Así los imparables meses de desempleo se me antojaban menos largos y las horas de ocio, al menos a mi modo de ver, dejaban de serlo.
Me entretenía observando las viñetas descoloridas de las revistas polvorientas, los avisos publicitarios de tónicos reconstituyentes, pastas dentífricas o cervezas descontinuadas, y sonreía, satisfecho y perplejo ante su dulce ingenuidad.
«GOMELINA LUSTRAL. FÓRMULA FRANCESA. La mejor preparación sin grasa para sostener el peinado bien sentado y brillante todo el día….. La Peluquería del Gran Hotel Granada la está usando en su distinguida clientela con beneplácito de ella.
BÁLSAMO DE VIDA. Gran preventivo contra la anemia, paludismo, fiebres y fríos. Quita las fiebres y fríos en 24 horas y los colores pálidos en 15 días.
PUDINES PARAÍSO. Un éxito en su mesa. Fáciles de preparar, nutritivos y muy económicos. Se venden en tres sabores: vainilla, caramelo, chocolate…»
Por lo general evitaba observar a mis compañeros de mesa, procurando ubicarme en el más desolado de cuantos espacios se encontraban dispuestos en la sala, a la espera de no ser perturbado por nadie.
No faltaba, sin embargo, algún imprudente de turno solicitándome ayuda para diligenciar la ficha de solicitud; pidiénndome, en grosera calidad de préstamo, mi Pelikan Micropunta o haciendo cualquier pregunta estúpida, ante la cual yo lucía, por supuesto, el más hipócrita de mis antifaces.
En la tarde de la que voy a hablarles yo había llegado hasta una de aquellas bibliotecas, la Nacional, algo retrasado. Agobiado por el consabido tráfico capitalino. Ello no me parecía demasiado grave. Después de todo había, sin duda, había retrasos más preocupantes.
Aclarando que no hay en mi ser siquiera una poca de clasismo, debo decir de todas formas que en verdad conozco pocas experiencias peores que la de movilizarse en el transporte público bogotano. Y no es un asunto de clases sociales. Es de aspecto físico. De fenotipo. Fui y seré fenotipista: mas no elitista. ¿O podríamos hablar de elitismo fenotípico?
El problema es ese. Contemplar el desagradable semblante y aspirar los pestilentes aromas emanados por la desdichada gente que junto con uno comparte la desgracia de desplazarse en autobús con carrocería Bluebird por las calles de nuestra natal ciudad.
Apostarse en una silla atiborrada de pictogramas y mensajes obscenos, la mayoría transcritos con insultante ortografía.
Soportar los irrespetos y reproches del obeso conductor al entregársele un billete de alta denominación: «¡No, hermano. Me hace el favor y me da sencillito o se baja!».
Todo esto sumado, entre otras cosas, al no muy grato seseo de las damas que tararean la deplorable canción de moda (de seguro inspiradas por su mancebo de ocasión) y que por alguna extraña e inexplicable ley cósmica, siempre están ubicadas justo atrás de la silla en la que tratamos de dormir.
«Te comeré a besssittossss, bessitossss…» Y eso cuando por providencia divina tenemos la fortuna de vernos librados de los constantes martilleos de sus anillos al chocar contra el metal de la carrocería, marcando el compás vallenato sin mucha métrica.
Transcurrieron casi 50 minutos de interminable jornada entre mi humilde domicilio y el mencionado santuario de la cultura bibliográfica. Entretanto intenté hacer caso omiso del discurso del vendedor ambulante de turno, quien promocionaba -con indudable convicción y escasa elocuencia- ciertos folletos educativos en relación con el Virus de Inmunodeficiencia Humana, además de unas galletas tipo wafer rellenas de coco y chocolate, según él producto de remates de aduana.
De inmediato me sobrevinieron angustiosas imágenes del ya incalculable número de mozuelas que por mis labios desfilaron, tras haber perdido el juicio por causa de la intoxicación alcohólica.
La mayoría de sus nombres, por fortuna, ha salido (para siempre, espero) de mi memoria. Y digo que esto es una fortuna porque de seguro mi pobre mente no podría soportar el lastre de tantos malos –y tan antihigiénicos– recuerdos.
