Las cobijas, que en la mañana se adhieren a los cuerpos con su áspera consistencia de velcro. El frío que se cuela por entre la masa negra esparcida y pintada de blanco que bordea los marcos de las ventanas viejas.

Las tijeras del jardinero recortando los plantíos urbanos de pensamientos, margaritas y helechos. Las aves tempraneras haciéndonos sentir holgazanes. Las ruedas oxidadas de las bicicletas de algunos vigilantes deportistas que arriban o se van del lugar en el que transcurre la mitad de sus vidas de centinelas anónimos.

Los sueños que nos invaden cuando estamos medio despiertos, aquellos que se disparan torrenciales, y que aunque incoherentes jamás nos atrevemos a cuestionar. Los autobuses escolares y los pequeños en los paraderos tratando de resolver problemas a última hora. El indecible y adictivo gusto de prolongar el adormecimiento por unos minutos más.

La luz que desde el oriente atraviesa alguna de las aristas del ventanal y que nos apunta con precisión, declarándonos culpables, justo en aquel cuadrante en donde los ojos luchan por mantenerse cerrados.  ¡Eso es! La culpa, la prisa y la responsabilidad anestesiadas transitoriamente por el dictamen de alguna fuerza superior, a la que no estamos interesados en derrotar. De la que la casi todos nos declaramos súbditos irrestrictos.

Un hombre hacendoso martillando su martillo implacable, y aquel sonido constante que por obvias leyes físicas nos llega tarde y convertido en eco flagelador. Las cucharas lamiendo los platos de cereal. Las frutas picadas cayendo pesadas y ácidas sobre la cubierta gástrica. El jugo cítrico destrozándo la membrana estomacal. Los labios afanosos soplando el borde de la taza de café. El chocolate denso aromatizando la casa.  

Los calentadores de paso estallando ante el movimiento brusco de los grifos. Quienes cuentan con la suerte de tener uno de esos permanecen por horas bajo el agua que sigue cayendo caliente. En donde sigue habiendo eléctricos, aún impera la tiránica ley del que llegue primero. La madre golpeando a las puertas una vez más. Prodigando caricias a quienes se niegan a levantarse, porque cada vez es más tarde.

El rinse esparciéndose por las comisuras capilares de la joven adolescente y el cepillo dental barriendo las comisuras cariadas de las molamentas de mis vecinos.  El vapor escapándose desde el baño. Las familias numerosas peléandose por quién entrará primero o o por quién lo hará de último. El pelo húmedo y helado.

El efecto doppler de los vehículos que recorren la avenida más cercana y que a veces se apilan como una hilera desesperada de afanes, haciendo resonar sus bocinas desconsideradas.

La ciudad ruge una queja temprana. Un lamento grave y humeante parecido a un hongo atómico. Una sirena canta su amenaza. Algún vecino sube la voz más de lo prudente. El martillo, que ya parecía haberse resignado en su ímpetu regular, regresa ahora para cincelar nuestros oídos con renovado vigor. Le acompaña ahora el mezquino roce de una pala contra el suelo, cumpliendo con el sonoro propósito de recoger arena de quién sabe dónde.

Algún oficial de tránsito pugna desesperado con el caos, convencido de que un pito y una mirada amenazadora serán suficientes como para aplacar los bríos anárquicos de una ciudad entera.

El choque de los zapatos deportivos contra el suelo de algún parque y la respiración acezante de los meritorios atletas de madrugada. El ladrido de las mascotas después de aguardar por una noche completa para volver afuera.

Desde los aparcaderos cada motor zumba la queja indiscreta propia de su edad. Un buen experto podría determinar qué modelo es el que ahora está siendo encendido, tan sólo mediante una audiencia atenta del crujir de piñones, ejes y poleas.

Arriba, en algún apartamento, el abuelito enciende un radio ronco, sólo para oír noticias similares a las que sonaron hace 71 años. Las mañanas, en mi ciudad, siempre son frías. El despertador ya dió sus tres tiros de gracia. Pero ahora en verdad es tarde. 
 
En la cocina los utensilios cantan su particular sinfonía de primera hora, y sobre el fogón, una olla a presión compite con los huevos que se fríen sobre el aceite vegetal para ver quién es capaz de hacer más ruido. La aspiradora gime su clamor centrífugo.

Por el aire abajo asciende, diluído y volátil, el CO2 proveniente de los tubos de escape del sinfín de automotores que en instantes habrán de saturar las escasas vías de la ciudad. El secador de pelo emite su vapor característico. La afeitadora eléctrica, que a pesar de los casi 80 años transcurridos desde su invención, sigue funcionando menos bien que las cuchillas convencionales. El estudiante lucha contra la muchedumbre aglutinada en el transporte público para que no estropeen su maqueta. Si ello ocurriera nadie le creería.

Alguien enciende un televisor para adormecer su conciencia con algún mal magazín de mañana, mientras que otro alguien, en algún otro lugar de la ciudad oprime los siete números que hacen repicar el insolente teléfono escondido justo en el lugar indicado como para que éste no se haga visible sino hasta después del primer timbre. Aún metido en la cama, uno de los cónyuges pide un abrazo que el otro no quiere concederle.

El pequeño no puede esperar para lanzar tiros cortos con su nuevo balón antes de llegar a la puerta. Aprovechó la somnolencia del padre o acudiente responsable para que éste, aún un poco inconsciente y sin alcanzar a revisar el cambio como debería ser aumentara un tanto su asignación monetaria del día.

Las cuentas acosan por ser pagadas, y no son pacientes. Están adheridas con imanes a la nevera. O escondidas bajo alguna mesa de madera. O metidas en un casillero aguardando por estropear el día de quienes han intentado, por una vez, despertarse optimistas.

Hoy casi todos harán cosas corrientes. Mientras algunos, por su parte, nacerán. Otros más serán ascendidos. Otros, despedidos. Otros, habrán de morirse antes de que sea de noche. Otros se decidirán por fin a dar término a aquello a lo que desde hace tiempo debieron haber dejado de llamar matrimonio. Unos pocos tendrán suerte.
Porque la suerte, para ser suerte, debe ser cosa de minorías.

Sí. Son cosas que todos sabemos. Son cosas de mañana. Son obviedades que por simples nunca merecerán ser escritas. Es la vida de todos, que se replica por miles de millones. Que en el fondo siempre se parece. 

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