Para que nadie vea mi vergüenza indigna de no existir. Para cumplir con el sublime sueño de abandonar la tierra sin dejar tras de mí despojo material alguno.

Hoy decidí que en lo posible trataré de que mis allegados me permitan una tranquilizante soledad al momento de expirar. Y aunque en secreto ansío que el día esté lejano, desde ya anticipo mi inquebrantable voluntad de que nadie -ni el más cercano entre los cercanos- vea mi cadáver.

No quiero que nadie me cierre los ojos, inexpresivos y apuntando insensibles hacia un objetivo que no existe. No quiero que nadie me acompañe hacia el comienzo de un camino que ni ese alguien ni yo, conocemos. No quiero desaparecer en una habitación sobrevolada por el hálito indigno de la compasión ajena. No quiero dejar en la retina afectada de algún doliente morboso, la marca de agua de mi figura, despojada de energía vital.

Tal vez sería lindo ocultarse e irse a agonizar allá en donde nuestro cuerpo sea imposible de encontrar. Pero ese sitio, en el que ya estoy pensando, no es susceptible de ser revelado. Lo voy considerando.

Morir es un hecho tan natural como lamentable, y tan lamentable como bochornoso. La biología, en sí misma, es la conciencia documentada de nuestra propia vulnerabilidad, y de nuestra potencial condición de seres inexistentes.

Fallecer es un poco incómodo. El cuerpo inanimado se vuelve aparatoso, y deja en los presentes y ausentes un mal sabor. Tal vez por eso algunos animales sabios se repliegan al intuir cercana la llegada de lo inevitable.

Cuando muera, quisiera estallar, convertido en una infinitud de cosas indefinibles, dispersas por mi ciudad. Quiero pensar que ellas solas irán encontrando su lugar en el universo, sin tener que someterse a la degradación paulatina y humillante de una sepultura, o al polvoriento y pesado lastre de unas cenizas, metidas en alguna urna lamentable.

La muerte, sin duda, y en contra de lo que acostumbramos, debería ser el acto más privado de cuantos acontecen en nuestra vida imperfecta. Y no quiero que mi último lugar en la tierra sea el albergue para flores malolientes, bebiendo las turbias y desgastadas aguas de un recipiente al que nadie advierte.

En algún momento, confiado en que nuestro ingenio futuro habría de ser más grande que nuestra propia naturaleza perecedera, contemplé la idea demente y vanidosa de congelar mi cuerpo, con la esperanza de que alguna venidera especie de profesionales de la ciencia y la taumaturgia, hubieran de devolverme el espíritu. Pero hoy lo creo imposible.

No quiero que nadie vaya a mirarme, maquillado y falso, tras el cristal de un féretro, expuesto en un podio triste. No quiero que un tanatopráctico de turno me maquille, me falsee y me hidrate, cual payaso.

No quiero sumar a mi desaparición, el molesto protocolo legal y económico de la cancelación de servicios funerarios, honorarios médicos y minucias necrológicas evitables. No quiero que un doctor diagnostique mi inexistencia en forma oficial, ni que se haga a honorario alguno por tal concepto. No quiero condolencias ensayadas a destiempo, ni quiero escaparme de la Tierra en medio de enfermeras antipáticas que sin saber mi nombre me llamen ‘paciente’, o de alguna sala de velación, en medio del vapor de los cafés amargos, el azúcar en cubos, las tisanas aromáticas, el hacinamiento o el ausentismo de las gentes, cuya presencia habría de esperar.

No quiero una cinta con mi nombre completo, ni viajar acostado en esa especie de limosina luctuosa. Aunque mi mente indecisa jugó por varios años con la idea monumental de reposar en un mausoleo en piedra bogotana del Cementerio Central, con algún motivo heráldico grabado, hoy comienzo a pensar en sentido inverso.

Hoy decidí que, si bien preferiría no morirme, en caso de que no haya forma de contrarrestar el dictamen de la corte suprema de la justicia cósmica, intentaré salir de aquí sin hacer ruido.

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