En mi cuarto de niño vivían cientos de juguetes. Y no porque mi familia fuera adinerada, ni esclavista. Ni porque mis demandas fueran excesivas. Fue porque desde entonces, cuando mi existencia en la tierra era reciente, cultivé una compulsión medio enfermiza por tener cerca de mí a seres singulares.
En mi cuarto de niño pastaba una jirafa amarilla de fieltro, solitaria y adherida a la pared, con sus manchas marrones y un par de piernas más altas que todo mi cuerpo.
Contra los muros de mi cuarto de niño hacía eco una organeta muy primitiva de color rojo, con botones gigantes y leds numerados, que se encendían cada vez que se me ocurría pulsar alguna de las teclas, blancas o negras. Me la trajo mi mamá de algún viaje a Estados Unidos.
En ese entonces un viaje de abuelitos, tíos o padres a Miami era una bendición. Porque en esa época los regalos siempre eran para mí. La organeta roja se mantenía con vida gracias a una pila rectangular Eveready difícil de conseguir, que de cuando en vez vendían en la Droguería Ultramar de Sears.
A escondidas, si quería ser valiente, y ante los pocos riesgos que el entorno me ofrendaba, yo trataba de consolarme rosando mi lengua contra los dos polos de la Eveready, muy cerca uno de otro, para así sentir su mordisco camuflado de corto eléctrico.
En mi cuarto de niño, por una disposición familiar que agradezco, nunca estalló una ametralladora ni explotó granada alguno. A lo sumo, se asomaron desde las profundidades de mi propia piscina, una careta y un snorkel de GI Joe, que no obstante, dada mi poca inclinación a los deportes acuáticos, jamás me alcanzaron para aprender a bucear… o a nadar.
En mi cuarto de niño dormían junto a mí muchas almohadas pintadas en acuarela por las manos expertas de mi mamá. El motivo era una señora pata con su pequeño hijo pato.
Al lado de ellas cantaba un pequeño piano tipo ‘honky tonk’ al que todavía conservo. Bailaba impulsado por unas rueditas de colores fuertes dentadas, que debían insertarse en su ranura superior, y que hacían que las teclas se movieran de manera muy graciosa, mientras un conejito, dentro de una muy pequeña pantalla, se movía. Un televisor de cuerda transmitía sus dos únicos programas. Y en inglés. Eran los videoclips animados de dos canciones… «London bridge is falling down» y «row, row, row your boat, gently down the stream. Merely, merely, merely. Life is but a dream». Eran palabras sabias.
Aparte de la mencionada jirafa, la biodiversidad del zoológico residente en mi cuarto de niño era en verdad impresionante. Entre los ejemplares más importantes estaba un caballo de madera blanco, rojo y azul, tal vez decorado con líneas negras; un burrito simple y un poco amorfo forrado en tela, al que un día se le rompieron las orejas, dejando ver su esqueleto metálico y su cuerpo de estopa; y un pequeño osito amarillo que aún debe estar por ahí. Cuando fui su jinete, el caballo y yo alcanzábamos velocidades asombrosas. El osito me guardó secretos que aún nadie conoce.
Un ejército de juguetes estaba encargado de protegerme de cualquier ataque enemigo en las noches. Lo comandaba mi propia Rana René, que además de rana era títere, y que si yo quería cerraba los labios para ser confesora.
Entre los pocos autorizados a quedarse en mi cama estaban Beto y Enrique, con sus espléndidos suéteres a rayas, horizontales y verticales y sus charlas amigables y sin malicia. El vecino más próximo de la jirafa era un esqueleto fosforescente. Muy sutil, el esqueleto perseguía con sus ojos al un ET de cuerda, que caminaba de una pared a otra. A pesar de la oposición férrea de mi tío, quien temía por mi masculinidad, mi abuelita me regaló una pequeña Lulú de trapo. Y hasta donde sé, eso no me hizo daño.
La nave de Buck Rogers hacía acrobacias por sobre el espacio aéreo de mi cuarto de niño, mientras en sus calles sin pavimentar un General Lee excedía los límites de velocidad. Era la envidia de todos.Pero terminé por estropearlo después de tratar de cubrir sus abolladuras con Aerocolor Naranja. Después supe que el General debía su nombre a un famoso sureño racista de Estados Unidos. Tal vez sus conductores notaron mi descontento, porque un día el General Lee no estuvo más. ¡Y yo que me sentía tan orgulloso imitando el acento sureño del narrador!
En rapidez sólo podía hacerle competencia un muy buen batimóvil al que me prohibieron encender en las noches. ¡Es que la sirena hacía mucho ruido!
Cerca de ellos prestaba guardia una mujer sin pelo de Viaje a Las Estrellas.
En mi cuarto de niño se revolvía sola una baraja de cartas en inglés con imágenes del Conde Contar y de otras estrellas más del mundo Sésamo. Y arrojaba sus puños atómicos un Mazinger articulado al que sigo idolatrando. Cuando éste murió, y por fidelidad a su memoria, en mi cuarto de niño Los Transformers nunca fueron bienvenidos.
Por las paredes blancas de mi cuarto de niño trepaban un Hombre Plástico y un Hombre Araña, a los que mi tío había capturado en una vitrina, durante una excursión de grado a San Andrés. A muchos de ellos debí perderlos en algún mal canje, de esos que hacemos quienes desde la infancia nos perfilamos como malos negociantes.
Un remolque Tonka al que le cabían cuatro automóviles tenía la responsabilidad de recoger a los automóviles descompuestos. Entre los más propensos a dañarse estaban unos regordetes, chatos y tiernos, que mi abuelito me trajo de Barranquilla.
