Hasta que salí del país por primera vez (hecho que, por un típico incumplimiento de mi padre a la hora de firmar los documentos de autorización correspondientes) sólo ocurrió cuando fui mayor de edad, siempre tuve la idea inconsciente de que Colombia (y que América del Sur en general) era lugares menos coloridos que el resto del mundo.
Por eso, al descender del avión de British Airways, en aquel diciembre de 1994, antes de agradecer al cielo por haberme permitido conocer la tierra de mis venerados cuatro, volví la vista alrededor para comprobar si en efecto Londres lucía más lustrosa y refulgente que Bogotá. Pero no. En términos de color, era casi idéntica a todo lo que había visto antes. Así, con la excusable ignorancia y la ausencia de cosmopolitismo de mis 18, pude por fin comprobar que mi percepción era hija del error.
Entonces comencé a buscar respuestas para tan abstruso pensamiento. Concluí que el origen de la extraña distorsión cromática se debía sin duda a la diferencia radical que durante los días de mi infancia existía entre las producciones de televisión hechas en el país en comparación con aquellas que nos venían del extranjero (en su mayoría, claro está) de Estados Unidos.
Si comparábamos, por ejemplo, el colorido de ‘Musidramas’ con el de ‘Magnum PI’ O el de ‘El tiempo es oro, Su pueblo gana’, con el de ‘Telematch’ o el de ‘Automan’, era evidente que algo hacía a nuestro cielo parecer más gris; a nuestros verdes menos verdes; y a nuestros rojos considerablemente menos encendidos. Además, el pelo de Yuldor Gutiérrez siempre lució un poco más seco y desaliñado que el de Tom Selleck. Pero era cuestión de producción.
Tuvieron que transcurrir, pues, bastantes años para poderme dar cuenta de mi tercermundismo mental, hasta aquel día en que comprobé con ojos propios que todo el mundo tiene un tono parecido (y que es la televisión, la iluminación y la fotografía, los que los hace parecer disímiles).
No obstante y ya con semejante lección a cuestas, más que 15 años después, aún me cuesta entender que antes de la invención del tecnicolor, de la televisión y de la fotografía policromática el hombre veía algo más que blancos, negros y grises.
Vivo la mitad de mi vida en el pasado. Suponiendo estar en calles que nunca conocí, y anhelando cosas que jamás pude ver. Ello de alguna manera, me permite fantasiar y distorsionar aquellos hechos, lugares y seres a los que nunca pude ni podré conocer. Me imagino a mí mismo en fotografías color sepia, y mi mente –casi tan ingenua como aquella que creía que el mundo, fuera de las fronteras de mi país, era más colorido que aquí dentro– incurre a veces en errores perceptivos similares.
Hace algunos días, por primera vez, vi a la Bogotá de los 40 moverse en colores. Porque, por mi parte, siempre la conocí a través de fotos y negativos en blanco y negro, casi siempre autoría de Sady González, Paul Beeer o Manuel H.
Esta, de la que hablaré hoy, es una película institucional rodada en 35 milímetros, y locutada en inglés, anticipadamente, con motivo de la legendaria IX Conferencia Panamericana, que precedió al 9 de abril. Era un documental, de seguro concebido con el propósito de vender la ciudad a quienes estarían por visitarla en el marco del recordado acontecimiento que en 1948, habría de constituirse en el más grande desperdicio para nuestras gentes a la hora de hacer una verdadera revolución.
Aparte del infinito agrado de oír a mi ciudad a ritmo andino y no de tropipop y del regusto un poco enfermizo que me ocasiona el confrontarme obsesivamente con su pasado, confieso con humildad haber descubierto algo a lo que considero revelador.
El cielo de Bogotá a mediados del siglo XX era más brillante de lo que pensé. Y aunque oscuros, incluso entre los sombríos atavíos de los ciudadanos de entonces alcanzaban a adivinarse algunos verdes y habanos descollantes. Las fachadas de las casas no eran tan lúgubres. Había bonitos colores pasteles, y rosas y azules amigables. Los tranvías, también, se veían bastante más rojos de lo que habría imaginado.
camuflada
Un amigo, el Juglar del Zipa, fue quien me lo mostró. Luego, por escrito, me pidió sacudirme el sepia. Me indicó que yo mismo, sumergido en la espesura alucinante del líquido de revelado fotográfico, entre ámbares y opacos, me he encargado de sostener la mentira romántica y estereotipada de que nuestra Bogotá de antes del color era oscura, con sus gentes tristes, y su paisaje, urbano, melancólico, monótono y asfaltado, era más bien (dirían los diseñadores gráficos) una escala de grises que caía desde la Cordillera Oriental hasta el occidente.
Desde hoy, por cuenta de unos documentalistas norteamericanos, los únicos que hasta hoy me han mostrado a mi ciudad de hace 60 en tecnicolor, comenzaré a reponerme del daltonismo histórico. Y quiero que ustedes vean lo mismo.
Esta imagen pertenece a The Travel Film Archive.
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