Si llega a cristalizarse el despropósito de rebautizar a nuestro legendario aeropuerto ElDorado con el nombre de Luis Carlos Galán, estoy pensando en amarrar mi enclenque y avejentado cuerpo a la torre de control del aeródromo, con el fin de elevar una manifestación pacífica y sentida en contra de este exabrupto desconsiderado.
Siempre lo he dicho: Una civilización que pisotea su pasado; que no se respeta a sí misma; que recicla sus íconos; y que modifica su historia -al capricho de la administración o el gobierno de turno- está enferma de indignidad, y es merecedora de su pésima suerte.
Aplastar nuestra memoria. Vivir a los bandazos. Demoler nuestros símbolos. Borrar nuestros emblemas a fuerza de mazos, retroexcavadoras y picas, son actos imperdonables que deberían pagarse con el destierro.
Los acontecimientos -desconocidos hasta hoy para la mayor parte de los colombianos- son como siguen:
De un tiempo a la fecha Simón Gaviria (gran beneficiario indirecto del deceso de Luis Carlos Galán y ‘delfín hasta el fin’), había venido adelantando un proyecto de Ley para cambiar la tradicional denominación del principal aeropuerto del país (nuestro Dorado) por la de Luis Carlos Galán Sarmiento (el suyo). ¡Todo un acto de populismo inspirado por la intención de pagar una deuda de gratitud polítca por parte de la familia Gaviria a la familia Galán!
El hecho, por sí solo, es un perfecto ejemplo de la forma como nuestros parlamentarios se solazan desperdiciando su tiempo y dilapidando nuestros impuestos en discusiones inocuas, cuyas consecuencias, al final, obran en perjuicio del pueblo y de sus más caros sentimientos.
¡Cómo olvidar el desgaste aquel de haber agregado un anacrónico ‘Santafé’ al título de nuestra muy noble y leal ciudad, y el equivalente desperdicio de energías al revertir la impopular decisión!
La iniciativa -que en principio se nos antojó tan absurda y desaguisada como para no prestarle atención- ya fue declarada exequible por la Corte Constitucional, y ahora está a una firma de ser sancionada por las patriarcales manos del Presidente de la República. Es decir, por cuenta del embeleco parlamentario, estamos a milímetros de que ElDorado, tal como lo conocimos, perezca.
Creo saludable darle la oportunidad al mandatario saliente de atenuar un tanto el mal recuerdo que sin duda habrá de dejar su gobierno en algunos de nosotros, impidiendo la comisión de semejante crimen patrimonial. Porque una decisión de esa envergadura no puede tomarse en un salón a puerta cerrada, sin el concurso y la aprobación del pueblo involucrado.
Hoy -en medio de la emisión matutina de un espacio radial en el que ocasionalmente participo- tuve la oportunidad de preguntarle al doctor Gaviria Junior (cuyas travesuras infantiles al lado de María Paz fueron motivo de entretención para quienes entonces los aventajábamos en cinco o seis años) qué tan involucrado estaba en la mencionada monstruosidad. Aunque el novel y prematuramente exitoso político afirmó que la idea había surgido en principio de Cecilia López Montaño, un pronunciamiento oficial de sus voceros lo desmintió.
Está bien. Nadie duda de la trascendencia de Galán como uno de los personajes más importantes de la Colombia del siglo XX. Sería absurdo desconocer la necesidad de conferir el debido homenaje a su memoria. Pero sacrificar nuestro arraigo y nuestro sentimiento de bogotanos para exaltar la figura del mártir, afrentando nuestros símbolos ya consolidados, es lo mismo que incinerar los recuerdos.
Si se trata de rendir un homenaje a la memoria del doctor Luis Carlos, el mejor tributo posible sería el de esclarecer los oscuros hechos que rodearon su inmolación, en lugar de apelar a su identidad para ir fundando velódromos, avenidas, plazas de mercado y cuanta construcción vaya erigiéndose.
Me queda una pregunta… Si a futuro hay tantas obras públicas de relevancia planeadas… ¿Por qué alterar un símbolo con el que nos sentimos identificados desde hace más de cinco décadas, en lugar de darle el nombre galanista a lo que está por hacerse?
Los pilotos internacionales del mundo entero reconocen a ElDorado como un emblema de la aviación. El término y el concepto de ElDorado rinden piadoso tributo de memoria a nuestro ancestro precolombino y a la seguidilla de acontecimientos -afortunados y desafortunados- en los que estuvo enmarcado nuestro proceso de conquista y colonia. La avenida circundante, hoy testimonio muerto de nuestra negligencia en materia de obras públicas (con un letárgico e inacabado Transmilenio), es la puerta de acceso al territorio nacional.
La leyenda de El Dorado aún resuena por la tierra. Lo digo con franqueza, con pruebas tangibles y sin el ánimo patriotero y chovinista de creer que nuestro café sigue siendo el mejor del mundo; que nuestra ‘Gloria inmarcesible’ es el segundo mejor cántico nacional del planeta; o que nuestras mujeres son las mejores de la tierra. El Dorado se constituye en el inicio de nuestra historia nacional y en el pilar de lo que -para bien o para mal, hemos sido-.
Juan Rodríguez Freyle nos lo contó en su ‘Carnero’. Fue la mentira europea con la que se infundió el espíritu conquistador entre quienes vinieron atraídos por la falsa epopeya del oro. Pero aun así no es justo arrebatar a un pueblo sus propias leyendas. El Dorado nos evoca los buenos tiempos en los que nuestra liga pirata de fútbol tuvo en sus filas a Di Stefano, y en la que Millonarios se convirtió en uno de los mejores oncenos balompédicos su momento. Electric Light Orchestra lanzó un álbum con el muy colombiano título de ‘ElDorado’. Incluso los oportunistas Aterciopelados imitaron tal iniciativa con un disco homónimo, cuya calidad, no obstante, debe reconocerse. El Dorado es, tal vez, nuestro más interesante mito. La fantasía por un tesoro jamás hallado.
En mi calidad de bogotano ortodoxo me provocaría verdadera vergüenza internacional contarle a la humanidad que provengo de un lugar en donde tamaño hito puede ser despedazado de un tajo por cuenta de las veleidades de los parlamentarios a los que mi pueblo elige.
¡Demonios! Soy franco. No conozco un terminal aéreo en el mundo con un nombre más conmovedor, más lleno de magia y de evocaciones maravillosas que el de nuestro modesto aeropuerto, por cuya remodelación ruego desde hace años.
Por mi parte, convoco desde estas páginas -que no son de papel- a la totalidad de los bogotanos inconformes con la insolente medida, a manifestarse en contra de ésta, y a que -en caso de que ella prospere- nos rehusemos por siempre a acuñar el advenedizo ‘Luis Carlos Galán’, con el que estoy seguro, la mayoría de los míos se siente violentada.
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