Ese tipo de objetos fue mi acercamiento más íntimo y menos peligroso al mundo del automovilismo. Porque nunca aprendí a conducir del todo bien.
También tuve por ahí un par de pequeños modelos de autos Majorette a los que intercambiaba con Nicolás. Y planeaba de Lufthansa, cuando la aerolínea todavía operaba en el país.
Durante mucho tiempo, el mayor atractivo de mi cuarto de niño fue un Atari, que no era mío sino de mi tío, Le decían ‘telebolito’ o Video Pinball. No requería cartuchos. Su ‘interfaz’, como diríamos hoy, estaba conformada por cinco comandos. Reset. Select. Option. Power. Por una barra más grande llamada Ball Serve, por una perilla circular, y por dos botones laterales. Era nuestro propio Telectrónico casero, porque el número de Telectrónico siempre estaba ocupado y Reinaldo Moré nunca contestaba. Lo destronaron del dominio absoluto del cuarto en donde viví, su hermano más joven, el Atari 2600, y un primo más pequeño, el Game & Watch de Nintendo.
En mi brazo derecho (porque incluso hoy considero incómodo y antinatural llevar los relojes de lado izquierdo) había uno de pulso tipo radio, atajo a mis oídos por unos grandes audífonos con revestimiento naranja de espuma, y un dial tan aparatoso que más parecía rueda de la fortuna. Algún calumniador dijo que tales dispositivos dañaban los televisores, hecho que nunca pude comprobar. Y un adaptador híbrido de una sola palanca con las opciones TV y Game.
Mi alma se vestía de Batman, de Spiderman (o del Hombre Araña, que era como le decíamos entonces), o de Superman. En las noches me dormía engalanado de Robin. A veces, a escondidas, me ponía esos disfraces debajo del uniforme de jardín o de colegio, esperando alguna oportunidad para salir a salvar el mundo.
En mi cuarto de niño había una enciclopedia El Mundo de Los Niños, responsable sin saberlo de la mitad de las cosas que hoy conozco sobre el mundo, sobre la ciencia y sobre la vida, y un curso de inglés elaborado en conjunto por Salvat y la BBC.
Pero las joyas de entre todas mis más preciadas posesiones infantiles eran la Granja y la Casa de Juegos de Plaza Sésamo, de Fischer Price. Ahí vivía Bigbird (cuya variable latinoamericana era una criatura extraña a la que llamábamos Abelardo). Y vivía el Conde Contar (cuyo nombre original en inglés, supe que era ‘Count Dracula’; expresión de cuyo significado, otros cinco años más tarde, entendí que era un juego de palabras). Aparte de la rana títere, vivía una melliza suya, a quien en las películas de los Muppets le decían Kermit, The Frog. Ahora que lo pienso casi todos los juguetes de mi generación eran de factura norteamericana. Por más que mis abuelitos me terciaran un carrielito, para recordarme nuestro ancestro quindiano.
De no haber sido por mi terca tacañería y la desobediencia civil de mi mamá y mi nana, es casi seguro que habría tenido que darle mis amigos en adopción a algún otro niño, más pobre que yo. Por tiránico que ello suene, en algunos casos me arrepiento de haberme negado. Pues gracias a ello la Plaza Sésamo y la Granja siguen aquí, a mi izquierda, y no en un basurero.
En mi cuarto de niño tuve unos bloques y unas láminas de Lego. Con ellas descubrí que la arquitectura no estaba entre mis pocas vocaciones. El Armotodo me parecía apócrifo, profano, poco original y ordinario. La canción, sin embargo, aún suena en el ‘walkman’ de mi cabeza. «Todas las figuras, que tú quieras construir, vamos a formarlas… vamos a jugar».
Todas aquellas cosas. Todos esos amigos con los que viví, se me fueron quedando perdidas por el camino. Sólo me quedan (y eso debido a mi terquedad) la Plaza Sésamo, con algunos de sus más fieles habitantes, y la Granja, con ciertas ovejas y la familia incompleta de granjeros.
O tal vez huyeron sin avisármelo, para que yo ya no los retuviera. Es probable que haya comenzado a darles vergüenza andar conmigo.
Porque sin que ellos quisieran decírmelo, para no angustiarme, debí empezarles a parecer demasiado adulto como para seguir conmigo, pero no quisieron herirme diciéndolo.
A los juguetes les da miedo la gente grande, y a sus ojos tal vez yo comencé a parecérmeles.
Por cierto… nunca me gustó que me dijeran ‘niño’. Me parece que era una estrategia de los adultos para restar importancia a mis opiniones, a mis inquietudes o a mi capacidad de entender las cosas.
Es probable también que mis amigos juguetes se hayan espantado al ver el incremento en el volumen de mis anteojos gruesos, a los que, para la posteridad, me quitaba cada vez que iban a hacerme una fotografía.
Algún día, cuando el tiempo me dé tiempo, dedicaré un pedazo de mi vida restante a hacer un inventario digno, riguroso y completo de lo que todos eso juguetes fueron para mí. Lo prometo. Y de ser posible me iré por la tierra a tratar de traerlos de vuelta, si ellos quieren. Para convencerlos, quizá,me armaré de un cuaderno de composiciones y un Pelikan Micropunta, y escribiré una docena de poemas para cada uno.
De no tener suerte al menos intentaré algunos versos para mostrárselos a mis ex juguetes, en caso de que algún día se me aparezcan en algún lugar de la tierra, o de que decidan venir por mi casa a verme.
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