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«Fue arrojado el dragón grande. La antigua serpiente,
llamada Diablo y Satanás, que extravía a toda la
redondez de la Tierra. Y fue precipitado en la Tierra,
y sus ángeles fueron con él precipitados… «

Apocalipsis 12:7-9

 

Ilustración de Andrés Roberto Londoño.

Ilustración de Andrés Roberto Londoño.

Yo, Joaquín Eliseo de Gironda y Macías, he sido hombre bueno y temeroso de Dios, a quien el correr de los años no ha borrado la sonrisa, el temor a mi padre celestial, ni el deseo de vivir y morir para él.

Lo que habré de referirles, que es, asaz, el más estremecedor episodio de cuantos experimenté durante mi modesta estancia en este mundo, ocurrió cuando mis días apenas comenzaban.
Ahora, a las puertas de que el Creador se decida por fin a reclamar esta humilde alma para sí, quiero testificarlo —con las presentes palabras y por una sola vez— hasta aquel próximo instante en que mi servicio terrenal termine.

Nací y crecí en Santafé, Nuevo Reino de Granada, bajo el amparo de mis padres, lugar donde he resido y residiré hasta marcharme en espíritu, por disposición de Nuestro Señor. Contaba siete años. Era 9 de marzo de 1687. Cuarto domingo del ayuno de cuaresma. Yo dormía tranquilo e inocente de lo que pudiera estar aconteciendo por entre los caminos callados y nebulosos de la ciudad. Despojado de temores o ansiedades e inmerso en la molicie nocturna, que desde hacía tiempo nos cobijaba.

Ya era muy tarde. Afuera no se oía más que el canto de bichos y bestias, indicándonos que debíamos seguir en reposo, bajo las estrellas calmas, cuyo resplandor celestial vigilaba nuestro sueño.

Y aconteció que a la hora décima, cuando ya la oscuridad y el silencio habían teñido por completo el firmamento con su manto de sombras, un escándalo venido de “no sabíamos dónde” comenzó a dispersarse por nuestra casa.

Mi padre supuso que se trataba de una compañía de imprudentes comicastros, o de danzarines enchichados. O de alguna congregación de albañiles, arrastrando troncos por entre las calles empedradas, a horas inoportunas.

No obstante —al asomarnos por el balcón y ver que el ruido no cesaba, y que no había presencia de cristiano alguno para provocarlo— comenzamos a creer que éste podría proceder de ahí mismo, en donde tal vez estaba desatándose un horrendo terremoto. Era una estridencia angustiosa, trepidante y ensordecedora.

Para guarecernos del riesgo de perecer aplastados bajo nuestras parvas pertenencias, mis padres, mis tres hermanos mayores y yo, comenzamos a huir hacia afuera del rancho pajizo, tan sólo para corroborar que el escándalo no proviniera de dentro.
A medida que avanzábamos por entre los senderos sin luz, comprobamos aterrorizados que a la nuestra se iban sumando decenas de familias, invadidas por idéntico pánico. Y así los santafereños, fraternizados por el horror, nos fuimos chocando unos con otros, sin quererlo.

Los unos huyeron con rumbo hacia los cerros. Los demás bajaron a San Victorino —lugar bautizado así en honor al patrono protector de las heladas—. Nosotros, como pudimos, atravesamos el puente del río San Francisco —ese al que los indios llaman Vicachá— hasta ir a dar, en busca de resguardo, a la plaza de Las Yerbas. Pero nadie pudo escapar.

Puesto que el zumbido era desigual y persistente —en algún modo semejante al de unos arcabuceros atacándose entre sí, al estallido angustiante de cañones, al de sables o tal vez al repicar de los tambores bélicos, en una orgía de sonidos que aterrorizaban— el señor gobernador Gil Cabrera D’Avalos supuso que tal furia era humana, y que podía tratarse, tal vez, de una invasión orquestada por ejércitos enemigos, que quizá estuvieran llegando por las costas.
Debido a ello se acompañó de su alguacil, y envió un contingente para inspeccionar, en las vecindades del templo de Santa Bárbara, que era en donde se decía que el bullicio se estaba padeciendo con mayor intensidad.

Mi padre argumentaba la imposibilidad de que hubiera tales invasores, encontrándonos, como estábamos, a más de doscientas cincuenta leguas del puerto. La verdad es que tal alboroto simbolizaba el enfado manifiesto del Todopoderoso. Un clamor misterioso y acaso telúrico, que se expandía en derredor, con el propósito de exterminar la iniquidad.

Y así todos: píos e impíos. Sabios y torpes. Santafereños en pleno, ataviados con nuestros camisones de dormir; en calzoncillos y camisola —en el mejor de los casos—; y en almendra —en el peor— salimos, enfermos de terror y casi petrificados por el relente atmosférico, para congregarnos en la plaza.

