«Si dirijo mi miope mirada hacia afuera sólo veo un mundo sepia. Como
una fotografía envejecida. Recuerdos tristes lamentando la ausencia
de aquellas voces queridas que se han callado.
Casas convertidas en ruinas y en estructuras vencidas de una ciudad que ya no es.
Palabras perdidas de algún escrito que ya nadie quiere leer.
Y frente a ellas yo: un hombre a destiempo».

 

Por el doctor César Albán Nieto*

La explicación es tan dolorosa como válida. Desde hace años el paciente en mención ha venido manifestando una patología de la que ni yo ni mis ancestros, en todos nuestros largos años de trabajo consagrados por entero al noble, cuidadoso y aplicado ejercicio del apostolado y la profesión médica, habíamos sido testigos.

Algunos se hacen hipocondríacos para clamar por la compasión o a la atención ajena. O deciden convertirse en mitómanos para dar un sentido grandilocuente y épico a sus días vulgares. O se inclinan por hacerse sordos para no oír insensateces.

Yo, por mi parte, en procura de no hacer lo propio al descubrir que mi búsqueda de enfermedades mentales ajenas no  es otra cosa que un mal intento por esconder las propias, me cuestiono acerca de la posible circunstancia o condición que a la postre terminaron por generar este falso entorno en el que ahora el enfermo a mi cargo pretende vivir.

Aclaro, no obstante, que mi sólida estructura mental me hace acaso inmune al contagio o a la imitación de las conductas de los seres por mí tratados.

Ahora vuelvo al caso del delirante. Nadie ha conseguido precisar con exactitud las condiciones ni el momento en que el individuo, cuyo estado nos aparece irreversible, penoso y crónico, comenzó a dibujar sobre los claros trazos de su presente circundante las falsas y burdas glorias de un pasado que ya no es y el que jamás, evidentemente, pudo haber vivido.

De esta forma, el desdichado ha adquirido algo similar a una especie de compulsión nostálgica delirante. La sintomatología, simple y en apariencia inofensiva, no lo es tanto cuando me decido a confesarlo.
Imposible nos fue establecer la fecha en la que el hado funesto decidió para siempre arrebatarle a este pobre infeliz la chispa de la razón, trastornando para siempre su memoria. Como si sus ojos enceguecidos se hubieran creado para sí mismos una suerte de filtro en sepia por el que sus ideaciones distorsionadas se van colando.

Pero los desmanes inventivos no se conformaron con tan poco. Con los años el demente ha desarrollado una odiosa e irrefrenable manía de conspirar contra el tiempo, estropeando los mecanismos de cuanto reloj, cronógrafo o calendario tenga la desgracia de aparecérsele por ahí.

En lo que se asemeja a un absceso de fijación enfermizo, hoy almacena guías telefónicas, objetos inservibles, revistas, postales y artículos que  –en manos de un ser normal– habrían de ir  –tal como es debido– al bote. Pero que a través de la lente deformada que parece velar sus pensamientos, él preserva y resguarda como a tesoros. Por su propia voluntad desconoce de fechas de expiración e ignora la vigencia o caducidad de diarios y noticias. Supone que las droguerías son boticas. Con una cuchilla imaginaria borra de su vista los edificios que invaden los cerros, y cree estar en una villa campestre.

El pavoroso estado de confusión mental queda patente cuando, al ir caminando por cualquier calle vulgar, supone andar desfilando por la Bogotá de los años 30 o al vérsele hablar a los transeúntes con anacrónicos términos de imposible comprensión para un ciudadano normal del común.

Así las cosas se refiere con naturalidad s glaxos, matinales, chapines, viernes culturales, y a otra buena cantidad de cosas de las que los seres normales de hoy casi nada sabemos. Muy interesado se acerca a los puestos de revistas para preguntar por El Gráfico, Fantoches, Pan o Bogotá Cómico. Quienes ya han sido advertidos acerca de su enfermedad han aprendido a ignorarlo. 

Con el propósito de establecer hasta qué grado su padecimiento podía constituirse en un elemento pernicioso para la sociedad, nuestro equipo de psiquiatras expertos se dio a la tarea de una ardua valoración en la que se le espetaron preguntas de calibres diversos.

Al indagársele acerca de la forma como habría de volver a su hogar y del sentimiento que en él podía despertar el hecho de encontrarse  –como en efecto estaba — muy cerca de ser aprehendido y confinado en algún centro de enfermos mentales, él dijo no tener problema en seguir ahí por cuanto tiempo fuera necesario, toda vez que al término del juego él habría de regresar a su domicilio cómodamente sentado en el tranvía.

Así pues, no es extraño que, a la manera de la de un Alonso Quijano contemporáneo, su imaginación perciba la estela generada por el penacho de humo de una locomotora saliendo desde el tóxico tubo de escape de un bus ejecutivo. O que al subir a un atiborrado Transmilenio suponga estarse aproximando a los escaños primorosos de una Nemesia.

