De todas las muchas cosas que he perdido en la vida, aquella a la que más extraño es una vieja cinta magnetofónica con etiqueta y revestimiento blancos, recibida de manos de mi tío, a mis cuatro años. Un cassette para grabar. Eso fue en 1980.

No creo que nadie distinto a mí lo tenga presente, y dudo que a alguien más pueda resultarle interesante, pero por muchos años ese simple artefacto constituyó mi más preciada posesión.

La caja plástica rectangular en donde mis primeros grandes afectos estuvieron almacenados. Tenía un logo muy típico de aquel tiempo, con la marca ‘Compact Cassette’ y algunos gráficos futuristas muy propios de su tiempo.

Comencé a interesarme en serio por la existencia de algo llamado artes musicales debido a dos eventos importantes. Uno fue mi asistencia a una función de la película ‘Flash Gordon’ en el teatro Royal Plaza, en cuya escena principal aparecía Sam J. Jones, su protagonista, sobrevolando el cosmos en una especie de motocicleta aérea mientras se oía la canción de Queen compuesta para tales efectos, y salvando la Tierra.

La otra fue un sencillo al que oí sonar por Radio Fantasía (de Álvaro Monroy Guzmán) con el patrocinio de Disco Club (todas las ondas en música), titulado ‘Whip it’ e interpretado por Devo. Ambos sucesos están -sin duda- en la lista de sucesos relevantes de infancia.

Aún en el FM bogotano no había más que dos posibles opciones, a saber, la acartonada Radiodifusora Nacional de Colombia (a donde el destino me llevaría 20 años después) y la entonces estilizada Caracol Stereo. Por tanto la Amplitud Modulada seguía moldeando las predilecciones musicales de quienes oíamos radio.

Un día -gracias a ello y sin que nadie me lo enseñara- me di a la tarea autodidactica de aprender a maniobrar la grabadora Silver con vúmetros y agujas del tío. Supe que Radio Fantasía estaba en los 1550 del AM, y me convencí de que nadie en el planeta tenía mejor voz que el señor Monroy Guzmán, cuyo rostro no alcanzaba a imaginarme.

Todas las ondas en música

A través de Fantasía fui oyente y testigo de los milagros de la radiodifusión y de la perpetuación del sonido a través de los soportes grabados. De la mágica posibilidad de dejar registro de lo ocurrido una vez ello ya no fuera más. Sólo hacía falta oprimir la tecla adecuada.

Desde entonces -a mi regreso del Jardín Infantil Federico Froebel, y tras ver el capítulo diario de Plaza Sésamo- dediqué mis tardes de largo ocio a ubicarme frente al mencionado dispositivo para esperar a que emitieran las canciones de las que gustaba.

Oía ‘Pilot of the airwaves’, ‘I can’t tell you why’, ‘Keep on loving you’, ‘Don’t stand so close to me’, ‘Games without frontiers’, o el tema de ‘Los Dukes de Hazzard’, y algunos otros clásicos cuyos nombres podría recitar sin mucho trabajo. Y me aprestaba a oprimir el botón de pausa, siempre en atenta espera, para volverlo a accionar, con el propósito de registrar los éxitos del momento.

Fue tal mi pasión que mi tío (13 años mayor que yo) terminó por regalarme uno de sus preciados cassettes, para que en mi afán infantil pudiera hacerme a las melodías de mi gusto.

Así las cosas comencé a destinar mis sábados, no a oír Canticuentos, sino a menesteres un tanto más impropios para mi edad. A la juiciosa grabación de ‘Las 100 fantásticas’. A la atenta espera, para llevar precisos registros de los listados de aquel lejano entonces. A imaginarme cómo demonios era ‘El patico discotequero’. Y a rogar porque el señor Monroy Guzmán no activara el pisador ese de ‘Fantasía’, en medio del punto más orgásmico de la canción.

No obstante, y puesto que no siempre alcanzaba a desactivar la mencionada pausa a tiempo, en muchas ocasiones alcanzaron a colárseme cuñas, cápsulas, empates y material de autopromoción, a los que con el tiempo comencé a apreciar tanto como a la música misma.

