A las 2:37 P.M. del viernes don Deogracias atravesó las puertas de la Biblioteca Luis Ángel Arango con el fin de renovar su membresía.

Se acercó al departamento de Atención al Afiliado y preguntó al burócrata de turno cuáles eran los requisitos para llevar a cabo el trámite.

El odioso empleado le explicó que debía cancelar 32.000 pesos y diligenciar un formulario de actualización de datos. Lo extendió mecánica e indiferentemente hasta sus manos y le indicó que para tal efecto le sería preciso hacer uso de la mesa central contigua a la oficina, pues había muchos otros socios esperando detrás de él.

Don Deogracias revisó sus bolsillos en busca de su estilógrafo Pelikan Micropunta. Invadido por la prisa, don Deogracias comprobó que en un acto de torpeza y descuido lo había dejado en la mesa del teléfono, a la salida de su hogar. Y que por tal razón no tenía a la mano ningún instrumento de escritura para liberarlo del apuro. Don Deogracias miró en derredor, tratando de ubicar a un ser amable, en disposición de prestarle, por uno o dos minutos, su propio bolígrafo. Preguntó, sin que alguien le respondiera, si había entre todos los presentes algún buen ciudadano capaz de ayudarlo.

Ante sus ojos saltó entonces un trío de lapiceros de distintos colores, enganchados del bolsillo izquierdo de la camisa de mangas cortas del mismo cretino con el que había intercambiado algunas palabras segundos atrás.

Con voz y ademanes muy corteses, don Deogracias inquirió acerca de si sería posible, quizá, que él, en su calidad de empleado de la entidad, le prestara alguno de los tres que tenía, para aligerar el diligenciamiento de la forma. El miserable empleado, por supuesto, se negó.

Secreta y dignamente indignado don Deogracias no le contestó. Caminó la larga distancia que lo separaba de la salida del claustro. Se dirigió, ya transpirando por la agitación, hasta la tienda de Conchita, compró uno nuevo, y volvió a subir por la empinada calle 12. La entrada y la salida de la Biblioteca estaban en extremos opuestos del edificio.

Sin decirle nada, entregó el documento al badulaque, dio por terminado el trámite, ya sin ánimos de consultar texto alguno, y se fue, preguntándose cómo era posible que un ser tan despreciable anduviera así, impune, egoísta y cruel por el planeta.

Al salir, don Deogracias se dirigió hacia la sede de la Universidad Jorge Tadeo Lozano para solicitar un certificado de estudios de su hijo menor, Jonathan, quien pese a sus muchos sacrificios por ofrecerle una digna educación seguía considerándolo un mal padre y además imbécil.

Don Deogracias lo necesitaba para recibir un importante descuento en los pagos mensuales de la entidad promotora de salud en la que su vástago estaba afiliado. A pesar de haberle implorado ir por sus propios medios por él, Jonathan, se rehusó, argumentando que le era más grato quedarse durmiendo y disfrutando de su periodo vacacional de mitad de año.   

Don Deogracias quiso ingresar al aterrador campus de la  institución, pero un vigilante hostil lo detuvo para inquirirle acerca del motivo de su visita y para solicitarle un documento «que no fuera la cédula». Después de mirarlo con desconfianza, el guardián le tomó una fotografía digital. Luego –tras haber avanzado unos 10 metros–, le gritó para pedirle que regresara, pues el archivo en formato *.jpg correspondiente a la imagen se había estropeado. Una vez repetida la operación don Deogracias se fue hasta la oficina de matrículas.

Esperó unos 23 minutos para ser atendido. Comentó a la señorita a cargo de la ventanilla acerca de sus requerimientos. Le dijo que tenía urgencia de llevar a cabo la engorrosa gestión. 

Ella le respondió que el trámite requerido para tales documentos tomaba por lo menos tres días hábiles y que para efectos de solicitud debía respaldar el pedido con una autorización firmada por su hijo, y por una fotocopia autenticada de su cédula de ciudadanía.

