Por lo general, cada vez que un colombiano del promedio acumula algún dinero o alcanza a gozar del suficiente poder de endeudamiento como para sentirse capaz de hacerlo, su primera gran decisión es la de adquirir un automóvil.

Lo anterior con la notable excepción de quienes lo reciben de mano de sus pudientes (o quizá también endeudados) padres el día de la entrega oficial de su cédula de ciudadanía, o en el marco de las celebraciones subyacentes a su fiesta de 15, o a su grado escolar o universitario.

El caso es que la posesión de un vehículo automotriz parece ser el símbolo de entrada en la vida productiva o adulta para nuestros ciudadanos medios. La gran forma de mostrarle al vecindario, a la ciudad, al país, y al mundo entero que incluso ‘nosotros también pudimos’.

Eso explicaría el porqué, en el imaginario del colombiano X, el automóvil suele ser la ambición número 1, destronando incluso a la posesión de vivienda propia (cada vez más distante e imposible) o a la consecución de una pareja adecuada. Son pocos los que se resisten a deber la mitad de su suelo mensual a cambio de algún vehículo nuevo, de gama media o baja.

Lo grave, al margen del derecho que cada ciudadano tiene de hacer con su poco o mucho o ningún dinero cuanto se le venga en gana, es que en muchos de los anteriores casos el colombiano dueño de un automóvil cree que la posesión de éste y el porte de una tarjeta de propiedad plastificada en su maloliente billetera de cuerina, le confieren también el derecho a mirar y a tratar a sus congéneres peatones con cierta suficiencia arrogante y odiosa.

De posesionarse de su propio papel de maquinista inteligente y exitoso, y de insultar a cuanto peatón se interponga entre su visión omnisciente del horizonte, a través del panorámico de su automóvil (cuanto más voluminoso y de modelo más reciente, y con mejor radio extraíble de mp3 y ‘bluetooth’, mejor).

El conductor colombiano del promedio deriva cierto gusto indescriptible al injuriar a todos los que tengan la desgracia de aparecérseles, o, lo que es aún peor, a quienes no gocen, según su indiscutible criterio, de las misma pericia que él en el control de la máquina.

Y de hacer sentir el peso de su poderío indiscutible y tiránico transformado en gemidos de bocina, que resuellan por todas las calles circundantes, y que mortifican por igual a quienes han sido castigados por el destino con la frecuente desgracia de ir caminando en las vecindades por las que éstos transitan.

A veces, no contentos con arremeter contra la humanidad de los infelices ciudadanos que caminan nuestras calles, los conductores colombianos del promedio terminan por asestarles toda suerte de injurias aun cuando sean los conductores mismos los verdaderos culpables en los eventuales conatos de atropellos.

Para ilustrarlo acudiré a dos ejemplos recientes.

En cierta ocasión, hará cosa de un año, me desplazaba en compañía de un entrañable amigo por las inmediaciones de la carrera Séptima, en horario de contraflujo, cuando una distraída y menuda dama caminante de no más de 30 años decidió atravesar la estrecha avenida (a la que tal nombre parece quedarle grande) con la pésima fortuna de colisionar con un apresurado mensajero al mando de alguna motocicleta AKT de escaso cilindraje, que se le apareció de golpe.

Vi su cuerpo caer al piso. Luego fui testigo de su sorprendente y veloz apeamiento, y de su recuperación admirable y casi instantánea.

Noté como palpaba, uno por uno, los miembros de su cuerpo, para corroborar que aún después de semejante infortunio éstos seguían en su sitio.

Le pregunté si se encontraba bien. A simple vista lo único qué lamentar era la ruptura de su pantalón, aunque además, en la mitad de sus piernas, justo en cercanías de la región rotular, se asomaban algunas pigmentaciones espesas y sanguinolentas, que alcanzaron a preocuparme.

Me dijo que –al margen del dolor y la angustia recientes– agradecía estar viva. Luego volteó su mirada hacia el hasta ahora silencioso motociclista, cuyas horrendas facciones aún se mantenían ocultas dentro del esa especie de escafandra metropolitana, que es el casco, desde donde la miraba, colérico. 

Ella le consultó, en un gesto de nobleza mal recompensada que nunca olvidaré, si él -que al final era el gran artífice de la desgracia de ambos-,se encontraba en buenas condiciones de salud, después de todo lo ocurrido.

Él gañán motorizado, correspondiendo a la deferencia ciudadana de su víctima con una imbecilidad sin par, y desconociendo el dolor que por su causa la afligía, comenzó a insultarla y a culparla de todo el infortunio, excusándose, quizá, en el temor a ser castigado por la policía.

Luego aceleró, y partió hacia el norte, a continuar con su mezquina vida de ordinario cretino, mientras la seguía maldiciendo.

Tanto ella como mi amigo y yo, hicimos perfecto trío para insultarlo al unísono, en voz de soprano, barítono y tenor.

Continúo con el subsiguiente ejemplo.

En días recientes, una miserable conductora con inequívoco aspecto de mando medio en alguna entidad financiera de bajo perfil iba sosteniendo una airada conferencia vía celular con su mancebo de turno, a la vez que intentaba su imprudente avanzada por alguna de las calles chapinerunas, bajo el costado occidental de la misma carrera Séptima, en horas, también, de contraflujo.

Puesto que a su paso había un cruce de cebra y un semáforo indicando que era yo quien había sido facultado por las sagradas leyes de este Distrito Capital para atravesar la correspondiente calle sin problema, seguí mi instinto y continué, en perfecto acatamiento a la normatividad vigente, en línea recta, hacia el andén opuesto.

Pero la miserable e irracional arpía, de seguro cegada por su furor de hembra desdeñada por su macho, no sólo persistió en acelerar arremetiendo contra mí, sino que se enojó ante mi cortés y justo reclamo, al señalarle que era y no ella, quien llevaba la vía.

Con el dedo corazón de su mano izquierda izado (en clásico ademán de ‘fuck you’), porque la derecha seguía ocupada defendiendose con escandalosos anatemas de su adversario telefónico, la maldita víbora aprovechaba las pausas en la charla para hacer sus insultos un tanto más expresos con la ayuda de sus labios.

Por un momento pensé en asestar un golpe mortal de ariete contra alguno de los vidrios laterales de su automóvil, y de arrancarle a la fuerza unos cuantos mechones de su pelo tinturado, para así señalarle lo desaguisado e incivil de su proceder.

Pero la estoica y jesucristiana sangre de mis ancestros clamó desde la tierra para indicarme que incluso en mi calidad de víctima de tamaño atropello, yo debía mantenerme calmo. Ello sumado por supuesto al temor a que en cierta retaliación, la macábra gárgola al mando del volante, decidiera hincar una de sus largas uñas en mi humanidad para rasguñarme, provocándome alguna suerte de maleficio o de mortífera infección.

Además, existía la no tan lejana posibilidad de que la ley se pusiera en su favor, y de que, en consecuencia, algún uniformado representante de ésta decidiera apresarme por agredir a una inocente ciudadana.

Por ello, y al margen de que mi propia incapacidad para hacerlo sea una de las razones para mantenerme firme en tal convicción, seguiré terco en mi decisión ecologista y arcaica de no conducir automóviles. Pero a la vez haré un llamado sensato a quienes han optado por lo contrario, para hacerles entender que, al fin de cuentas, quien va caminando siempre trae consigo un respetable estado de indefensión, con el que cualquier ser sensato y sensible debería congraciarse.

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