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reybufon.jpgEsta es la historia de un demagogo megalómano con afanes exhibicionistas que -con el propósito de dar aún más vistosidad a su interesante trayectoria como educador-, encontró en el escándalo el mejor de sus aliados.

El testimonio vital de un hombre inteligente -y pese a ello, sediento de atención- cuyo afán de ser notado lo condujo a aprovechar su condición de servidor público y de rector de la más importante universidad pública del país, para hacer payasadas que de inmediato lo convirtieron en figura reconocida.

Primero desenfundó una espada plástica y llegó armado de ella a su despacho. Después miccionó sobre la sacrosanta grama del campus a su cargo. Eso fue al comienzo de los 90 del siglo XX.

Luego, sin poder cautivar la atención de un grupo de estudiantes descontentos, en medio de algún encuentro de artistas conceptuales que lo estaban abucheando -porque nada de lo que decía parecía convencerlos-, presa del desespero, se despojó de pantalones e interiores y enseñó su zona glútea a toda la comunidad presente.

¡Qué brillante! ¡Qué magna muestra de genialidad! Semejante triada de actos desaguisados y efectistas no podía ser invisible. ¡Y ya era famoso! Habría bastado con que fuera ministro de Educación.

A continuación, una vez vinculado con esa generación de histriones a los que el país considera dioses y  prohombres por el simple hecho de obrar con excentricidad, se hizo alcalde de Bogotá. Y entonces fue ‘el Rey Bufón’.

Puesto que la muy de moda ‘cultura ciudadana’ y la educación fueron desde siempre sus dos más grandes grandes preocupaciones, el Rey Bufón hizo de éstas una política pública. Entonces empezamos a sentirnos más civilizados.

Y el Rey Bufón contrajo matrimonio en un circo. Para mostrarse excéntrico. Para figurar en cuanto fuera posible con el pretexto de pugnar por los derechos infantiles.

No obstante, y aunque pocos lo recuerdan, en su gestión como alcalde el Rey Bufón fue privatizador y cruel, como la mayoría de sus contemporáneos, por más que sus ejecutorias neoliberales fueran opacadas por los payasos, las zanahorias y las imbecilidades espectaculares, por las que aún hoy el país lo admira.

Su prepotencia intelectual llevó al Rey Bufón (aunque mejor le vendría llamarlo ‘rey bobo’) a considerarse más brillante que el resto de los bogotanos. Y a suponer que éstos eran sus súbditos. Sus diminutos muñecos articulados con quienes ejercitar sus inquietas manos de geniecillo dictatorial, malcriado y manipulador.

No obstante y pese a la lúdica y a los jugueteos propuestos por quien parecía inofensivo, el Rey Bufón -moderna y curiosa encarnación híbrida de Calígula mezclado con Nerón- solía reaccionar con brusca y fascistoide violencia de emperadorcillo consentido, ante cualquier brote de desconocimiento a sus proclamas.

Cuando se negaron a hacerle caso, decretó toques de queda, días sin mujeres, días sin hombres y otro buen número de ejercicios totalitaristas y anticonstitucionales. Y cada vez que podía concedía declaraciones a la prensa con su boca saturada de betacaroteno ya procesado por sus molares y convertido en bolo alimenticio.

‘Horas zanahorias’, manitas ridículas estampadas en tarjetas rojas (a las que muchos de sus gobernados acogieron, porque ello les hacía parecer civilizados y primermundistas), y excesos odiosos de autoridad, emprendidos en contra de quienes no quisimos continuar con su juego. Porque, contrario a lo que pensamos, no todos somos tan estúpidos como él supone.

Puesto que el hurto era poca cosa para un demagogo de tamañas calidades y anhelos, las buenas reservas que permanecieron almacenadas en las arcas de Bogotá durante su primera administración, dejaron un buen sabor en sus gentes y le garantizaron una envidiable reputación de honesto, cosa que, sin duda, es más que excepcional. Acostumbrados a pésimas alcaldías y a la regla de alternar el oficio de la política con el del latrocinio, cualquier cosa que no se pareciera a las anteriores era ideal, tan solo porque «él no se roba un peso».

La situación, sin embargo, no tuvo nada de perfecta. Embriagado por su propio deseo de ser emperador y de utilizar a sus gobernados como marionetas, el Rey Bufón renunció a la Alcaldía Mayor de Bogotá, para unirse, en calidad de fórmula vicepresidencial a la candidatura de quien hoy es su adversaria, la mujer de la falsa sonrisa de profesora de kindergarden. Perdieron.

No obstante, el tiempo de campaña bastó al Rey Bufón para afrentar al país entero con sus clásicas imbecilidades a las que la nación tomó por genialidad excepcional. En un grosero y ególatra acto el Rey Bufón arrojó el contenido de un vaso de agua sobre el rostro de Horacio Serpa, uno de sus contendores (con el doble fin de ridiculizarlo, de posar de justiciero y de hacer pensar al mundo que su irreverencia y sus ‘statements’ simbólicos eran un prodigio de la humanidad).

