Deseo, acatando los preceptos básicos del respeto -a los que por principio suelo ceñirme- aclarar entre todos mis conocidos, colegas, compinches, ex condiscípulos, amigos, compañeros y demás miembros de mi reducido círculo de allegados o no allegados, que -contrario a lo que se suele rumorar- soy mucho menos cercano a la organización del Festival Rock al Parque o a la Orquesta Filarmónica de Bogotá de lo que se suele suponer.
De antemano, por tanto, ruego a quienes profesen algo de compasión por este menesteroso bogotano del común -fiel representante de nuestra sufrida clase media- el abstenerse de hacerme llamadas extemporáneas, invitaciones a almorzar, de allegarme dádivas, o de enviarme mensajes de correo electrónico, o insinuaciones subrepticias del tenor:
«Oye: Si de casualidad te queda fácil… ¿Podrías conseguirme una escarapela para Rock al Parque?».
Hago la salvedad con la anticipación debida y con el fin de alertar a los interesados, para que éstos, por sus propios medios, se sirvan tramitar sus correspondientes acreditaciones siguiendo los conductos tradicionales.
O para que -en caso de que ello les termine resultando imposible- opten por utilizar como último recurso las vías de hecho, tales como el soborno a alguno de los ‘bouncers’ del evento, o los muchos métodos comprobados de falsificación de los boletos exclusivos de entrada. O para que, en el peor de los escenarios, se resignen a ocupar la localidad amigablemente destinada por las directivas del Festival al acceso gratuito de los ciudadanos corrientes.
Me cuesta mucho entender cuál demonios puede ser el origen de ese afán colectivo por ubicarse en lugar de privilegio, cada vez que hay un Rock al Parque, como si ello los convirtiera de manera automática en miembros de la espuria élite del rock and roll hecho en Colombia. Como si sentirse parte del microclub social y recreativo de Rock al Parque, y aprovisionarse de las donas trasnochadas del tenderete dispuesto en esa sección, los hiciera más interesantes que el resto de los asistentes.
¿Para qué? ¿Para sentirse cercanos a José Gandour, a Mario Muñoz, al Profe, a Andrés Durán, a Julio Correal, a Mario Duarte, a Willi Vergara, a María Cecilia o a Simona Sánchez, a Jaime Andrés López o a Héctor Mora? Para ello basta con ir a visitarlos a sus propios despachos o domicilios. Estoy muy seguro de que -dada su amabilidad- cualquiera de ellos estará a nuestra entera disposición para posar en fotografías, y para firmarnos cuanto autógrafo se nos antoje, sin tener que someternos a la incomodidad de ese falso club VIP del rock nacional.
Si la gente supiera lo insoportable que es andar con la tarjeta esa guindada en el cuello, teniendo que exhibirla ante el mal encarado responsable del lector del código de barras cada vez que vamos a salir o entrar de alguno de los espacios. Si tan sólo uno de los suplicantes hubiera experimentado en cuerpo propio las incomodidades del hacinamiento de las zonas reservadas, saturadas por la abundante crema de nuestros medios.
Justificaría la lagartería si se tratase de un concierto de Buchanan’s Deluxe, con Sting o Elton John a bordo, o de algún recital exquisito, de esos cuyos altos costos llevan a muchos de los fanáticos a sacrificar la totalidad de sus exiguas primas de mitad y final de año, con el fin de cancelar los altos estipendios requeridos para los boletos. Pero en cuanto a un evento gratuito… ¡por favor!
Quiero mediante este manifiesto hacer un llamado para que la gente de bien comprenda de una vez que el poder de quienes ejercemos el oficio de la comunicación es limitado al anterior respecto, y que si alguno de nosotros ha conseguido hacerse a una acreditación alguna vez, ello se debe al soporte corporativo de algún medio fuerte.
Mi experiencia como tramitador externo de este tipo de prebendas ha sido amarga. Desde hace varios años, con extrema dificultad, he sido víctima de las decepciones sistemáticas propinadas a mi afligido corazón por el hijo de uno de mis mejores amigos, quien sagradamente suele implorarme, año tras año, que le consiga el codiciado acceso.
Y digo ‘decepciones’, porque, pese a haberla podido obtener para él en diversas oportunidades, en cada una de éstas he sido desairado con la no asistencia y con el desaprovechamiento del codiciado documento por parte del implicado.
¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanta dificultad? ¿Por qué tanta ansiedad? La verdad aún no he llegado a comprender si los encargados de adjudicar las acreditaciones para Rock al Parque, contratan como consultores externos a los funcionarios consulares de la Embajada de Estados Unidos de América.
Sin haber adelantado recuentos estadísticos a tal respecto me atrevo a asegurar que el 85% de quienes están en las zonas VIP y de periodistas en Rock al Parque no son ni ‘very important people’, ni reporteros.
Así pues, no encuentro ningún tipo de explicación racional que justifique la arbitrariedad en lo tocante a las codiciadas ‘escarapelas’ (horrible palabra, por cierto).
Siempre que he querido cubrir el Festival por la vía legal e independiente (sin el amparo de la radio o la prensa oficiales) mi pase de entrada me ha sido denegado. Por ello en diversas oportunidades me he visto en la bogotana obligación de apelar a amiguismos, palancas, tráficos de influencias y demás costumbres propias de nuestra proverbial burocracia.
Ante tantos suplicantes de temporada, me surge, desde luego, una pregunta de fin de semana: ¿Por qué la manía por sentirse excepcionales?
Buena suerte.
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