pero el hecho es histórico, y en los
anales del teatro no se hallará cosa más
bella, más sublime, más soberanamente
graciosa, que este cómico desenlace».
José Caicedo Rojas
Papel Periódico Ilustrado
15 de marzo de 1887
Tan sólo unos años después del fusilamiento de la gran Policarpa Salavarrieta, con los cadáveres de los primeros próceres todavía frescos, recién enterrados y regados por el novedoso suelo patrio, don José María Domínguez Roche, un abogado, pintor y dibujante criollo de respetable inteligencia y aspiraciones nobles, recibió un honroso y comprometedor encargo.
El mismísimo Francisco de Paula Santander, entonces vicepresidente de la República, lo comisionó para ingeniarse un homenaje –algo precipitado– a los héroes muertos de nuestra naciente historia republicana.
Domínguez y Santander se habían conocido durante una visita de este último a la población de Funza, antigua capital de los Zipas, de quienes ahora el primero era algo así como un sucesor venido a menos. Es decir… un alcalde. O mejor aún… el jefe político y militar del cantón correspondiente.
Muy halagado con la misión, Domínguez se dio a la escritura de un drama en cinco actos en el que se pretendía reconstruir la vida, obra, muerte y milagros de Policarpa Salavarrieta.
Por aquel entonces Telemundo Internacional y las alianzas entre Telecolombia y Fox no existían, por lo que darse el lujo de contratar a una compañía de profesionales extranjeros era harto imposible.
Los riesgos resultaban insalvables (entre ellos la dificultad de transportar a los pobres comicastros desde el Viejo Continente hasta estos aterradores andurriales, en donde serpientes y tigres hambrientos estaban al permanente acecho de carnes humanas importadas).
Santafé no era más que una villa insignificante, con una población aproximada de 19.405 habitantes, según consta en la Guía de forasteros del Nuevo Reino de Granada de 1794, y adolecía, por tanto, de toda suerte de diversiones, espectáculos públicos o lugares de saludable y necesario ‘esparcimiento cultural’.
Ante la carencia de actores calificados, el bueno de Domínguez Roche se vio en la poco profesional obligación de echar mano de los recursos que más a la mano estaban.
Puesto que el oficio de ‘cómico’ (forma peyorativa con la que entonces se conocía a quienes aspiraban a dedicarse al noble y desagradecido apostolado de las artes dramáticas) era considerado de baja estopa –y ni los caballeros más linajudos eran inmunes a ser tildados de tal forma– las actrices escaseaban.
Por ello, en muchos casos era necesario disfrazar a los más osados caballeros de representantes del bello sexo. Tal osadía le costó a más de uno un eterno cuestionamiento público a su hombría y virilidad.
Domínguez se dio a la difícil tarea de encontrar, entre los habitantes de la Santafé de entonces, algún criollo con características físicas semejantes a la de los personajes. Fue, sin duda alguna, el primer ‘casting’ llevado a cabo en el ya libre territorio ex neogranadino.
Téngase en cuenta que todo esto ocurrió tan sólo tres años después de la muerte de la verdadera Pola, por lo que de seguro el recuerdo de su rostro y su voz aún debía estar fresco entre algunos ciudadanos emotivos y memoriosos.
Con una fe incorruptible el director persuadió a una ‘guaricha de buen ver’ para que desempeñara el papel protagónico; a agraciado mozalbete para que hiciera las veces de Alejo Sabaraín, su novio; y a un individuo contrahecho y desemejado, al que para más señas le faltaban un ojo y un número lamentable de piezas dentales, para que encarnara al siniestro virrey Sámano.
Así, con cierta medida de discreta gloria, Domínguez bautizó a su obra con el amigable título de ‘La pola’.
Este hecho, cuya risibilidad roza los límites de la ficción, se constituyó en el acto inaugural de la dramaturgia en la historia republicana de Colombia, o cuanto menos en el primer montaje teatral del que se tiene registro.
Después de tres o cuatro ensayos y sin muchos fondos que los respaldaran, don José María y su contingente de ‘actores naturales’ montaron un paupérrimo tablado en el Coliseo Ramírez, ubicado justo en donde hoy está el Teatro Colón.
Muy entusiasmados, encargaron a un grupo de jayanes voluntarios para que se apostaran en cada esquina, cerrando todo acceso al lugar, y para ocuparse de cobrar el real indicado como tarifa de ingreso.