Empero -ya curtido en las lides electorales- el Rey Bufón regresó al solio del burgomaestre, aprovechando la pésima memoria de los bogotanos y su afinidad por la ridiculez, recibiendo latigazos de un chamán en las fuentes pandas del Parque Nacional. Su segunda administración lució calcada de la primera: lúdica, exhibicionista, represiva -si había que serlo- y bastante popular. Bautizó a su partido con el título de ‘Visionario’, denominación a la altura de su carácter pretencioso, y adoptó el naranja como su color de batalla.

Brillante como es, ahora el Rey Bufón intenta convertirse en primer mandatario de la República, en el que se presume podría ser uno de los más inoperantes, mesiánicos, autócratas y dictatoriales gobiernos de la historia.

Curtido en aquello de generar emociones en sus semejantes, ahora el Rey Bufón está apelando a una propia dolencia motora y neurológica para granjearse las simpatías de los más escépticos. No me extrañaría que aquello de utilizar su padecimiento como estrategia electoral hubiera sido urdido por su mente matemática y ambiciosa. Y me temo que gracias a ello, y a los girasoles expandidos viralmente por la red, el Rey Bufón pueda cristalizar su sueño de convertirse en emperador avalado por el voto popular.

A un sector importante de intelectuales, bohemios, artistas y chocolocos, que como él están convencidos de ser más civilizados que el resto de la humanidad, y quienes gustan de tratar a sus semejantes o de ser tratados ellos mismos como idiotas, la idea parece entusiasmarles. Sobre todo a quienes son demasiado jóvenes como para recordar sus fallas antañonas.

Si tales intelectuales fueran tan intelectuales notarían, tal vez, que tras el antifaz de la pedagogía y la cultura ciudadana no se asoma  ningún planteamiento sólido ni estructural alrededor de los serios problemas que agobian al país. Nada más que una retórica prodigiosa y difícil de entender, muy apropiada para despistar a quienes no quieren lucir como ignorantes. 

Lo que más asusta del Rey Bufón no es el Rey Bufón mismo, sino sus seguidores.

Los mismos que envían agresivos girasoles vía Facebook y que operan con un espíritu sectario similar al que alguna vez ellos condenaron en los ‘furibistas’. Quien no lo crea puede comprobarlo al ingresar a Twitter o a un blog como este para intentar contradecir alguno de los postulados del Rey Bufón, y para ganarse insultos antes solo dignos de mi colega Apolosystemas.

Me pregunto qué será más apocalíptico para los electores entre la hegemonía oligopólica aquella en donde ‘los Santos hacen milagros’, la sonrisa hipócrita y cancilleril y la indecisión política de la profesora de kínder, o el mesianismo exhibicionista y caligulesco del Rey Bufón.

Ya del Partido Visionario de otrora no queda nada. El Rey Bufón y los suyos se han teñido de verde. Mañana lo harán de azul o de rosa. Todo porque la doctrina no es lo que importa sino el hombre.Eso se llama caudillismo y consiste en que los individuos y la iconografía circundante son más importante que las ideas.

La actual imagen de marca del Rey Bufón se asemeja demasiado a la de Aceite Premier, lo que me que una alianza con la fábrica de dicho producto puede serle tan provechosa como lo habría sido para Galat una con el ponque Gala(t), de Ramo.

Lo triste de todo es que, entre todas las malas opciones presidenciales, el Rey Bufón es -según el consenso de los sensatos- ‘la opción menos peor de todas’, y que hoy, tal como en los esplendorosos tiempos en que Uribe parecía indestronable, seguimos divididos en dos polos, tan radicales como irracionales. Tan convencidos de que esa única solución con la que deliran tiene nombre propio.

Ahora estoy aún más preocupado que hace dos meses.

Porque vivo en un país despojado de criterios. Porque igual admiramos a un capataz feudal y reaccionario con una visión premoderna y latifundista del país, que a un filósofo-matemático-ilustrado, académico y arrogante al que nadie le entiende nada. Y porque los aulicos de uno y otro son militantes de la irracionalidad agresiva.

El punto, en el fondo, es obedecer a un líder de manera ciega e irracional, y seguir creyendo en la existencia de un solo ser sobre la tierra llamado a salvar a nuestro país de lo inevitable.

En el fondo el Rey Bufón es potencialmente tan peligroso como Uribe, con sus afanes dictatoriales, su mesianismo ciego y sus ínfulas de salvador. ¡Cómo lo siento por nosotros! Porque si Uribe gobernó al país como si fuera su finca, el Rey Bufón habrá de hacerlo como si fuera su circo.

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