Mi primer cassette

El primer cassette prensado que compré fue de Devo, precisamente, y llevaba por título ‘New tradicionalists’. Me decepcioné al oírlo porque ‘Whip it’ no estaba por ahí, aunque ‘Working in a coal mine’ y ‘Through being cool’ comenzaron a rivalizar con la primera por mi favoritismo. Fue un regalo de mi mamá, adquirido en el almacén Discos Bambuco de Unicentro. Al dependiente, sin duda, debió resultarle inusual mi petición.

Ya en mis días de colegio (justo dos años después) tomé la costumbre de llevar ese mismo cassette (el que me había regalado mi tío, siendo aún un párvulo, con el audio de Radio Fantasía) para fanfarronear.

Creo que alguna vez, sin notarlo, lo dejé caer de mi maleta. Y así fue cómo mi más incunable recuerdo terminó por desembocar en ese lugar a donde se van esas cosas que no conocen el camino de vuelta. Todavía hoy me culpo por haberlo extraviado.

De consuelo me regalaron la primera edición en LP del ‘Llena tu cabeza de rock’ prensada en Colombia por la CBS, en 1982, en donde estaban ‘Working for the weekend’, de Loverboy, y ‘You drive me crazy’, de Shakin’ Stevens, mis dos cortes favoritos del álbum.

Y aunque comencé desde entonces a coleccionar discos de larga duración, durante la mayor parte de mi infancia y mi juventud mis más grandes fetiches siguieron siendo los cassettes.

Cassettes grabados de radio, en donde los compases iniciales de las canciones solían estar cortados por mi escasa capacidad de reacción a los estímulos auditivos o por la antesala protocolaria del DJ. O con canciones extraídas de discos prestados, después de muchos ruegos elevados ante el cosmopolita compañero de colegio que iba a Inglaterra o a Estados Unidos y llegaba con algún compilado de ‘chart busters’ para suscitar toda nuestra envidia.

En 1984, gracias a la generosidad de mis y abuelos maternos, quienes viajaron al Cono Sur en algún momento del año, fui bendecido con una especie de grabadora portátil Sony -muy pequeña y equipada con la posibilidad de registrar el sonido ambiente- así como también lo que proviniera de la radio incorporada de la que disponía.

El fetiche

Ya desde antes yo grababa todo cuanto podía. Mi voz improvisando canciones, en un inglés que no eran más que sonidos onomatopéyicos balbuceantes y sin significado. O salía con una grabadora de reportero a las calles para aturdir a algún transeúnte con mis preguntas.

O llevaba registros de los programas de Hernán Orjuela, o de Leslie Abadi en HJJZ. De la identificación horaria del ‘Time on my hand’ de Fantasía. De la versión traducida simultáneamente de ‘We are the world’ de Radio Tequendama. De los entonces ’30 Superéxitos de 88.9′, presentados por Carlos Alberto Cadavid.

Del insomne y solemne «Escucha: hay magia en el aire», también en su voz, que con ‘Total eclipse of the heart’ identificaba la ‘canción de medianoche’ de 88.9. De la transmisión de ‘Los 10 mejores de la música’ en simultánea por esta frecuencia. Del ‘sonido láser: el sonido del futuro, de Stereo 1-95 FM’ en los 94.9. Del ‘American Top 40’, de Casey Cassem.

Y más adelante del ‘Top 40 Radioactiva’. De los ‘Surcos del pop’, de Caracol Stereo. De ‘Vía 103.9’, transmitido todos los domingos en directo desde la ciclovía. De Willi Vergara y su ‘Roots, rock reggae’, y de Troller y su ‘Último tren a Londres’. De Radio Tequendama y su ‘Six Ten AM de la Capital».

También de algunos otros espacios aún menos cercanos a mis intereses de generación, tales como el ‘Ayer moderno’ de Radio Reloj, presentado por Juanito Monroy, los ya agonizantes capítulos de ‘La ley contra el hampa’, los consejos para el corazón de doña Hilda Strauss, o los clásicos de la guasca en presentación del legendario y ya fallecido Ciego de Oro. Me entusiasmaba la idea de no dormir para grabar cosas del radio. 