Al pedírsele una descripción somera acerca del paisaje urbano, en particular a la altura de la carrera 13, osó referirse a ésta como «muy bonita», señalando con peculiar énfasis a una inexistente alameda de la que habló con sustancial e insistente entusiasmo. En lugar de fijar su atención en el circuito de copulatrices y prostíbulos que tapizan el sector, puso sus ojos en un supuesto bosque del que nada se divisa.

Cuando se le pidieron detalles expresos en relación con las intrincadas sinuosidades recorridas a lo largo del misterioso camino de su vida, se remitió a minucias, asociaciones y referentes imposibles de recordar por alguien que a lo sumo llegará a los 35, pero cuyas palabras parecen salir de los labios resecos de algún desmuelado y achacoso nonagenario. 

Pese a que su discurso refleja una aparente inteligencia despejada y una ilación deductiva normal, y aunque su mímica, gestos, locución y acciones motrices varias dan la impresión de ser coherentes con la naturaleza del discurso, sin el menor asomo de distimia, a las claras está visto que sus recuerdos y su percepción delatan un alto y perjudicial grado de alucinación. Y que la palabra ‘alterado’ es demasiado poco para describir este rompecabezas incomprensible de ideaciones erradas.

Son muchos los que ya han contemplado el lamentable espectáculo de ver al enfermo en mención tratando de remar sobre las invisibles y calmas aguas del reseco Lago Gaitán, aun cuando allí no haya más que el odioso bloque de ladrillo del centro comercial Unilago. O suponer allí mismo que Compugreiff es una suerte de centro de reunión de intelectuales, liderado por el fallecido poeta del que nadie se acuerda.

Cuando va por el Centro Andino, cree estar avistando los locales lujosos de un remozado Pasaje Hernández. Cuando camina frente a Surtifruver, supone estar inhalando los vapores emanados por las hierbas medicinales y las frutas emanados por la antigua Plaza de Chapinero.

Al levantar el auricular dice ‘Centro 4829’, y luego sonríe, esperando por la respuesta de una telefonista. A la carrera séptima, suele llamarla Calle Real. Y junto al campo vacío en donde alguna pareja de novios aterrados se duerme a esperar a que el sol se les vaya, en ese parque cuyo nombre ambos ignoran, cree estar resguardándose bajo la sombra del Pabellón de las Máquinas del Parque de la Independencia.

Supone que los vallenatos que replican su alegría escandalosa desde las tiendas son realidad foxtrots y valses, y que las discotecas son clásicos salones de baile decorados con papel de colgadura y piso en parqué.
Hay quienes afirman haberle visto intentando lavar sus ropas a orillas de las aguas infectas de los ríos San Francisco y El Arzobispo.

Algunas veces se le ha visto a entrar a reconocidos edificios de Teusaquillo preguntando por los antiguos habitantes de casas que hoy ya no están, y que hoy se han ganado la vocación de centros abortivos.
En donde no hay más que despojos convertidos en un restaurante dedicado al expendio de corrientazos, afirma estar viendo una amplia casona solariega con enredaderas, cuartos de costura y solares.

En ocasiones se detiene en gesto contemplativo frente al edificio del Banco de La República, mientras que por momentos suele alterarse ante la posibilidad de incumplir con una cita urgente en la barbería del Hotel Granada.
No es extraño, por tanto, que en medio de sus psicosis periódicas y sus estados circulares de delirio, el paciente ose referirse a las cigarrerías como ‘chicherías’ y a bebidas de uso generalizado, tales como la Crush Bacana, con nombres extraños, como Kol-Kana, Germania, Vinol o Ponche XX.

Como ya se dijo antes, almacena con celo febril aquellos objetos a los que los demás consideran desechables e inútiles, y deposita sobre ellos la esperanza absurda de que algún día valgan mucho. Incluso en silencio se le ha oído exclamar cosa como ¡ya van a ver!, en lo que sin duda es una contravención de mal gusto a las nuevas corrientes del Feng Shui y el progreso espiritual.

Mi conclusión es que esta especie de escapismo anormal merece ser controlada de manera taxativa y urgente, y mi recomendación inaplazable, por tanto, es la de recluir cuanto antes al enfermo en una apropiada y segura casa de orates, empleando al efecto cuantas herramientas de coerción y corrección estén a la mano. No vaya a ser que ahora el mundo entero quiera hacer lo mismo y olvidarse de las realidades para inventarse sueños que no sirven para nada.

*El doctor César Albán Nieto es director de la Clínica Albán Nieto de Toxicología y cuarto descendiente en línea directa de una reconocida estirpe de profesionales dedicados al ejercicio de la medicina legal en Colombia. 31 de julio de 2009.

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