposible. Pero cumplí 18, y cumplí 25, y cumplí 30, y ahora cumplo 33. Y aun así, sin ser un Beatle, ni un multimillonario, ni nada parecido a lo que mi yo de hace muchos años hubiera querido que mi yo de estos años fuera, sigo vivo.
La inconformidad con las edades que la vida nos va adjudicando, año con año, parece ser una natural característica del género humano. Yo cuando tenía menos de 12 años odiaba que me dijeran niño o que me trataran como tal. Quizá porque en aquel entonces me gustaría estar haciendo cosas más importantes.
El mundo de los niños
Puesto que había leído en alguna enciclopedia Salvat del Mundo de los Niños –que mi madre a bien tuvo comprarme a plazos– (en el tomo 15, denominado ‘Guía para los padres, cuyas láminas con esa coloración de los 70 que aún recuerdo) que los jóvenes de entre 9 y 11 años eran ‘preadolescentes’, cada vez que algún atrevido caía en el craso error de llamarme ‘niño’, yo lo corregía. «Niño, no: ¡preadolescente!». La anterior costumbre me granjeó más de un castigo por mi irrespetuoso proceder ante visitas y amigos de familia.
Había, y según creo sigue habiendo en verdad, aparte de los inmensos beneficios, algunas desventajas perceptibles al ser niño. La primera, o la que más recuerdo, por lo menos, es la de tener que pedirle a alguien mayor que corrobore los pedidos a la pizzería, porque en definitiva una voz como la nuestra no despierta credibilidad en los telefonistas. Otra es la de ser confundido con una mujer en las conversaciones telefónicas. Otra más es la de tener que asistir a un colegio al que no pedimos ser matriculados, o la de tener que acompañar a nuestros padres a eventos sociales o vacacionales que no son de nuestro agrado.
Las grietas
De entre todas las ventajas de no ser adulto, aquella que atesoro con más cariño es la de poder observar cualquier grieta en el suelo o cualquier mancha en la pared y sentirme en la cómoda y curiosa necesidad de detallarlos; de imaginarme que esa grieta o esa mancha pueden ser cualquier cosa, y de permitirme pensar en eso por días enteros. O de convertir a hormigas, escarabajos o caracoles de tierra en nuestras mascotas.
Recuerdo alguno de esos clips de Plaza Sésamo, donde una niña se encontraba con las rajaduras en los muros de su hogar, que sin explicación iban convirtiéndose en animales amables. Después las grietas-animales la llevaban a cuestas por universos ficticios. Comenzar a hacernos viejos es empezar a sentir que en el mundo las grietas son sólo grietas y las manchas son sólo manchas, cuando bien podrían ser océanos o rostros escondidos tratando de decirnos algo. Supongo que algunos se pierden en el delirio de alguna sustancia tóxica para volver a ver las grietas y las manchas.
Ahora, cuando ya he tenido por lo menos 15 años para hacer cosas importantes, me pregunto si esa prisa sirvió de algo. ¿Por qué apurar al tiempo si nunca hasta el día de hoy he sabido de un solo caso en el que éste verdaderamente detenga su avance prodigioso?
A los 25, de los que me acuerdo mucho, definitivamente mi vida no se parecía, como yo habría querido que así fuera, a la de ningún Beatle. No era un profesional destacado, no tenía dinero, aún vivía con mi señora madre y, sin sentirme demasiado orgulloso, estaba por recibir un espurio título profesional que me certificaba como ‘literato’. La lista de intentos y de proyectos fallidos era amplia y dolorosa. Habría querido ser escritor, de músico, ser locutor de radio, y ser otra decena de cosas más. Más adelante, en cierta manera me convertí en algunas de esas cosas que hasta entonces no había conseguido ser del todo. Pero todo eso ocurrió con tardía posterioridad a esos 25. Luego…. La vida después de los cinco lustros sí existe.
Me ganaba la vida haciendo traducciones y diseñando ‘páginas web’, como se decía en ese entonces. Mi gran prioridad, en medio de tanta frustración, era contar con 10.000 pesos en la cartera, lo suficiente como para poder consumir una mínima ración de 10 cervezas (según recuerdo el precio entonces debía estar por el orden de 900, con algunas variables).
Al mirarme en alguna grabación reciente de cámara digital, pienso en la edad que tengo. Y siento que disto mucho de parecerme a mi imaginario de lo que se suponía debería ser un hombre de 33. Pero es que desde entonces muchas cosas han cambiado. Las gentes nacidas en 1990 ya no son bebés ni párvulos. Son mayores de edad. Cuando trato de recordar la imagen que tengo de mis padres cuando tenían 33 (por allá entre 1985 y 1987), o de cualquier otro individuo ‘mayor’ al que alguna vez yo hubiera conocido a esa edad, pienso que todos ellos eran más grandes y ‘más adultos’ de lo que yo soy a la fecha.
A veces, bien sea de frente o por alguna vía electrónica, me entero del presente de mis contemporáneos. Y leo esas frases de consuelo de revista Carrusel, donde «los 30 son los segundos 20» o en las que se habla de los supuestos ‘tips’ para «vivir unos 30 bien vividos». O esos consejos para sobrevivir a la alopecia o al crecimiento en el volumen del vientre de los 30 (características que la gente suele atribuir a los 40, pero que desde la tercera decena ya se vislumbran). O cuando oigo acerca de aquellos grandes beneficios de encontrarse dentro de ese grupo generacional, pues se supone que esta es una época de relativa madurez, estabilidad monetaria e independencia. Cuando todo eso sucede no hago más que reírme ante la imprecisión del estereotipo. Esa supuesta sublime compensación de una mayor estabilidad en materia monetaria. El tiempo cruza rápido y nos va enseñando que al final no hace falta apurarlo o pedirle algo más de lentitud compasiva. Él se mueve a la velocidad que se le antoje. Hoy, por fortuna, no me siento en la obligación, en muchos sentidos, de comportarme como alguien de 33.
El espejo
Ayer, para comenzar, me enfrenté con algún espejo, de esos que se nos aparecen todos los días y nos hacen detener la marcha un tanto, y pensé que no soy tan viejo como se supone que se debería ser a esta edad, aunque ciertas fotografías sí delaten algunas inclemencias cronológicas ya implantadas en mi alma y cuerpo. Y ya esas ambiciones de ser popular o adinerado van desvaneciéndose sin dejar frustraciones.
No soy ninguna de las dos cosas. Pero, o bien por resignación, o bien porque al final comenzamos a razonar –o a resignarnos por la fuerza a entender –, he llegado tolerar la frustración consentida de saber que ese par de logros no alcanzados distan de ser todo. Y que vivir es un ejercicio de permanente revaluación de propósitos originales, ingenuos, simples, ideales. La vida se escribe en borrador, sobre páginas que se pierden, que se releen y que después de unos años suelen dar risa. Y eso es lo que siento ahora.
Mi generación, y las cercanas –hacia adelante o hacia atrás son transicionales–. Y para las generaciones de transición la vida no es fácil. Ni mi satisfacción ni mi inquietud de ahora son haber llegado a la edad de Cristo o a la de Alejandro Magno, o a la de Eva Perón, sin parecérmeles. Porque al final, derrotado y todo, hoy estoy más listo que antes para que los años vengan con todo su peso e implícitos: tristes, alegres, dolorosos y cómodos, sorpresivos y rutinarios, mientras mi vida, como todas, se va extinguiendo alegremente.
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