Mi infancia y mi adolescencia, hasta bien entrados los 90 del siglo XX, fueron una constante compilación de cassettes en los que quedaron consignadas algunas de las cosas que más quiero. En donde hice mis propias compilaciones caprichosas de mis bandas favoritas, siempre apoyado en el equipo estereofónico y en el tornamesa Sansui de la casa.

Hubo tantos cassettes a los que amé.

Alta infidelidad

Los recuerdo de muchos colores y características. Desde los Sony de color verde, lanzados al terminar los 70, hasta los Pioneer negros de principios de los 80.

Desde los Maxwell verdes del comienzo de dicha década hasta los Sony azules del final. Desde los Normarh hasta los Sankey baratos. Desde los Pioneer transparentes del mediados de los 90 hasta los más costosos y exóticos -los metálicos y los de óxido de cromo (lujos que en ocasiones nos permitíamos)-. Los C-60. Los C.90. Los C-120 (cifras estas correspondientes a la duración de cada uno y proporcionales al grosor de la cinta).

O los Maxvall, profano remedo de los Maxwell, hechos en Pereira. Todos los ‘decks’ (así se llamaban) tenían tres modos: «Normal, High y Metal. Y los más sofisticados contaban con la cuarta opción de Cro2. Algunos los resumían como Type I, Type II, y Type III. Y con otra buena cantidad de referencias que hoy parecen un código cifrado de terrorista aéreo.

¡Y sonaban tan bien! La mayoría venía provista de unos autoadhesivos para etiquetarlos, y de una cartulina para numerar la lista de canciones contenidas.

La costumbre de entonces consistía en de acudir a la generosidad de alguna compañera de colegio con buena letra, para que nos ayudara a marcarlos, aunque ello implicaba el tener que deletrearle los títulos de las canciones en inglés, para que no fuera a equivocarse. Escribir una palabra en forma incorrecta no estaba admitido por los códigos de ética de los melómanos. Los más creativos solíamos hacer nuestras propias obras pictográficas de vanguardia, con ‘flumasters’, sobre su superficie, y atemorizantes representaciones personales del muro de Pink Floyd, de la lengua de los Stones o del rayo que separaba a las siglas AC/DC.

Y llegó el 88

Dos de los años de mi vida a los que recuerdo con más nostalgia fueron 1988 y 1989. Por ese entonces quise ser mayor, tan solo para hacerme ‘disc jockey’ y tramitar mi licencia de locución. Pero sólo tenía 12.

Oír a Jorge Marín, a Alejandro Villalobos, a Tito López, a Andrés Nieto, a Willi Vergara, a Daniel Casas o a Andrés Durán (estos tres últimos, los más grandes), me hacía pensar que no había sobre la tierra profesión más entretenida y digna que la de compartir mi música con el resto de la humanidad.

De entonces debo tener unas 10 ó 15 grabaciones de mí mismo tratando de sonar como ellos. Empatando una canción de Bananarama con otra de The Who. Haciendo mi propio ‘Zoológico de la Mañana’ o contando mi propia historia musicalizada de los Beatles, con entrevistas tomadas del audio del documental televisivo ‘The Compleat Beatles’.

Esa era mi esperanza profesional. Trabajar en ‘LP Loca Pasión’ o en ‘FM Stereo’, con Enrique París, Tulio Zuluaga, y Luz Elena Villegas. Cubrir los conciertos de Miguel Mateos y Prisioneros. Representar a don Fulgencio y a Carlota. Ir a los Grammy. Ser, como Fernando Pava, el jefe y el único miembro activo de la Academia Nacional de Artes y Ciencias de la Grabación. Ser el rey de la fiesta en ‘Disco Nice’, con Tulio Zuluaga, Chucho Benavides Show y su High Energy.

