Puesto que aún no había alcanzado a intuir su espíritu irónico, me quedé serio, sin saber en qué forma habría de esperarse que yo obrara.
Luego, tras un silencio de otros tantos segundos, lo vi sonreír. Así comprendí que él, sin duda, era un bromista amigable de profesión. Un bromista de 94 años, que generoso me regalaba su risa sincera y legendaria.
Se quedó mirándome. Con falsa seriedad aseveró: «Usted se me parece al general Córdoba». Le pregunté si se trataba quizá de un primer halago inmerecido o de una segunda buena mofa. De nuevo él se guardó la respuesta.
Miré a Carmen Sofía, una de sus hijas (quien también, como él, es abuela, y la que más se le parece de entre sus descendientes), para que me insinuara qué pensar. Ella me invitó a entenderlo como un cumplido, pues sin duda el tal general Córdoba era de buen ver. Por tanto me les sumé para reírme al unísono.
Después -como si yo no supiera quién era él- el maestro me extendió su brazo sin ceremonias, y me dijo su nombre. «Pedro Medina», a sus órdenes. No resulta fácil para un parroquiano cualquiera, como yo, estrechar la venerable mano de un patriarca, sin sentirse intimidado. Ni mirar los ojos de un hombre de aquellos a quienes basta con verlos de lejos para aprender. De quien está a cinco años de triplicar mi ya avanzada edad, y que aun así mantiene invulnerables sus fuerzas para escapársele con éxito a la muerte, y a la contundencia incompasiva de las décadas.
Era él. El gran Pedro Medina Avendaño. Un 16 de enero de 2010. El célebre autor del himno al que mi sesgado y caprichoso criterio considera el mejor de la Tierra, por encima, incluso, de ‘La marsellesa’, épica composición a la que todos los estados del planeta dicen secundar en el nunca documentado top 10 de cánticos nacionales.
Nos encontramos en el centro de Bogotá, como debía ser. Por la calle 24. En la casa de Catalina, una de sus nietas, buena amiga de mi adolescencia.
Siguió sonriendo. Le dije que lo admiraba. Que me sentiría honrado si pudiera acompañarlo a caminar por el centro. «Yo con usted no iría a ninguna parte», me respondió. Estuve cerca de defraudarme. A continuación -tal como siempre terminaba por hacerlo- volvió a reírse. Y supe, por tercera vez, que había caído en su juego.
Bajamos los muchos escalones que nos separaban del suelo bogotano. Abrimos la puerta en metal del edificio. Y ahí estábamos. Tomando la carrera Quinta hacia la calle 19. Dando inicio a nuestro viaje con escalas a La Candelaria.
El maestro miró hacia el cielo. Disponíamos de un tiempo escaso. Sin duda habría de llover en pocas horas. «Es una tarde gris, como el tenaz recuerdo de un imposible amor», anotó. Y ya con tres bromas como aval de confianza le hice una simple petición.
«Pues, maestro -le dije-: entenderá usted lo interesado que estoy en que me cuente su historia en el mundo».
Él me miró con sorna e hizo un cómico gesto con sus manos, como insinuándome falsamente que tendría que pagar por ello. Esperó unos segundos para volver a estallar en esa risa tan suya, me tomó por el brazo y me llevó, enseñándome cosas, a medida que nos acercábamos a la 19.
Para sus 94, don Pedro se desplaza con destacable velocidad. Luce fuerte y amigable. La muchedumbre de emos, transeúntes del promedio, y padres e hijos de sábado, nos miraba con amigable extrañeza, entre curiosos y divertidos. Si los que se tropezaban con nosotros hubieran sabido quien era, él todos se habrían detenido para aplaudirlo.
Me dijo que no conoció a sus padres. Que estudió en la escuela pública de Cómbita y que luego fue a vivir a Fusagasugá. Allí, gracias a su prodigiosa oratoria al decir: «Saludo hoy, cordialmente, a Fusagasugá, la tierra del trabajo, honrada y tesonera», fue becado por el presidente Miguel Abadía Méndez. Por ello vino a Bogotá, a la Universidad Nacional, para estudiar Derecho y Ciencias Políticas. Se graduó. Entre tanto, cada vez que pudo escribió poemas.
«Me gusta mucho caminar en buena compañía, mi general Córdoba» fue su amable deferencia para conmigo. Cada vez que veía a un niño se mostraba entusiasmado, y le hacía cualquier chiste. Sostuvo que ellos eran lo que más le gustaba en el mundo, porque le recordaban a Dios. De esa forma entendí que 90 años pueden irse de la vida de cualquier pequeño como un perfume volátil.
Su actitud delataba una singular debilidad por los dulces, porque en cada puesto de golosinas se detenía a contemplarlos, presa de una ansiedad insatisfecha. Continuamos por la carrera Séptima. Miró hacia el Parque Santander, lamentando como todos la cincuentenaria demolición del Hotel Granada y su reemplazo por el edificio cuadriculado que hoy está en su lugar. Me habló de una curiosa fuga, desde ahí, para casarse con su novia. Y de sus incursiones en del boxeo callejero, hace 70 años.
