Ese día el pobre cronófago* terminó de contar los años desperdiciados sin darse cuenta de que su vida era aburrida.

¡Y qué aburrida era! Alimentándose a cada instante de lo mismo. Arremetiendo contra los segundos con sus hórridas garras. Hincando sus colmillos sobre la rueda dentada. Cerrando y abriendo sus ojos para celebrarlo. Comprobando que los minutos, viejos y jóvenes, eran idénticos y predecibles.

Teniendo que aguantarse esa luz azul intermitente e implacable que le deshacía las pupilas. Sintiendo el peso agobiador de los indiscretos ojos de los visitantes al perseguir sus movimientos metálicos.

Sin poder defenderse de los comentarios mal avenidos de los guías del museo, que trabajaban gratis y por obligación. Es decir… de mala gana.

Dándose cuenta de que los niños le temían. Oyendo las preguntas desinformadas de la gente que iba hasta allá para creerse más inteligente. «¿Será un grillo o una langosta?». «¿No se aburrirá de masticar segundos?». «¿Por qué tiene ese nombre tan difícil?». «¿Se dice ‘cronógrafo’ o ‘cronófago’?». «¡Él tiene la culpa de todo por andar tragándosenos el tiempo». «Papá: ¿ese monstruo come tiempo?».

Esa tarde el cronófago trazó su plan de fuga. Pero para quienes viven enganchados a una vitrina, escapar no es cosa simple. Habría que desviar la atención de las cámaras, sobornar a las alarmas detectoras de movidas sospechosas, y , sobre todo, neutralizar las rondas acuciosas de los vigilantes nocturnos, despiertos por su sobredosis clásica de café endulzado con panela, por la fuerte emoción de jugar parqués y por el repertorio a diario renovado de malos chistes que se contaban cada noche.

Ellos lo subestimaban. Y desvirtuaban sus necesidades. Creían que con mantener su gigante reloj de hamster brillante, su cuerpo limpio y sus bujías encendidas ya estaban haciendo suficiente por él. Pero él se sentía más insecto que máquina.

Esa noche, cuando se decidió a escapar, el cronófago aguardó hasta que los visitantes más tercos del museo hicieran caso al tercer llamado de los vigilantes para abandonar las instalaciones. Luego se percató de que los guardianes bajaran la guardia. Hacer eso, por fortuna, era más fácil que pedirle a una sombra que te prestara su linterna, o a uno de los guías voluntarios del museo que dejara de ser voluntarioso.

Entonces, cuando ya nadie estaba mirándolo, comenzó a desobedecer el ritmo marcado por el eje, y a irse en su contra. A nadie se le habría ocurrido que un día el único cronófago del museo se iba a aburrir de serlo. Porque todos pensaban que el cargo de cronófago era eterno. ¡Qué digo eterno!: Vitalicio, por que su vida tenía que ser eterna.

Y el cronófago, cuyo primer recuerdo era idéntico a todo el resto de su vida, no sabía si una vez libre iba a encontrarse por ahí con otros cronófagos disidentes. Ya desatornillado, el cronógrafo se dejó descolgar hasta caer sobre el piso de parqué y se fue sigiloso por entre las demás piezas exhibidas, sabiendo que ninguna de ellas, acostumbradas como estaban a vivir para ser admiradas, se iba a tomar el tiempo de delatarlo.

El cronógrafo comenzó a tener mucho miedo. Notar su partida habría sido cosa simple para todos. Ser grande y famoso, aún en un lugar tan pequeño, y aun cuando ese sea el sueño de quienes no lo son, y el mayor orgullo de quienes han logrado serlo, tiene sus desventajas.

Moverse a destiempo, sin la guía de la rueda y su monotonía de metrónomo, le hizo tener pánico. Sentir sus piernas de metal atrofiadas por bailar siempre al mismo le dificultaba cambiar el ritmo.

Pero continuó en su avanzada, entre momias, escudos heráldicos y una bella colección de retratos elaborados por algunos miniaturistas anónimos del siglo XIX, de aquellos que alcanzaron a tener empleo antes de que el daguerrotipo los pusiera en las filas de los desempleados.

Ya muy cerca de la puerta, antes de agacharse para esquivar la peligrosa línea en la que los radares habrían de detectar su marcha, para así alertar a los centinelas adormilados, el cronófago comenzó a sentir miedo a no ser descubierto. Miedo de poder correr.

Porque tal vez nadie tendría la intención de retenerlo. Y en realidad todos estaban esperando que se fuera. Porque había muchos aspirantes a cronófago aguardando porque él desertara y dejara su honrosa plaza libre. Porque John Harrison, su propio Gepetto, lo habría desheredado. Y porque Hawking y Taylor ya no iban a estar orgullosos de él.

¿Y ya qué pretexto le habría valido al cronófago para explicar al museo, a los vigilantes, a las otras piezas, a la junta directiva, y a la sociedad de mejoras y ornato de su ciudad, la razón por la que estaba ahí, parado, justo antes de que el detector automático comenzara a gritarle al mundo, en su idioma, que, cosa rara, al cronofágo ya se le había hecho tarde para huir? Aterrado, el cronófago aprendió que incluso a él se le podía acabar el tiempo.

* El cronófago es un enorme saltamontes mecánico cuyo movimiento, sobre una rueda llamada ‘reloj corpus’, simula la forma como los segundos son ‘devorados’ a cada instante.
Su diseñador, John Harrison, relojero inglés e inventor del cronómetro marino, trabajó en él durante 36 años, pero murió en 1776 sin haber podido acabarlo. 
En 2008, después de un lustro de labores, los científicos John Taylor y Stephen Hawking consiguieron terminarlo. Cada cinco minutos –mediante un complejo sistema de luces– el reloj corpus indica la hora exacta. Segundo tras segundo el cronófago parece avanzar con sus patas afiladas por sobre una rueda dentada.
La idea de escribir las anteriores e incoherentes líneas vino después de haber leído el seudónimo de uno de los lectores de este blog, a quien, por cierto, El Blogotazo agradece la inspiración. ¡Gracias, señor Cronófago!

El Blogotazo en Twitter

Únase al grupo en Facebook de El Blogotazo, aquí 

El Blogotazo
www.elblogotazo.com
andres@elblogotazo.com