Adonde en 1999 me llevó el bueno del maestro Luis Villa (al que conozco hace 25, y quien, pese a ser unos 15 años mayor que yo, fue y es uno de mis amigos de infancia y de siempre). El lugar en donde lo vi pintar el mural de la izquierda, mucho antes de que éste abriera sus puertas por la primera vez.
 
El lugar en el que hice cuanto quise , y en donde empeñé parte de mi nulo patrimonio espiritual a cambio de varios hectolitros de cervezas, por los que nunca pagué. Los salones pintados de rojo encendido, desde los que me miraban Frank Zappa, y Ringo, y George y John y Paul. Y desde donde tenía también que verle la cara a Jim, a quien aborrezco.

Los mesones en los que las manos veloces y pacientes de meseros y bar tenders se movían, ágiles y generosas, para elaborar y servir los más medicinales brebajes etílicos. La casa en la que volví a creer que el rock en Bogotá era algo más que un capricho de minorías, y que había algo que aún podía hacerse por él.

El establecimiento que por años patrocinó parte de mis andanzas radiales y en el que encontré amigos que nunca dejarán de serlo. La sede para los que, como yo, o como cualquier otro de los cangrejos que habitan el universo, pudo esconderse para reírse o para llorar sin ser visto. La casa en cuyos baños estampé algunos de mis más célebres y sinceros pensamientos, con mi plumígrafo Pelikan Micropunta.

La casona en la que se me ocurrieron algunos buenos y malos poemas, y algunas historias que aún no me he aventurado a escribir. En donde en ocasiones hice las veces de disc jockey invitado, y en donde soporté, como todos los que ejercen ese difícil oficio lo ha hecho, los insultos, intimidaciones, malos tratos y acosos excesivos de los clientes, ansiosos de oír un millón de veces una misma canción, o de pedir imposibles.

El inmenso auditorio en el que también pude sentir el entusiasmo de 400 almas cantando ‘Eight days a week’ porque alguna sobrecarga eléctrica nos había dejado sin fluido. La casa que fue de dos de mis grandes amigos, pero que a la vez fue mía y de la ciudad entera. El bar a cuya desaparición debo mi primer intento en el oficio de escribir obituarios, en el que ya, a fuerza de ver a tantos morir cerca de mí, se me ha convertido en frecuente.  Lo hice para Rolling Stone, a un mes de su muerte transitoria.

La tina en la que me quedé dormido. El techo de la barra, decorado con cangrejos de porcelana, de hule y peluche. El sitio en el que pude conseguir cervezas en fechas prohibidas y en cuyas oficinas oí confesiones e hice planes en los que sigo creyendo. El establecimiento al que, en el afán de demostrar que era más que un expendio de alcohol con música ruidosa, lo bautizamos con la sigla, un poco más inofensiva de Centro de Rock Arte y Blues.

El sitio que, por la fuerza de los hechos, tuvo que hacer de Santa Marta su ciudad y al que aún debo cumplir la promesa de visitar, en ese mismo peregrinaje que un día me llevó al CBGB’s, a las ruinas de La Caverna en Liverpool, a La Perla del 11 en Buenos Aires, y a Abbey Road. 
La casa que un día se duplicó para convertirse en un imperio al que creímos inmortal. El lugar de Óscar, de Carolina, del también esfumado Marlon, de Paola, de Sara, de Alejandro Amaro, de Juancho, de Leo, de la primera dama del Rock, y de Adriana, de Pamela, de George, de André, hoy ya no está.

Si hubiera alguna organización con amplia potestad como para declarar a ciertas edificaciones patrimonios internacionales del rock, en la misma forma en que hay patrimonios internacionales de la humanidad, entonces yo candidatizaría a ese par de casas de la calle 73, convertidas, por la mente brillante de quien se atrevió a creer que el rock era rentable aún en Bogotá, para encabezar la lista de esta clase de lugares en mi ciudad, seguida por la también desaparecida calle 60 de los 60, o por los muchos establecimientos de su tipo, cuyo fin invariable y casis siempre igual, ha sido el de sucumbir ante las oscuras fuerzas de un destino al que no parece gustarle que haya rock en mi ciudad.

Esta misma semana, sin que nadie me lo hubiera advertido, pude ver el lugar. El mismo que en los 40 debió ser casa de alguna familia adinerada de entonces, y cuyo registro de propiedad guardo en alguna parte. Era verdad. La casa en la que alguna vez dejé parte de mi hígado, de mi corazón y de mi alma, se vino al suelo envuelta en una nube de recuerdos, de fantasmas amigables y de polvo cósmico. En su lugar habrá, de seguro, un horrendo edificio, como cualquier otro. ¡Larga vida a Crabs en donde quiera que siga estando!

 

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