Y a todas estas no tenía ninguna seguridad de que tales agentes virales hubiesen abandonado mi sistema inmunológico.
Con un sincero interés por ponerme al tanto acerca de mis niveles de riesgo en lo referente a la enfermedad mencionada, adquirí los plegables «por un costo y valor de tan sólo 2.000 pesos», obteniendo de regalo un hostigante chocolatín de caramelo, que minutos después terminaría su vida útil derretido en mi bolsillo derecho, justo antes de descender triunfal y de subir los 26 escalones que ahora me separaban del inmenso portón en madera de la Biblioteca Nacional de Colombia.
De muy buena mala gana enseñé mi identificación al vigilante, pues estaba seguro de que dadas mis frecuentes visitas él ya me conocía. Dejé mi portafolio en el casillero correspondiente, y me aproximé con prisa a la sección Hemeroteca.
El edificio que alberga la más importante colección bibliográfica de Colombia es fruto del excepcional talento del joven estudiante Alberto Wills Ferro, y una de las primeras construcciones de corte moderno en el país, muy a la manera de lo que por entonces imperaba en las tendencias urbanísticas internacionales.
Eso fue en 1938. Desde hace unos 10 años he venido oyendo que el volumen total de libros alojados en el establecimiento ha excedido las posibilidades espaciales del lugar, y que ya se ve cercano el día en que los cientos de miles de inanimados inquilinos de papel que hay adentro no quepan dentro de la reducida área útil del lugar.
A no ser, claro, que se cuente con la dudosa cooperación de gorgojos, comejenes, lepismas, lepidópteros, cucarachas, ortópteros, carcomas, termitas, polillas, roedores y demás hongos, bacterias, ratones e insectos destructores de folios y portadas, encargados de diezmar los anaqueles, con la lentitud de aquello que desaparece de nuestras vidas sin anunciárnoslo.
La Hemeroteca Nacional Manuel del Socorro Rodríguez, dependencia de la Biblioteca a la que suelo frecuentar con mayor regularidad, es un salón tan grande como poca la conciencia de respeto a la memoria escrita por parte de nuestros padres de la patria. Tiene un leve aspecto de L, circundado por unas 25 mesas, a su vez cubiertas por unas seis o siete capas de pintura. La que está a la vista exhibe un color marrón brillante que a veces oculta el tono original de la madera, además de algunos bajorrelieves a manera de ralladuras propinadas por el vandálico ingenio de ciertos inescrupulosos visitantes.
De los muros, vagamente amarillentos, penden docenas de fotografías, esas sí amarillas del todo, debido el constante acoso de los corrosivos rayos solares. En ellas se observan reproducciones de retratos todavía juveniles de célebres autores de la literatura local y universal. Al entrar hay una mesa en forma de hexágono, destinada a sostener los computadores, casi tan antiguos como los mismísimos incunables que en sus sagrados salones la Biblioteca alberga. Adentro hay, de hecho, libros y publicaciones que datan del siglo XVI
Ahí me encontraba yo, justo frente al monitor del también antiguo ordenador del que aún suelo valerme para llevar a cabo las búsquedas de la inútil información que me entretiene, cuando, sin haberlo advertido, apareció frente a mis miopes y estrábicos ojos, una agraciada dama de unos 21 años de edad.
Entonces la vi. No tenía un cuerpo ni un rostro perfectos, convencionalmente hablando, pero para mí excedían de sobra mis modestas aspiraciones. Las palabras se me esconden cuando de describir a alguien que me agrada se trata, pero intentaré hacerlo de manera, cuanto menos, decorosa.
Pelo castaño claro, piel blanca… ¿o debo decir trigueña? Nariz recta. No alcancé a advertir el color de sus ojos, pero intuyo era miel. Clara miel de abejas… como los de la mayoría de las mujeres colombianas. Ahora que trato de escribirlo, pienso que podría seguir por el resto de mis días intentando describirla, sin tener éxito.
Por ello, aunque consciente de no haberlo logrado, no me atascaré aquí por siempre, en infructuosas intentonas. Salvaré mi responsabilidad diciendo, sin llamarme a engaños, que ella estaba bastante cerca de ser bella -o de mi idea estereotipada de lo que significa ser bella- dos conceptos que terminan por ser el mismo.