Seguimos por aquel lugar en donde Gaitán fue abaleado. Ahí uno de sus poemas en su memoria está consignado en una placa. Rosalba Avellaneda, la vendedora de lotería, guardiana ‘ad honorem’ del legado del caudillo, lo miró con la merecida reverencia, lo que afianzó mi orgullo ciudadano de ir caminando junto a él, tomados de gancho.
«¡Don Pedro! ¡Los años que no lo veo! Hace falta por acá». Él le respondió con igual deferencia, le lanzó otro gracejo y se despidió, bastante formal.
Continuamos por la ruta hacia el Café Pasaje, en la Plazoleta del Rosario. Frente a ese monumento muerto a don Gonzalo, quien al igual que don Pedro es visto con perplejidad por la gente, a veces sin saber de quién se trata.
Entramos al Café. Su actual decoración, desfigurada y profana para los ortodoxos, no pareció perturbarlo. Miró a las demás mesas. Un hombre maduro lo reconoció y de nuevo me sentí bendecido por la fortuna al compartir una tisana aromática junto a un creador de sus calidades, en una de las mesas del lugar.
Retomamos la trayectoria obligada hacia La Candelaria.
«¿Cuántos años tiene usted, general Córdoba?». Le confesé mis 33. Me consoló, como lo han hecho muchos, con que ese es el mejor instante de la vida. Se quejó de sus 94, y comparó su condición con la de vivir atrapado en un cuerpo que aunque propio, se le antojaba ajeno.
Le pregunté si alguna vez fumó. «Sí. Cometí esa estupidez». «Yo sólo le puedo decir una cosa: ‘Nada es veneno. El secreto está en la dosis’ «.
En definitiva de él se aprende. Entonces le hablé del Himno. Me dijo que fue un concurso público, en 1974, en el que se batió con importantes figuras de las letras en el país, el poeta Carranza entre ellos. Pero él fue el escritor escogido para cumplir con el retrasado compromiso de hacer una canción oficial a la ciudad capital de este país desmemoriado.
Pagué la cuenta del Café, pedí una de las enormes llaves del retrete, y una vez cumplido el deber biológico de la diuresis retomamos nuestro ascenso hacia La Candelaria.
Mirando los tejados desiguales. Soñando con el día en que el maestro cumpla 100 años para lanzar 100 voladores al cielo en honor al hecho de que él siga existiendo, yo me comprometí a comprar 33.
Me habló de la muerte. Me informó que de tiempo atrás había dado precisas indicaciones a los suyos de ubicar un espejo en lugar del vidrio dispuesto en los ataúdes para que los dolientes más morbosos vieran al difunto. ¡Así se van a asustar al darse cuenta de que ellos van a ser así!
Llegamos a la que fue su casa, en la que un letrero conmemorativo da fe de su existencia terrena.Le pregunté qué clase de sensación podía provocar en él este hecho poco común al resto de los mortales de ser objeto de semejantes honores en vida, y de haber sido condecorado y laureado en tan múltiples oportunidades.
Entramos a la vivienda de enfrente, aún propiedad de su familia. Subimos la escalera con dificultad. Nos paramos por un balcón para descansar. Para ver, por entre la llovizna, los tejados centenarios del lugar, tan bogotanos como él o como yo.
Le pedí una y otra vez lo que no podía dejar de pedirle. Que me permitiera grabarlo recitando su obra magna. De nuevo hizo el ademán conocido de estar cobrándome.
Contrario a lo que creí, no tuve que luchar demasiado para convencerlo. Sus ojos adoptaron un brillo de adolescente entusiasmado y su voz una entonación solemne y convencida. Y empezó a hablar.
«Entonemos un himno a tu cielo,
a tu tierra y tu puro vivir…»
Las lágrimas buscaron el suelo a medida que los versos avanzaban. Don Pedro Medina Avendaño es el verdadero poeta de los himnos. Mucho, mucho más grande que Raúl Rosero Polo (compositor a sueldo de centenares de creaciones de ese tipo, incluido el canto institucional de Copidrogas). Me quedé viéndolo, tratando de que ese instante no se acabara tan pronto. Pero se hacía de noche.
Tras descender con dificultad por las estrechas escaleras del lugar, supimos que la necesidad de retornar era inminente. Iba a llover. Volvimos en taxi.
Culminamos la jornada, si lo recuerdo bien, con chocolate y galletas, de regreso en el apartamento de la 24. Ya estaba oscuro. Sin pedírselo, recibí de sus manos uno de sus libros, ofrenda a la que ya le he destinado dos centímetros de privilegio en mi biblioteca.
Pronto él mismo habría de volver a su propia casa, en el barrio al que los fundamentalistas llamamos Sears, aunque para todos sea Galerías. Habría querido seguir ahí, pero la prudencia me obligó a despedirme. «No se vaya, general Córdoba. No me dé esa mala noticia. ¡Al menos dígame que va a volver!». Agradecí a la vida por regalarme esa tarde, junto a un hombre brillante, sabio y singular.
Salí, hacia la Séptima, en busca de un taxi. Sentí, para mis orgullosos y conmovidos adentros, que acababa de tomar prestada de mi ciudad, por unos instantes, una fracción considerable de nuestra historia, congelada en la presente grabación.
El Blogotazo
www.elblogotazo.com
andres@elblogotazo.com