Aquellos santafereños que se preciaban de encontrarse entre los más cultos, sumados a un buen número de quienes no pretendían serlo, (pues al fin de cuentas todos eran iguales) se hicieron presentes.
Los más imaginativos bien podrán figurarse lo difícil que era dar a entender a una caterva de individuos aislados del desarrollo mundial –cautivos en una meseta marginal a la que los pianos, tapices y otros lujos de la civilización moderna llegaban a lomo de mula, y con por lo menos con una década de diferencia– que el teatro no era más que eso: teatro.
Puesto que era preciso que la fecha del estreno coincidiera con la del sexto aniversario de la independencia nacional, y la decisión de incluir el montaje en medio de las fiestas de la celebración patria se había tomado a una semana de la solemne conmemoración, las cosas de resolvieron en la más colombiana de las formas.
A última hora, algunos voluntarios consiguieron alfombras, sillas de pata de cabra, taburetes, mesas, y una buena cantidad de cosas prestadas, cuyo tamaño desmesurado hizo pensar a algunos que habían salido de la nada, pues sin duda en toda Santafé no debía haber lugar para almacenarlos.
Para el vestuario se hizo uso de ciertas prendas raídas, prestadas por miembros el ejército libertador, o abandonadas a su suerte por algún oidor o virrey, o por sus esposas, quienes de seguro –despavoridos en su huida del territorio americano, debieron haber olvidado incluirlas en su equipaje de escape–.
Entre las muchas versiones existentes, muchos autores coinciden en que hubo, por lo menos, tres representaciones de la obra. Una en Funza, la otra en la antigua Gallera, y la otra en el Coliseo Ramírez..
El primer escenario construido para fines estrictamente teatrales en Bogotá fue, precisamente, este último, bautizado así en honor al comerciante español don Tomás Ramírez, generoso benefactor de cuyas arcas provinieron los fondos destinados a su construcción.
El en ese entonces adinerado señor Ramírez dilapidó su cuantiosa fortuna sumergido en su adicción por el juego y en sus proyectos desaguisados.
A pesar de la oposición del Arzobispo, quien veía –como cierto es– que el teatro acarrearía el peligro potencial de enloquecer a quienes se apasionaran por él, Ramírez prosiguió en su empeño de pionero.
La muy local costumbre de estrenar las cosas sin que estuvieran listas condujo a los gestores de tan humanitaria iniciativa a llevar a cabo la ceremonia inaugural mucho antes de que los trabajos fueran realmente culminados, por lo que los trazados originales de la obra nunca fueron llevados a cabo.
De esta manera, el 7 de enero de 1793, varias décadas atrás, había comenzado a funcionar el inconcluso Coliseo Ramírez, que al parecer aún durante la década de los 20 del siglo XIX seguía a medio acabar.
Puesto que no había techo alguno, se montó uno provisional, con la salvedad, escrita a las puertas del recinto, de que su funcionalidad sería transitoria.
Bajo éste había un cielorraso en lienzo, atado mediante unas cuerdas radiales a los palcos de los gallineros, con un gran cilindro de madera en el centro, del que a su vez colgaba una lámpara de araña, fabricada por las manos maestras de don Francisco Jiménez, el mejor hojalatero de Santafé.
Entre ese techo rudimentario y el cielorraso edificó su bello nido una familia extensa de ratas, atraídas de seguro por el buen sabor de las velas de cebo y de los desechos grasosos provenientes de las sobras de empanadas, tamales y condumios varios dejadas por los voraces espectadores viandantes.
Al inicio de cada función, y mediante un rústico sistema mecánico, la lámpara descendía para ser abastecida con decenas de cirios, a cuyo ascenso comenzaba a caer una lluvia ácida de esperma derretida por sobre las cabezas de quienes tenían la desdicha de estar ubicados en las cercanías de su rango de influencia.
Tres palcos, debidamente jerarquizados, se repartían –de adelante hacia atrás– el privilegio de alojar a las clases medias, altas y bajas.
Las criadas contaban con un espacio específicamente destinado a ellas, que no era nada más que una placa de granito –demasiado al frente de los actores– desde donde podían contemplar las funciones. No había camerinos ni vestieres, y por tanto los sacrificados comediantes tenían que cambiarse entre bastidores, muchas veces expuestos al pudor, a las mofas o al morbo de los asistentes.