El caso es que, pese a lo corriente de su materia prima, que después de todo es la misma que la de cualquiera de nuestros congéneres (era una mujer, hecha con idénticos ingredientes a los de todas las demás) no guardaba semejanza alguna con mis diarios acompañantes en el autobús matutino. Desde ese momento me pareció que todo cuanto ella rozaba, se veía de inmediato bendecido por una especie de magia contagiosa.
La anónima joven se ubicó a una silla de mi lugar. Yo la estaba observando de soslayo, mientras me deleitaba con la majestuosidad del sonido provocado por sus dedos al oprimir el botón izquierdo del ratón. Nunca antes había reparado en el melódico encanto que dicho timbre insignificante escondía, y tan sólo segundos después comprendí que las ondas provenientes del choque entre los dedos de los demás usuarios y el pequeño dispositivo no tenían nada de especial ni agradable, y que mis oídos tan sólo encontraban goce en el suyo propio. Algún prodigio estaba ocurriendo ahí, una tarde en la Biblioteca Nacional.
¿Quién era? ¿Sería tal vez que su única virtud era la de ser un alma corriente, torpe, simple y arrogante, adornada por una bella envoltura? ¿Acaso era posible que la genética se hubiese esmerado en vano por crear a alguien como ella? Hay seres con los que la hermosura se ensaña, tal vez para recordarnos de los muchos desmanes de los que puede, si quiere, ser capaz. Y de los que nosotros podemos ser capaces en nuestro ciego afán por adueñarnos de ella. Tal vez ella pertenecía a tal estirpe.
Odio cuando se desencadenan desde mi imaginación tantas preguntas de esa índole al momento de observar a alguien, pues conozco bien mi tendencia incontrolable a obsesionarme con lo que supongo o quiero suponer que ese alguien encarna, Y sé también que con la misma facilidad con la que la sorpresa viene, la decepción puede llegar. Con cierta ansiedad incómoda comprendí que de no actuar con prontitud seguiría desde ese instante atormentado con la idea de vivir ajeno a ella, por causa de mi negligencia y cobardía.
Traté de calmarme. Miré hacia las paredes del claustro. Sentí que antes de cualquier maniobra y para contar con su bendición era más que justo dar reconocimiento al diseñador de tan propicio monumento arquitectónico y del salón en donde en forma milagrosa estaba fraguándose mi ensoñación reciente.
Se lo dije en silencio: «¡Gracias, con 60 años de demora, señor Alberto Wills Ferro! Estamos dentro de un buen proyecto monográfico, sin duda. Su victoria en el concurso es inobjetable. Ha hecho usted una espléndida obra. Aunque ya los libros por venir se están quedando sin hogar, y aunque la Alcaldía Mayor esté haciendo poco por remediar tal situación! ¡No es su culpa! Ahora, con su venia, le ruego apruebe y vele usted por el buen curso de lo que estoy por hacer».
El objetivo inmediato, ya con la anuencia de San Alberto era investigar el nombre de la joven. Por desgracia me era imposible dilucidar la ilegible caligrafía que con su brazo iba estampando cerca de mí, sobre las boletas rectangulares de solicitud.
Recordé entonces mis días de colegio, cuando durante los exámenes bimestrales intentaba sin éxito transcribir los garabatos de mi vecino de pupitre, el más aventajado de la clase. Por alguna razón que no he logrado precisar, la importancia de la información a descifrar siempre se mueve en proporción directa a la ininteligibilidad de los signos con los que ésta es transcrita.
Me encontraba sumido en mis lamentables e infructuosas especulaciones escolares cuando de repente, algo tarde, noté que su nombre había sido pronunciado por la bibliotecaria sin que yo le prestase atención. Me aterrorizó pensar que su identidad hubiera sido contaminada por esa corriente extranjerista, tan en boga desde hace ya muchos años, y que sus padres hubieran optado por bautizarla como Hasbleidy Estrella o Jenny Marilyn. Eso habla muy mal de los antecesores de nuestros potenciales afectos, y casi siempre, termina por defraudarnos.