No era ese un rugido uniforme y rítmico, sino la combinación de muchas trepidaciones dispersas. A unos les sonaba a carretas conducidas por caballos desbocados. A otros, a cilindros gigantes rodando por el suelo.

Los no creyentes se inventaron explicaciones mágicas e infundios, todo para hacernos perder el seso. Afirmaron que podía ser alguna ventosidad volcánica. Algunos dijeron que se había crecido el río Fucha. Otros, que se trataba de una legión infernal, queriendo atemorizarnos. Como si estuviésemos en una pequeña Gomorra, por sobre toda la ciudad se diseminaba un tufillo azufrado.
Mi familia y yo esperábamos a que la lava brotara desde los entresijos del monte, bañando la sabana con su fuego dañino, para borrarnos a todos de una vez. Las bestezuelas se quejaban en su propio e incomprensible lenguaje de ruidos. Los humanos las seguíamos, con un clamor desolado. Los acólitos ascendieron a los campanarios, para tratar sin éxito de conjurar la maledicencia, o de apagar el estrépito con el repicar de los carillones. Yo recordaba al gran Julio César y su advertencia acerca de los idus de marzo.

Illustración de Andrés Roberto Londoño

Illustración de Andrés Roberto Londoño

Y el ruido seguía escapándose hasta nuestros oídos, desde las entrañas del mundo y lo más alto de los cielos. Y la tierra, el agua y el aire continuaban bramando en discordancia. Tal vez para ahogar el escándalo, fueron muchos los santafereños que, como yo, comenzaron a convertir clamores en llanto histérico y ruegos en gritos.

Los que creíamos, insistíamos en que no era nada distinto a Dios mismo, tratando de ajusticiar las faltas inveteradas del pueblo santafereño. El Apocalipsis. El debido castigo para una pecaminosa ralea de damas y hombres licenciosos, abandonados al chichismo, la concupiscencia y el desafuero.

Y mi padre se unió al grupo de criollos de bien que en su desesperación violentaron la cerradura del templo de San Francisco para hacer oír nuestros ruegos, y así suplicar al Creador que cesara, en su misericordia inefable, de importunar a los mortales con ese lamento, ocasionado por su indignación.
El vicario principal se llenó de fuerzas, se dirigió al templo, e inició una improvisada liturgia, con el fin de sosegar los ánimos de los presentes. Un prebendario ascendió al púlpito e invitó a la concurrencia a admitir su culpa, y a ponerse del lado de los penitentes, para así aplacar la ira divina. Y administró la comunión a todos los fieles.

Entonces, gracias a la mano compasiva del Señor, el olor azufrado empezó a disiparse y el ruido se fue ahogando, señal inequívoca de que el máximo juez nos había absuelto, por esta vez.
El comienzo de terremoto amainó. Y así, quienes se habían olvidado de Dios le devolvieron por fin el debido lugar en sus vidas. Se confesaron flaquezas antes calladas. Los enemigos se reconciliaron. El rumbo de las conductas inicuas se enderezó, por providencia divina. Los hombres nos hicimos generosos. Las rameras se marcharon. Nuestras calles rebosaron de paz. El consumo de chicha menguó. Desde entonces damos gracias a Dios por habernos puesto en esta pacífica villa, donde sólo hay ahora lugar para la devoción, el civismo y el orden.

No ocurrió lo mismo con Callao, Huancabélica, y otras ciudades del reino, rendidas por su iniquidad a los designios del Maligno, y castigadas por la misma providencia indulgente del único Dios verdadero, manifiesta en hórridas sacudidas de tierra, que a cada movimiento desbarataron edificaciones enteras.

Ahora, anciano y muy cerca de morir —a pocas calles del mismísimo lugar en el que vi la luz, cierta mañana de julio, como la de hoy—, puedo asegurar, una y otra vez, que nunca tuve ante mis ojos y oídos un fenómeno semejante.

Si la cólera del Omnipotente no se desató con toda su contundencia en nuestras almas, ello se debió tan solo a quienes, como yo, nos guarecimos de la tormenta de fuego, bajo el sagrado claustro en frente del río, cuya presencia se mantendrá impertérrita por siglos, y al infinito ánimo indulgente del supremo hacedor.

Nunca, desde aquella fecha, Santafé ha sido la misma. Quiera nuestro padre misericordioso que la memoria de esa noche abrigue nuestras mentes hasta siempre, para su honra y gloria. Y que durante las homilías de San Francisco, cada 9 de marzo, haya lugar en nuestros corazones para recordar la prodigiosa noche del ruido. Amén.

Santafé de Bogotá, martes, julio 28 de julio de 1761

Autor: Andrés Ospina

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Tomado de: Y yo que lo creía un farsante, Andrés Ospina, Ilustraciones de Andrés Roberto Londoño, Ediciones Isla de Libros, Bogotá, 2014.

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