Y a fuerza de tanto soportarlo aprendemos a vivir con nuestra propia agonía: larga o corta. A nuestros pequeños les cambia la voz. Y a nosotros se nos desgastan el aspecto y los ánimos. Se nos desvanece el brillo pueril e irrecuperable del rostro, ya estocado pro las décadas. Y aprendemos a vivir con nuestras proprias frustraciones. Con nuestro propio anonimato, nunca antes contemplado entre los planes. Con nuestra propia condición de ciudadanos del común a la que antes creíamos impensable.

Entonces aprendemos que las vidas, como en un viejo juego de video de los 80, de los que había en Uniplay, se nos han ido agotando de tanto cometer errores. Y que ya tienden a cero.

Los lustros y los años de los que hoy somos testigos pasivos nos suenan monstruosos y enormes, y nos preguntamos en qué momento el cronos escindió su dimensión lógica y proporcionada. Y entendemos que ya nunca seremos estrellas de rock, ni de nada, quizá.

Se nos envejecen abuelos y padres. Y nosotros, ya medio conscientes de que así es, vamos tras ellos, replicando el modelo biológico inevitable. Los menos conformes con la naturaleza nos arrancamos las canas, y hay quienes intentan ocultar la calvicie frontocoronaria con algún peinado mimetizador. Nuestros relojes de pulso con radio incluido. Nuestros walkmans Sony Sports y nuestros Game Boys de bomberos rescatando heridos, son curiosidades de las que los niños de hoy se mofan.

Las cosas con las que jugamos ya se nos quebraron. Los seres a los que veneramos se nos están fugando. Los futbolistas, reinas de belleza, actores, músicos, escritores y políticos ya dejaron, hace mucho, de ser mayores que nosotros. El mundo se nos llena de simonesgavirias. Y muchos de ellos nacieron para cuando ya éramos adolescentes.

Vienen los más jóvenes por el poder que nunca tuvimos. Y nuestros contemporáneos importantes no merecen serlo. Y los envidiamos. Y pensamos si acaso ghemos perdido el tiempo o si el tiempo ha sido un juez demasiado severo para con nuestros ratos de ocio, vividos bajo la adormecedora complicidad de antaño, cuando creíamos que había días de sobra.

y vemos a nuestros amigos de siempre, ya afrentados por la alopecia, deformados por el tejido adiposo alojado para siempre en sus vientres. Transformados por la paternidad y las simplezas prácticas de la vida marital. Y ya pocos comparten nuestros recuerdos. Vamos a un bazar o a una tienda y los menores nos dicen ‘señor’. Y duplicamos la edad de quienes tienen 17.

Las cosas que te hacían sentir parte de algo se van perdiendo, o se van cansando de existir. Ya nadie sabe qué fue Do Re Creativa Tv o Sabariedades. Y nos gusta la radio adulta. Y vemos a la fotografía de nuestra promoción escolar, y aunque nunca lo pensamos ya luce un tanto decolorada, como nuestra propia alma.

Y los nuevos clásicos son de ‘Green day’. Ya no tenemos en dónde poner cassettes, y nuestros chistes de época ahora ameritan explicaciones sobre lugares, seres y eventos. Y creemos que aún hay avisos de Haceb en los directorios telefónicos, o que Nirvana es una novedad.

Y ya ni los 40 ni los 50 nos aterran, porque los sabemos cercanos. Y más bien, lo anormal comienza a parecernos corriente. Y nos volvemos para mirar lo que somos, lo que fuimos (que aunque similar, no es lo mismo), como hablándole a un espejo opaco.

Lo nuevo anula lo viejo… La gente se deshace de sus viejas imágenes, de sus viejas cosas y de sus viejas memorias. Y nuestra lista de muertos conocidos ya no cabe en nuestros 10 dedos. Y la gente ya no se ufana de tener 1.000 discos de vinilo en su colección, sino 500 gigas de música en su disco duro.

Nos parece tarde para seguir en la fiesta, y comenzamos a preferir quedarnos dormidos a seguir obligándonos a no hacerlo. Preferimos mantenernos en silencio y aceptar la serenidad y no el escándalo como el más sabio y oportuno de los procederes. Y quisieramos hacer de cada segundo una hora.

Entonces pensamos que los días se nos van acabando, atomizados en miles de millones de segundos a los que no contamos. Nos perdemos en cierta tranquilidad resignada y pretendemos estar tranquilos porque al final todo, de alguna forma va a acabarse, y porque cada uno tiene derecho a cometer sus errores y a exhibir sus aciertos , y nosotros, de hecho, ya lo hicimos. Y los que han llegado después ya comenzaron a hacerlo, mientras dormíamos.

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