El telón subía y bajaba gracias a los duros oficios de un par de gañanes, que al inicio de cada función se colgaban de dos poleas. Cuando éste caía, sendos costales golpeaban el piso con impertinente escándalo, dejando una apreciable estela de polvo que –además de asfixiar a los ocupantes de las primeras filas– a veces apagaba los velones dispuestos junto a los faroles que proporcionaban su lumbre lamentable a los personajes.
Cuando esto sucedía, se desprendía de los pábilos un pestilente aroma a gordana carbonizada, que hacía insufrible la permanencia en ese recinto… que de recinto nada tenía, pues como se ha visto había sido techado con una lona precaria.
El nocivo e incivil acto de consumir tabaco mientras se aguardaba por el inicio de las funciones, que aunque anunciado para las 8 en la noche siempre tenía lugar una hora después, hacía aún más irrespirable el aire, y enrarecía el ambiente con una nube espesa y gris que dificultaba la visibilidad y convertía en incomprensibles algunos de los más memorables pasajes de las obras.
Durante el indicio de la presentación de ‘La pola’ en el Coliseo Ramírez, la muchedumbre conmocionada siguió con entusiasmo las andanzas de su protagonista, hasta el momento en que el cadáver de Sabaraín entró al lugar en donde la ésta habría de ser sacrificada.
Dados los pocos años que separaban a la obra del acontecimiento real, es en efecto muy posible que una buena parte de los presentes hubiera conocido de hecho a la verdadera Policarpa.
El público bogotano de entonces era decididamente ‘participativo’, y guardar respetuoso silencio no era costumbre de la que hiciera derroche. Por el contrario, los espectadores solían apoyar los repiques de la orquesta golpeando al piso con sus chagualos, gritando y vociferando.
Al menor asomo de insatisfacción con la labor de alguno de los actores, sus fallas eran comentadas en voz alta y en tiempo real. Si tenían algo qué sugerir con respecto a las vestiduras de los personajes, se los decían en medio de la escena.
Peor aún, si había algún villano o figura a la que consideraran odiosa, no se contenían a la hora de apedrearlo o de sepultarlo con cuantos objetos tuviesen a la mano.
Puesto que la inmolación de la infeliz de Policarpa seguía despertando recelo en el pueblo, aún resentido, el pobre tuerto al que habían escogido para el papel del virrey Sámano resultó vilmente atacado por un trozo petrificado de panela que le cayó desde los bancos de la orquesta, al momento de anunciar su condena de muerte..
Cuatro hombres fornidos fueron aún más lejos, caminando enfurecidos por entre la chusma hasta el proscenio, para ajusticiar a los verdugos como era debido. Angustiado, el pobre aprendiz de cómico se guareció, atrincherándose tras el cúmulo de candilejas encendidas que tenía en frente.
El empresario –preocupado por la integridad física de sus actores– subió hasta el patíbulo falso para explicar a la desairada concurrencia que nada de lo que estaba sucediendo ahí era real, que sus lágrimas eran a destiempo, y que todo lo que ellos creían que estaba aconteciendo, había tenido lugar hacía más de seis años.
No obstante, en contra de lo que habría querido, la muchedumbre se mostró todavía más descontenta, por lo que algunos otros miembros del honorable público imitaron el gesto, espetando sobre el ya desagradable rostro del remedo de actor docenas de huevos y tomates al pormayor.
Así las cosas, el patrocinador se vio abocado a tomar una medida de emergencia. Tomó la palabra y anunció a la muchedumbre de damas plañidoras y de caballeros sollozantes que su majestad, Fernando VII –en una muestra de sus intenciones de paz para con el pueblo neogranadino– había decidido conmutar la pena de muerte a la honorable Policarpa Salavarrieta Ríos.
Y que además, para quienes aún tuvieran dudas de su irrecusable bondad y de la anuencia divina en lo tocante a la invasión española, Sabaraín había regresado desde el país de los muertos hasta ese preciso lugar, por lo que en breves instantes habría de oficializarse, con la venia de la Santa Madre Iglesia, la ceremonia de matrimonio entre los dos mártires.
Los desconcertados vestuaristas consiguieron un improvisado hábito sacerdotal, con el que vistieron al otrora verdugo, a quien la inexplicable magia del teatro transformó en clérigo.
La gleba, alborozada, estalló en un fervoroso llanto de celebración. Todos aplaudieron la resurrección del mancebo y la bondad desplegada por la no tan tiránica corona española.
Y para celebrar el indulto, la alborozada concurrencia en pleno alzó en hombros a la revitalizada Pola y la paseó por toda la Plaza Mayor, antes de que fuera de Bolívar.
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