Kikuyo extiende sus sutiles y ágiles tentáculos vegetales por sobre toda mi ciudad, robándole metros cuadrados al tirano asfalto.

Kikuyo es el pasto bogotano, por trasplante. Adorna -como un peinado caprichoso y terco- las viviendas, edificios y calles grises en vísperas de convertirse en lotes, en puentes o en despojos. Y ahí, entrelazado con el paisaje urbano, como único testimonio vivo, sigue Kikuyo. Es la cucaracha del reino vegetal. No se deja destruir. Y nosotros, para reconocerlo, nos tumbamos a dormir sobre esta fracción de planeta, tapizada en él.

Kikuyo es un vida anciana que se desborda, transformada en esporas y rizomas, sin que ya nadie tenga que ocuparse de cuidarlo o de velar porque no fallezca. Kikuyo un día fue exotismo y hoy nos parece maleza. Maleza robusta. Maleza octogenaria. Y eso, tan sólo, porque todo lo que se hace abundante termina por ser llamado así, como abundar fuera privilegio exclusivo de los malos.

Kikuyo esparce sus raíces subrepticias por entre los postes y zanjas. No respeta cercas. Violenta de a pocos y sin ser notado las estructuras imposibles de romper en concreto y acero. Kikuyo, o Pennisetum Clandestinum -como algunos se atreven a llamarlo- vino al terminar los 20 de los 1900, desde lejos, y heredó su nombre de una tribu nativa procedente del este africano.

Le dicen ‘clandestino’ porque a diferencia de los de su especie, las flores que viven en Kikuyo no gustan de asomarse, y se rehúsan -por una tímida y discreta convicción- a dejarse ver.

La llegada de Kikuyo fue sentencia de extinción para alondras y atrapamoscas. Pero a la vez Kikuyo y sus semillas se hicieron manjar y bendición para los paladares de los copetones, los mejores y menos agraciados amigos de la capital. Si es -por supuesto- que un copetón puede tener algo parecido a un paladar.

Invasivo y veloz, Kikuyo se propagó, tendiendo su manto verde por sobre toda la sabana. Antes de Kikuyo mi ciudad lucía amarilla, vagamente desértica, y aún más triste que hoy. Sobre la Tierra, con vocación de desierto, otros pastos menos voraces esbozaban sus tímidos linderos.

Kikuyo se siente más cómodo en las latitudes frías. Y por eso fija sus definitivos dominios en ellas. Kikuyo huele a mi ciudad y mi ciudad huele a Kikuyo mezclado con gas de tubo de escape. Kikuyo crece más rápido que las carreteras, y se hace ma´s fuerte que quienes quieren acabarlo.

Fue en 1928. Don José Félix Restrepo, eminente jesuita, supo acerca de la existencia de Kikuyo al explorar las páginas interiores de alguna edición del Times londinense, en la que un periodista botánico se refería a él en términos muy halagüeños.

Decía que Kikuyo era resistente a las pezuñas del ganado, que las bestias lo consumían con avidez desenfrenada, y que no era de los que se complicaban por grandes periodos de sequía o de calor extremo.

Como si ello no bastara, y en una especie de ímpetu patriarcal de colonizador botánico, en perfecto inglés isabelino, el generoso reportero se ofrecía a enviar, a vuelta de correo transoceánico, semillas gratuitas de Kikuyo a quien se las pidiera.

Imbuido por su espíritu benefactor y progresista, y quizá un tanto descreído en cuanto a la eficiencia de los servicios postales del país, el padre Félix envió una carta al reportero inglés.

Pocas semanas después, sobre su escritorio clerical había varios estolones de Kikuyo remitidos desde la Gran Bretaña. Algunos se los dio a don Marcos Jaramillo, quien de prisa procedió a sembrarlos en inmediaciones de la hacienda El Horizontes, en el Tolima.

Don Marcos fue más lejos y los envió a Santa Rosa de Cabal y a Popayán. Allí Kikuyo cayó en manos de don Guillermo Valencia, quien, muy paternal, heredó su nombre a todos los nuevos Kikuyos nacidos en la región, y hoy conocidos como Pasto Valencia. Los campesinos lo bautizaron Cucuy y Cocui (que no es el Cocuy).

Kikuyo tiene opositores. Lo acusan de ser implacable al ir contra los pavimentos de caminos o al derribar las tapias de tierra pisada, y blando y complaciente con las heladas. Por eso algunos, aunque se digan aliados del verde, lo consideran enemigo peligroso y silente.

Pero él planea quedarse aquí. En la sabana de esta tierra santa en la que, desde entonces, Kikuyo reina. Esparcido en un millón de esporas que nos sobrevuelan, disgregándose en el viento. Aumentando el espesor de la superficie acolchonada que invita a dormir. Pero eso, y ante la evidencia de los resultados, es algo que a Kikuyo importa muy poco. Porque aunque pocos bogotanos sepan lo que son pastos, forrajes y gramíneas, él se siente seguro: dentro, encima y debajo de nosotros.

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