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Me dedico a rescatar objetos olvidados. A rehabilitar piezas náufragas. Con ellas he ido construyendo esto a lo que llamo casa.

Gracias a tan insignificante y ociosa actividad me he ido inventando mi propio pretexto para tratar de mantenerme aquí por cuanto tiempo me resulte biológicamente posible. Y para dar una buena explicación y un propósito a mis obsesiones anormales.

En la misma forma en la que algunos se consagran a defender minorías, a construir fortunas o a recolectar piedras extrañas, yo voy por tenderetes, desvanes, cuartos de trebejos, escaparates decrépitos y depósitos, dirigiendo mi vista hacia las piezas menos vistosas, para tratar de llevármelas conmigo. Tengo gramófonos, máquinas de escribir, teléfonos sin disco, medicamentos caducos, jabones ya secos, muñecos mutilados y otro centenar de amigos más.

Vivo de socorrer a los objetos. Los adopto. Me transformo en su mentor. Y me hago y les hago la solemne promesa de deberme a ellos. Me rodeo de su presencia tutelar y los convierto en mi familia. Les doy lustre y trato de removerles polvo, lama y óxido, y de dignificar su lugar en el universo. Me ocupo de su bienestar inmaterial.

Los saco de sus féretros y los pongo en un anaquel o en una repisa decente, para que todo el que venga por aquí -con ánimo contemplativo- se encargue de obsequiarles una mirada y de hacerles sentir que su existencia vale para algo. A veces, vanidoso, los pongo a la vista del mundo entero para que alguien en la tierra sepa lo bien que me siento junto a ellos.

Por eso el pequeño reducto en donde vivo es un cúmulo de vejestorios, rehabilitados a la vida útil, y aún así despreciado por unos cuantos.

A veces pienso que son los objetos los que nos buscan a nosotros y no nosotros a éstos. Como si ellos mismos intuyeran -entre la muchedumbre de seres desprevenidos e iguales- cuál de los muchos espíritus materializados que por ahí desfilan, podría acaso rescatarlos del olvido al que parecen condenados. O del fuego. O de los depósitos de basura, que para dichos objetos deben ser lo mismo que las tumbas o que el anonimato para quienes suponemos tener vida.

Fundamento mi teoría, no en la particular atención que presto hacia todo lo antiguo, sino en la forma como todo lo antiguo a lo que añoro termina por aparecérseme en alguna parte sin que yo ande por ahí exhumándolo. Así pues, las cosas se me acercan, sin que yo las llame, para invitarme a llevármelas a mi casa.

Hay quienes condenan mi apostolado. Los dogmáticos del mundo del Feng Shui, grandes enemigos del pasado Los seguidores del odioso mantra aquel de que «quien guarda, guarda pesares». E incluso, aquellos a quienes considero más cercanos.

Cuando aún vivía en mi casa materna, mis objetos antiguos fueron víctimas de serios atentados cuya misteriosa desaparición, sin duda, me provocó intensos padecimientos. Alguna vez, cuando yo no estaba en la ciudad, se deshicieron de mi colección de directorios telefónicos de Bogotá, en donde había incunables volúmenes de la Biblia urbana, publicados entre los años 50 y 90. Dudo que algún día pueda conseguirlos de nuevo. Reaccioné con la natural histeria desesperanzada de quien ha perdido un hijo, y me prometí que en adelante nunca nadie podría arrebatarme mis objetos adoptados.

Me obsesiona el sonido grabado. Me conmueven las letras escritas. Me apasionan las imágenes, fijas o en movimiento, y todas aquellas cosas y obras que al final de nuestros días habrán de dar cuenta de nosotros. Aquellos soportes que en un futuro -cuando ninguno de nosotros esté aquí para testificarlo- nos mantendrán, en cierto modo, un poco menos ausentes. Cuando nos vamos. Cuando los objetos y el mundo cambian, sus anteriores réplicas adquieren cierta grandeza propia que sólo tienen las piezas que representan lo que ya no existe. Cuando son la prueba audible, legible o visible de nuestra perecedera especie. Por eso escribo, con la razonable esperanza de que a la vuelta de 200 años alguien se tropiece con mis palabras letárgicas.

Pero también creo que toda colección digna debe tener una historia. Entonces pierdo mi tiempo tratando de descubrir la biografía de mis objetos. Y por lo general, al no encontrarla satisfactoria, de inventármela, pues la capacidad de llenar vacíos científicos con la fantasía es tal vez el mayor y menos admisible deber de todo buen investigador.

Antes de que llegaran estos tiempos en que ver girar nuestra voz hablada en un dispositivo circular fuera cosa rutinaria, o de que la fotografía y el video fueran cotidianidades con las que la humanidad entera jugueteara, sin respeto alguno, supongo que ver nuestro nombre reproducido en letra impresa, nuestra voz transformada en sonido análogo, no nuestras imágenes estampadas en daguerrotipo o papel fotográfico eran hechos milagrosos.

El disco pequeño del que ahora me dispongo a hablar me buscó desde su lugar de desvalimiento, en algún puesto de baratijas.

 

 

Temí que, de no hacer algo, algún desalmado habría de declararlo chatarra insubsistente, y optaría por sentenciarlo a la hoguera o a la basura. Era un predecesor de las cintas magnetofónicas o de las unidades de almacenamiento portátiles. Etiquetado con la marca Voice o Graph.

Como él hay muchos en el mundo. Funcionaban con una máquina alimentada por monedas (algo así como una rockola a la inversa), encargada de consignar cortos mensajes grabados que, supongo nadie lo pensó, habrían de prevalecer más allá de su objeto inmediato.

Era un mensaje enviado por JM Rojas C, el 3 de enero de 1948 a sus hijos Clarita y Hernando Rojas. Ignoro desde dónde. Ignoro hacia dónde. Ignoro qué significan las siglas de JM y el segundo apellido de C. Ignoro quienes son o quienes fueron Clarita y Hernando. Supongo que para entonces don JM debía tener al menos 28 años, suponiendo que sus hijos ya escribían, y que pudo tenerlos a los 20. En tal caso, de estar vivo, hoy tendría 90.

Aun así, siento que, de haberlo sabido, el señor Rojas habría de sentir que no desperdició el minuto y medio que debió tomarle grabar esto, hace 62 años. Que aún cuando tal vez se haya ido, algo de su voz seguirá por ahí, en el mundo.

Que aparte de sus propios descendientes, capaces sin duda de olvidarlo, algo en el universo habrá de dar cuenta de su esfuerzo porque el pequeño Hernando se consagrara al aprendizaje de las disciplinas ortográficas.

Un día la vida se me va a acabar. Un día yo mismo -como supongo le ocurrió o le va a ocurrir a don JM Rojas C (cuya voz ya entonces sonaba infrahumana)-, los años se me habrán de gastar. Entonces me pregunto qué será de mis objetos cuando me vaya. O en qué venta de baratijas habrán de ir a parar aquellas cosas a las que amo, cuando ya no haya nadie para custodiarlas. ¿Será que acaso, para entonces habrá un buen rescatador de objetos perdidos que repare en su existencia? Y aunque me siento triste, mi alma se consuela mientras escribe las presentes letras.

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