Don Deogracias llamó a Jonathan, quien a la sazón seguía dormido, sin recibir respuesta. Entonces preguntó a la empleada si tal vez sería posible que ella, con el nombre y apellidos de Jonathan pudiera comenzar a adelantar el trámite, con el compromiso de que Don Deogracias mismo, a la vuelta del lapso acordado, se presentara con cédula y autorización en mano. Ella le dijo que hasta tanto los documentos no estuvieran en sus manos no podría prestarle tal servicio y lo instó a retirarse, pues había muchos más tras de él que requerían de atención inmediata. Sin nada más por hacer, y con una decena de seres humanos más acosándolo por la retaguardia, don Deogracias abandonó el claustro, algo triste.

Don Deogracias tenía hambre, un billete de 50.000 pesos y una moneda de 500 en su cartera. Casi al llegar a la carrera Séptima, a la altura de la calle 22, encontró un aviso en el que se ofrecían empanadas, justo por ese bajo precio. Se detuvo. Solicitó una al dependiente. Sin mirarlo, sin hablarle y de pésima gana, éste se la entregó. Don Deogracias le asestó un mordisco frustrado.

El contenido de la empanada estaba rancio y avinagrado. Pero al saborearlos, arroz, papa, cilantro y pollo ya habían sido denigrados a la categoría uniforme de bolo alimenticio. Para no perturbar a sus comensales sus involuntarias malas maneras, fruto de la desesperada situación, don Deogracias se dirigió al excretorio, para esputar los resquicios del remedo de empanada.

Antes de poder abrir la puerta el dependiente mudo recuperó su voz para notificarle que el servicio de baño era de uso privativo de quienes efectuaban compras superiores a 1.000 pesos oro, rubro que duplicaba el del rancio comestible del que esperaba deshacerse. Don Deogracias pidió una servilleta. Escupió dentro de ella y arrojó el contenido al bote más cercano.

Entonces don Deogracias recordó que aún era tiempo de dirigirse hasta el Banco Popular para cobrar los 450.000 pesos de su pensión. Llegar sin dinero a su casa no estaría bien visto por su tríada de hijos odiosos y su esposa incompasiva. Era preciso evitar cualquier riesgo de hacer aún más amargo el fin de semana de lo que ya inevitablemente iba a ser.

Don Deogracias se dirigió hacia la oficina de banco más cercana. Por un momento olvidó que las entidades financieras cerraban a las 3 exactas, y que la intransigencia de los vigilantes a cargo era más inflexible que la inflexibilidad. El reloj marcaba las 2:58, y el vigilante ya estaba empuñando las llaves para cerrar las puertas de vidrio del banco, para suspender la atención del público hasta las 9 AM del próximo lunes.

Justo antes de que él pudiera entrar, el guarda decidió que era hora de hacer sentir su minúsculo poder. Le puso la puerta de vidrio grueso en la frente y fingió que no podía oírlo.

Ya ese mismo viernes, cuando había anochecido, don Deogracias destruyó la vitrina de una tienda de ropa. Despedazó a los maniquíes y arremetió con sevicia y alevosía contra los empleados. Nadie entendió por qué lo hizo. Aunque una de las víctimas llegó a afirmar que tan inexplicable acto pudo deberse a su negativa a mostrarle un par de prendas que éste le solicitó, para comprobar su calidad, después de haber presumido que su intención no era la de comprar nada.

Los trabajadores del almacén se comunicaron con la inspección de policía. Los agentes remitieron el caso a un centro psiquiátrico.

Después de ser capturado y sometido a exámenes, don Deogracias fue internado en un sanatorio mental. Se determinó que el paciente Deogracias Heredia Bahamón no gozaba de la solvencia mental como para vivir en comunidad, pues le era imposible comprender a sus semejantes y convivir con ellos sin hacerles daño. Tendía a impacientarse con anormal facilidad.

A veces, con muy poco ánimo, su esposa y uno o dos de sus hijos vienen a visitarlo, tan sólo para recriminarlo y preguntarle en qué demonios estaba pensando cuando hizo semejante estupidez. Hasta el momento Jonathan no lo ha hecho, ni lo tiene entre sus planes, pues prefiere el calor de las frazadas al frío de una casa de orates como esta. 

 

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