No sé si hoy el mundo me importa menos o si olvidé cómo sorprenderme, pero dudo que la radio bogotana vuelva a vivir semejante momento. Y no creo que Pacho Cardona, Juanita Kremer o Montoya tengan el talante de quienes les precedieron hace 20 años.

Un ‘walkman’ por cerebro

Tener un ‘walkman’ y contar con un arsenal de cassettes bien grabados fue en los 80 y en los tempranos 90 del siglo XX un emblema de grandeza. ¡Cómo olvidar aquellos días en los que celosos resguardábamos nuestras cintas de la posibilidad de que alguien se atraviera a copiarlas mediante algún artefacto con doble cassettera de última tecnología!

Mi creciente interés por los Beatles (de los que me hice fanático en 1984, a mis ocho) y a quienes debo mucho de lo que soy, me fue llevando, de manera gradual a rechazar las corrientes mayoritarias del momento.

Conocer al maestro Luis Villa Hinojosa -quien pese a tener 23 me hizo su amigo- me condujo por senderos progresivos ajenos a aquellos a los que los de mi edad me convocaban. Me encontré con Genesis, con Gentle Giant y con Jethro Tull. Alan Parsons, a quien conocí por el ‘Eye in the sky’ de 1982, era mi segundo favorito. Y así, a medida que mi posición se iba radicalizando, mis cassettes tomaron un cariz más oscuro, inspirado en lo que yo imaginaba que estaba sonando en los bares a los que aún no podía entrar.

Me hice cliente de los vendedores de cintas de la calle 19. Y me convertí en comprador habitual de discos importados, de álbumes de segunda y de grabaciones piratas, marcadas con regleta y vendidas en San Andresito o en las casetas del Centro, por lo general decoradas por la silueta de una guitarra. Títulos correspondientes a artistas que no sonaban en radio. Y que me hacían sentir exótico e inteligente. Serú Girán. León Gieco. The Animals. Iván y Lucía. Ultravox.

Era de quienes se negaban a prestar sus cintas de Siouxsie and the Banshees, de Jesus & Mary Chain, de The Cure, de Sex Pistols o de The Smiths, porque ello habría de ‘caspearlas’ (fea expresión a la que no acudiría si no fuera tan diciente, ilustrativa y dotada de fuerza histórica). Ingenuo, me creía parte de una excepcional élite ‘underground’ del buen gusto musical. Pero no me arrepiento.

¿Quién no recuerda las cintas mal grabadas de rock argentino, cuyo sonido opaco hacía más difícil el sentir amor alguno por estos sonidos un tanto exóticos ¿O lo aborrecible que podía parecernos oír a Air Supply por su extrema blandeza o a Silvio Rodríguez, por su extrema mamertada?

El rito de la cinta

Qué buenos eran los cassettes. Qué bueno era ese contacto fetichista con la música análoga. Sufrir al término de la cinta (a los 28 minutos) para que cupiera esa última canción y contar los surcos del disco o los segundos, esperando que ello fuera posible. Sumirse en el ritual maravilloso de desenredarla, ayudándonos con un lápiz.

Proteger el material contra borrado, removiendo las pestañas plásticas ubicadas a ambos lados de su esquina superior. Encontrar grabadoras en las que los cassettes debían introducirse al revés. Comprar un ‘walkman’ autoreversible o un Sony Sports y alardear de su revestimiento a prueba de agua.

Desatornillar los cassettes para refaccionarlos, en un desesperado intento por no perder su contenido. Aprender el truco de cortar la cinta arrugada y luego volver a pegarla con cinta adhesiva.

Repararlos, cuando la fina tira metálica recubierta por una plaquita de fieltro se hundía o cuando el fieltro se le despegaba. Enderezar la lámina de cobre que había debajo. Evitar comprar cassettes sin tornillos porque eran irreparables.

Aprender que una de las formas de diferenciar al lado A del B, si éstos no estaban marcados, era fijarse en cuál de los dos tenía los necesarios tornillos al frente.