Dado que ya había perdido una oportunidad de oro para acceder a tales datos, por demás valiosos, traté de echar una mirada a las publicaciones solicitadas por ella, intentando conocer sus títulos y así deducir su naturaleza temática y sus intereses. Lo anterior me daría una idea, cuanto menos remota, de sus aficiones y ambiciones. Eran tres ejemplares de la Revista del Colegio de Abogados de Buenos Aires, Argentina.
Lo más lógico sería suponer que estaba frente a una estudiante de Leyes, algo que sin ser ideal de todas formas alcanzó a aliviarme, pues hubiera sido lamentable el saber que quien desde minutos atrás se había convertido en el foco de mi más irrestricta admiración, era una economista o una ingeniera civil en ciernes. Ahora bien, esto no solucionaba el problema de saber su nombre, pero al menos me daba la esperanza de buscarla, en el último de los casos, en todas las facultades de Derecho de la ciudad.
<
La idea siguiente fue la de acercarme al mesón en donde se solicitaban los libros. Para efectos de entrega, la bibliotecaria exigía a cada usuario su ficha de ingreso (ese grueso distintivo en pasta amarilla numerado que nos entregaban a todos a la entrada); el carné de identificación; y las pequeñas boletas de solicitud con los títulos de los libros, previa verificación de que el compromiso de respetar la integridad física de éstos hubiese sido debidamente firmado, al respaldo de cada papelito. El obstáculo natural era que la mencionada funcionaria acostumbraba a distribuir las solicitudes de cada usuario en una extensa hilera y ponía la ficha amarilla sobre el documento de identificación, lo que obstruía la visión de los datos consignados en el carné.
Tenía entonces que encontrar la forma de distraer su atención de este lugar por unas fracciones de segundo, dar la vuelta a la ficha y hacer lo posible por leer la letra de imprenta con la que se estampaban los apellidos y nombres de la presunta abogada, todo esto procurando al mismo tiempo que los demás presentes, incluida la dama cuyos documentos personales estaba por hurgar, no notaran mi extraña actitud.
Miré la identificación que colgaba de la solapa de la funcionaria (con el logotipo estampado de la Biblioteca) y la llamé por su nombre, procurando generar cierto clima de familiaridad entre ella y yo que le hiciera sentirse más tranquila. ¿Quién podía descartar la posibilidad de que en un caso desesperado ella estuviese en disposición de suministrarme los datos requeridos, a cambio de una sencilla sonrisa o de la galleta tipo wafer que en mi bolsillo se iba derritiendo?
Con seguridad la Biblioteca debía contar con una especie de base de datos de usuarios, (con información concreta acerca de su domicilio, oficio e intereses) y cuya clave debía ser conocida por la bibliotecaria. No obstante, ese micropoder del que ella era beneficiaria tal vez la hinchaba de orgullo, impidiéndole transmitir tales datos a un sospechoso usuario corriente como yo. Como cualquier empleado público, ella de seguro debía gustar de mantener sus cosas envueltas por un manto de misterio, con el que conseguía sentirse importante. No debe ser nada fácil ser un empleado en una biblioteca pública. Todos les tratan con displicencia, sin anteponer ninguna palabra cortés a sus recurrentes peticiones. Entiendo que quieran sentirse poderosos, por instantes.
–Mariela. ¿Sería posible tomar copias de estas revistas?– le dije a sabiendas de la negativa venidera, mientras le señalaba a lo lejos uno de los tomos solicitados con antelación. Supuse que mi cálida estrategia de llamarla por nombre propio la conmovería. Pero no se dibujó en su gesto gratitud alguna.
–¿De qué año son?–.
–De 1932–.
–No señor. ¡Qué pena! Está prohibido sacar fotocopias de los materiales anteriores a 10 años–.
–Sí. Eso lo sé. Pero es que se trata de una investigación importante–.
–Pero, mire –continuó mientras tomaba un volumen empastado en sus manos para ilustrar lo que trataba de decirme–. Al doblar esas revistas para ponerlas en la fotocopiadora el libro se va a descuadernar. ¿No ve que eso está todo gastado? Nosotros tenemos que cuidar las publicaciones. Usté entiende. Si yo le autorizo a sacar fotocopias después la jefe me regaña es a mí–.
–¿Y si habláramos con alguien? Debe haber alguien que pueda autorizarnos. Le garantizo que el propósito de mi investigación es muy serio y que si no fuera así yo no vendría a pedírselo–.
