Los días se me pierden, encubiertos entre sueños que no serán.

Disipándose bajo la persistencia aguda de la aguja del segundero. Circular y terca. Dispuesta a sobrevivirme, incluso cuando este motor que tengo conmigo se acabe de oxidar.

Los tiempos se me oponen, enristrados contra mi vida. Como las dos campanas alarmadas -sopranos y afónicas- que siguen los caprichos del despertador con el que comparto mis madrugadas y noches, aunque las deteste.

Los años se me gastan. Transformados en cotidianidades insulsas que adormecen el espíritu. Firman su certificado fúnebre a cada folio, contando el final, al revés.

El miedo se me cruza, triste y tranquilo, esperando el avance inminente de las fechas. Para que nos acordemos de él, agobiado como yo por la espera que se disipa. Esperando a esperar.

El alma se me resiste a ser paciente. Se disfraza de incrédula para evitarse engaños. Pero ella misma sabe de su pantomima.

Reloj aguja: ¡Sobra pedirte que dejes de punzarme!

Las palabras me fallan, escasas a la hora de contener los hechos. Convertidas, después de todo, en un inventario de errores.

Y dejo que las ideas circulen libres, por algún lugar de mi mente, sin pedirles que sean algo más de lo que pueden. Y trato de dormir del lado izquierdo.

Y oigo el sonido arrítmico de mi sistema cardiovascular.

Y pienso él también es como un reloj con caducidad fija, que alguna vez, sin remedio, se detendrá. No volverá a hacer ruido. Y se quedará sin cuerda.

Y caigo dormido para iniciar, otra vez, la inútil comedia de lo cotidiano, hasta tanto ello suceda. ¡Amaneció! ¡Vengo a refrendar el dolor de siempre!

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