Esa esperanza vindicativa me quita las ganas de morirme.
Así, en lugar de enlistarme en las filas de los optimistas, prefiero solazarme con en este divertimento inocente, morboso y positivista, que al final es lo mismo que esperar lo mejor.
Para no abdicar en mi empeño, suelo valerme de muletillas.
Incurro en la horrible falla de compararme. De husmear en las imágenes colgadas en tablones públicos, en las que aparecen aquellos seres a los que envidié en mis tiempos de colegio. Individuos cuya vida una vez quise tener y que hoy -para mi propia fortuna y para su desventura- agradezco no llevar.
Obesos, decadentes, alopécicos. Sometidos por el peso de la obligación a las veleidades económicas en su nuevo rol de esforzados padres de familia, y a las vulgares cosas de todos los días.
Me río con rabia al ver a aquellas princesas de antaño, selectivas e inaccesibles, hoy dadas en matrimonio a los mismos seres alopécicos y obesos a los que en sus años núbiles ellas despreciaban. Saturadas de hijos que no desearon. Celulíticas y atrapadas en su propio rimero de obligaciones ineludibles.
Los viejos Adonis, rendidos ante el inminente y colosal crecimiento de su circunferencia ventral y el deterioro irreversible de sus folículos pilosos. Las caderas ensanchadas de quienes una vez se supieron bellas. O a aquellos personajes populares de los días escolares, transformados en esposos robustos y desentejados que maltratan y roncan.
Con el discurrir de las décadas los anuarios escolares -testimonios aburridos y costosos de lo que una vez soñamos- comienzan a verse revestidos de cierto valor documental.
En particular cuando se coteja la expectativa remota con los hechos actuales, y cuando sus protagonistas dejan de parecerse a esos divos potenciales que un día creyeron iban ser. Cuando sus propias biografías comienzan a desmentir cada una de las cosas que de ellos se esperaban. Cuando esos sueños de grandeza se transforman en ridículas frustraciones.
No puedo dejar de experimentar cierto deleite enfermizo al ver a mis coetáneos y a mis contemporáneas afrentados por el rasero inclemente y desigual de los años, como un monstruoso museo de la desvergüenza y la degradación. El avejentamiento parece ser particularmente cruel con quienes no lo contemplan dentro de sus metas.
Es la suma venganza de los días contra el desprecio y la pretensión características de quienes durante los años de colegio son exaltados por nuestra imaginación a la categoría de soberanas indestronables, o de superhombres por quienes profesar envidia. Aquellos que nos asestaban calvazos desde la silla trasera de la ruta hoy sufren de artritis juvenil. Los monitores a cargo de los autobuses hoy están desempleados.
Ver a quienes antes lucían seguros y perfectos, incurriendo en las mismas vilezas, y cometiendo las mismas imbecilidades, de antaño, a las que sus admiradores aplaudían. Contemplar la misma prisa intranquila de quienes no supieron aprender a soportar. Observar a quienes ocupaban las posiciones de privilegio en el listado de los mejores estudiantes ahora convertidos en aburridos burócratas o en vendedores a sueldo.
Contemplar a las casas disqueras, grandes enemigas de los artistas nacionales, mereciéndose su venidera quiebra, y a sus despectivos jefes de A&R, perdiendo sus cargos y sueldos. Deleitarse con la lenta agonía de la industria editorial, eterna verduga de los escritores.
Es la revancha humilde y no planeada de los despreciados. La venganza de los patos feos. Y aunque considero que en medio de los avatares tristes del diario vivir, la decadencia física no es más que otro accidente, mal haría en negar que me complace en gran manera el verla cernirse sobre quienes un día nos humillaron.
Espero con pacienca a aquel instante en que quizá pueda disfrutar de la despaciosa caída de quienes no creyeron en nosotros, doblegados por la contundencia de las circunstancias a nuestro favor.
Me pregunto si la vida habrá de alcanzarnos para que ello ocurra, y si alguna vez la fuerza misma de los hechos obrará por fin a la inversa de la costumbre y recompensará a quienes por centurias nos hemos visto aplastados.
Pienso, y quiero seguir pensando, que las décadas habrán de ser benignas con los que hemos sabido aguantar, desprovistos de vanidades. Calmos y amigables.
Me mantendré aquí, pues, a la espera de que las leyes universales se vuelquen por una vez del lado de aquellos a quienes ellas mismas han esquivado.
Vendrá el día. El día en que la lógica se trastoque hasta favorecernos, después de tanto suplicar.
Quiero pensar que algún día la suerte, por una sola y caprichosa vez, habrá de posarse sobre los hombros de los débiles. Y que aquellos que hoy se ganan los aplausos, cobijados por el manto ya raído del poder, heredado por línea matrilineal o patrilineal, habrán de perder su fuero inalienable. Que los desfavorecidos vendrán a relevarlos.
Él tiempo habrá de decirme si una vez más me equivoqué al consolarme son semejante esperanza tranquilizadora.
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