Quejarnos del mal sonido después de haber regrabado 10 veces, o de grabar a partir de una copia de una copia de otra copia. O incurrir en la tendencia esquizofrénica y automática de adelantar o a atrasar la cinta para volver a oír, en ‘loop análogo’ la canción que más nos gustaba. Limpiar las cabezas con un copito de algodón o con un cassette especial destinado a tal fin. La temida desmagnetización.

Sufrir la angustia de ver tus cintas atascándose en el radio del automóvil, porque extraerlas de ahí era un proceso riesgoso de alta ingeniería cuya realización requería de manos expertas. Quejarse porque dichos pasacintas carecían la opción de Rec (pues al fin de cuentas los vehículos estában hechos para movilizarse y no para grabar música).

Esconder los audífonos de la vista del profesor, porque en algunos colegios el reglamento ordenaba decomisarlos.

Ponerse de uno de los dos lados en medio de las luchas entre los bandos tropicalistas en los paseos de colegio para definir si debía optarse por un cassette de merengue o de hard rock en la ruta al Zoológico de Santa Cruz. Por si debíamos acompañarnos por los New Kids o por The Cure. O por Wilfrido o Quiet Riot. O por Ricardo Arjona o los Stone Temple Pilots. Fueron días de conflictos.

Autorreversible

Cuando llegó el disco compacto y comenzamos a vernos abrumados por esa suerte de invento del futuro, cuya apariencia se acercaba a nuestra percepción estereotipada de lo que habría de ser el siglo XXI, que aún nos parecía lejano, el cassette comenzó a perder brillo.

Y ello empezó a hacerse evidente cuando, por ejemplo, se inventó esa especie de dispositivo idéntico a un cassette convenciona, con el que el que el reproductor de discos compactos de automóvil podía conectarse por cable al de las cintas.

Al principio, amparado en argumentos ingenuos me negué a considerar como un hecho el que un día el cassette fuera desplazado por el CD. «En los discos no se puede grabar -me consolaba pensando-. En los cassettes sí». «Los discos compactos son mucho más costosos que los cassettes». No obstante el mercado y su crecimiento impredecible me silenciaron. Y a mí mismo, abrumado por la nueva generación de discos compactos grabables comenzó a dejar de importarme.

Hoy dudo que la mayoría de quienes lleven menos de 15 a cuestas tengan idea siquiera de cómo demonios se maneja tan anacrónico e impráctico dispositivo llamado cassette. Dudo que sepan que cuenta con dos caras y que algunos reproductores de última generación alcanzaron a disponer de un sistema para reconocer las pausas entre canciones. Eso lo hacía mi deck Sansui de 1982.

Creí, como muchos que el DAT sería su noble sucesor. Pero eso no fue así. Ya para 1997, llevar cassettes grabados era un anacronismo, que más que excentricidad parecía denotar pobreza. A no ser, por supuesto, que aún fueramos aspirantes a músicos llevando sus demos hasta las generosas manos de Héctor Mora, para que él, sin arrogancias, los hiciera sonar en ‘4 Canales’ de 99-1.

Hoy todos defienden al vinilo. Pero pocos recuerdan a su hermano menor y menos afortunado, el cassette de antaño.

El archivo

Aún mis sueños de cassette siguen almacenados en una nevera color naranja de los 60, adaptada para bodega. Aguardando por el día en que decida transubstanciar su espíritu magnético al digital, para que no se queden ahí, muertos, como testimonio de la radio, los sonidos y las canciones viejas que oímos hace 20 ó 35 años.

Los más antiguos y  valiosos se me perdieron. No tengo en mi colección ningún registro de Radio Fantasía, ni de Tequendama, ni de la entrañable HJJZ. Tampoco de mi voz aún infantil. 

Pero aún me aferro al anhelo de que alguien en la tierra los haya guardado. Eso espero. Eso quiero creer.

Para que una vez nos vayamos, el mundo sepa que ellos acompañaron las tardes misántropas de adolescencia de muchos de los que hoy tienen mi edad, o son mayores que yo. Que ellos fueron la banda sonora de esos días, mezcla de incertidumbre y ambiciones aplacadas por la severidad de los días y los años, adormecidos y sobrellevado por nuestros desaparecidos sueños de cassette.

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