Yo acostumbraba a procurarme el refugio silente y cómplice de los lugares más oscuros. Desconocidos. Impenetrables.
Esconderme solo en un armario o en un cuarto de trebejos me producía una seguridad no comparable con ninguna otra cosa de las que había a mi limitado alcance.
Mi pequeño cuerpo era flexible y les venía bien a los espacios estrechos, no muy ventilados y sin iluminación.
Los baúles y los cajones de madera en los que mi tamaño encajaba sin problema me parecían mejores que el mejor de los palacios. La luz taladrando las pequeñas hendijas inevitables entre las puertas y el piso, o entre marcos y ventanas, se me parecía a una vecina impertinente y maleducada.
Tan impertinente y tan maleducada como aquel adulto que entraba sin ser invitado, tan sólo porque ser adulto le hacía creer a quien lo era, y que tal condición le otorgaba una especie de entrada VIP a todos los predios de los que los menores queríamos ser únicos dueños.
Por eso trataba de obstruir su acceso y el de la luz con sacos, candados, fallebas, pestillos, toallas y cobijas. Blindando mi territorialidad de cualquier atisbo luminoso y humano. La luz no es buena amiga de quienes tienen natural vocación por ocultarse.
Mi tamaño infantil favorecía mi entrada subrepticia a buhardillas, desvanes, depósitos y cuartos de vejestorios. Lugares cuya lealtad era, sin duda, noble e inquebrantable.
Equipados por mí ingenio con libros, velas, revistas de tiras cómicas, abastecimientos de agua y bebidas, comidas simples, objetos curiosos para observar, lápices de colores, máquina de escribir, objetos de colección y papeles para dibujar. También con un tablero de ajedrez destinado tan solo a jugar conmigo mismo, para no perder jamás. Y un laboratorio de revelado fotográfico. Y un espejo, además.
Cuando venía alguien de visita, anhelaba que a nadie se le fuera a ocurrir presentármelo. Que no entraran a la habitación. Ni al salon. Ni a la guarida.
Para poderme quedar a solas con mis imaginerías. Para hablar conmigo mismo. O para hablar solo, según otros dirían. A veces invitaba a mis más privilegiados e íntimos conocidos para guarecerse conmigo por unas horas. Pero luego, en secreto, ansiaba que se despidieran.
Envolverme entre las cortinas abiertas, que siempre olían a polvo, me tranquilizaba, aunque eso me llevara al amargo descubrimiento de los efectos que ello puede acarrear para con la integridad de los rieles. ser sometido.
Ubicarme debajo del comedor de 12 puestos, vestido con mantel, y hacer de él mi limitada trinchera, me convertía en dueño instantáneo de mis propios ocho metros cuadrados, hasta que algún mayor se decidía a desterrarme, preocupado por mi anormal conducta. Tomar posesión de una casa abandonada era el mayor de mis sueños, pero nunca fui valiente para atreverme a colonizar tan atemorizantes predios.
A veces hacía carpas con cobijas y cuerdas, y me encerraba bajo el resguardo de tan elementales trincheras.
Aún hoy, aquí, sin alguien… en este apartamento poco visitado y casis siempre oscuro, prefiero dormir bajo llave.. Aunque nunca haya nadie.
Como si de alguna forma me persiguiera la idea inconsciente de un permanente observador tras de mí. Como si se me hubiera quedado de entonces aquel concepto confesional de la Urbanidad de Carreño en donde ‘siempre tendremos a Dios por testigo de nuestros actos’.
Aún tengo un pudor innecesario por no ser visto. Por no ser oído más allá de lo conveniente. Aún celebro el quedarme solo aquí. Celebro el no dejar que el sol se pose sobre mi entorno durante más tiempo del que creo tolerable. Por más que mi color se vaya haciendo pálido y desprovisto de gracia.
Aún hoy busco sitios para encerrarme. Para que al astro del día no se le ocurra quemarme. Para imaginarme qué es lo que hay detrás de los cerros de oriente, antes de esperar a que sean ellos quienes, amangualados con el s
Estoy convencido de que algunos tienen por vocación existir solos, aunque el decirlo ya se constituya en una especie de insulto en la cara de quienes suponen que la vida sin interlocutores y sin una jauría a la qué pertenecer, tiene más rasgos de tortura que de vida.
Aún gusto de suponerme protegido a mi alrededor por figuras fantásticas que no existen. Por apariciones de pared, similares, supongo, a las que ven los beatos. Pareidolia, según me dijeron, es como eso se llama.
Ensayando en silencio y a solas para el día en que sea el protagonista de un desfile fúnebre. Adivinando formas que no existen en las nubes algodonadas. Viendo revelaciones y milagros asomarse desde las grietas, humedades y cornisas, que son sin duda los espacios en donde los sueños los pánicos, las esperanzas y los temores se reproducen por igual, con mayor facilidad, incluso en la adversidad o en el cautiverio..
Aún hoy disfruto de vivir encerrado. De la misma forma en que a veces padezco al sentirme acompañado Y de la misma en que a veces tomo el teléfono con desesperación en busca de una voz que me hable.
Por eso, en su defensa, me abstengo de condenar o de mirar con lástima a quienes, viven y vivirán, como un buen amigo mío dijo ayer ‘solitarios como ellos solos’. Siempre será conveniente tener un armario en donde esconderse.
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