Detesto la forma en que los mandos medios, por omisión o por voluntad propia se interponen en una diligencia sencilla, y lo poco capaces que son de tomar ninguna decisión por sí solos.
–Pues…. sería con la jefe. Pero sinceramente yo no creo. Ella nunca deja. Entienda que aquí vienen muchos pidiendo lo mismo.. Y si le hacemos el favor a uno toca hacérselo al otro. Son las reglas de la Biblioteca–.
–Hagamos una cosa: Llamemos a la jefe. Si ella dice que no, pues dejamos así. No hay nada qué hacer. Pero ayúdeme, por favor. Yo se lo sabré agradecer, doña Mariela–.
Era esta la base de mi plan. Para que la señora Mariela pudiera hacer uso del sistema de citofonía (tan anticuado como el resto del mobiliario del lugar) e intercomunicarse con la supuesta jefe, era necesario que ella y todo su cuerpo se dieran la vuelta por completo, ya que éste se encontraba adherido a la tapia posterior de su despacho, lo que distraería su mirada del mesón. Esto me daría unos pocos segundos valiosos en los que tendría que aguzar mis capacidades de percepción para acceder al codiciado documento.
Se trataba de una buena excusa para obtener mi cometido, y así al menos conocer el nombre de la joven. Con algo de suerte todo funcionaría bien y yo no despertaría sospecha alguna en nadie, siempre y cuando obrara con la suficiente prisa y no dejara ver mi desesperado afán por leer la identificación.
A contrapelo ¿No sería un tanto más fácil acercarme con menos ceremonia al foco de mi inquietud e indagarle alegremente por su nombre? La idea, de entrada, me pareció descartable. No he oído mayor despropósito que esa detestable máxima de: «Lo peor que te puede pasar es que se vaya, o que no te conteste, o que te diga que no». Lo peor que me puede ocurrir, en verdad, es el síndrome de arrepentimiento y complejo post–osadía. Esa sensación frustrante que me acompañaría por el resto de mi existencia al saberme derrotado en mi patológico fin. Ese eterno cuestionamiento dolorido por haber adjuntado un fracaso más a mi ya vasta colección, y luego las inevitables preguntas sin respuesta… ¿Y si no hubiera dicho eso sino otra cosa? ¿Y si hubiese sido un tanto más metódico en el diseño y ejecución de mi estrategia? ¿Y si tan sólo me hubiera callado y hubiera dejado de actuar como un imbécil suponiendo que existía alguna posibilidad de éxito?
Contrario a lo que podría predecirse, ya que soy corto de vista, mientras la funcionaria elevaba su consulta de citófono a los altos cargos de la Biblioteca, conseguí dar lectura e interpretar los extraños símbolos que, convertidos en un enigma difícil de traducir, me hacían imposible el encontrar un verdadero nombre a mi reciente obsesión: «Luisa Fernanda Caldas Botero».
Ahora, ya resuelta la primera gran pregunta, estaba empezando a preguntarme por la procedencia, abolengo, linaje o denominación de origen a la que su nombre debía hacer referencia. Ya no me bastaba con saber cómo se llamaba.
Y en eso comencé a pensar. Según los genealogistas hay apellidos toponímicos y patronímicos. Los primeros son aquellos que aluden a un lugar de origen. Los segundos a un gran patriarca. Valenciano, por ejemplo, pertenece a esta primera categoría. Fernández, a la segunda.
Por asociación Caldas podría referirse a cierta región del país o del mundo. Pero luego me pareció idiota el solo hecho de haberlo considerado. No todos los seres humanos apellidados Pereira, Medellín o Cartagena son originarios de Risaralda, Antioquia o Bolívar.
Ni Susana Caldas Lemaitre ni el sabio Caldas son caldenses. Lo anterior, sin embargo, no implicaba descartar un muy posible parentesco entre Luisa Fernanda y la ex soberana de la belleza local, para más señas imagen oficial durante muchos años de La Fina Chiffón, espacio hoy profanado por algún mal cantante de tropipop egresado de Berklee.
Una tercera posibilidad, meramente asociativa, me hacía pensar en el vocablo ‘caldo’. Pero la idea fue rechazada automáticamente por mis prejuicios, en vista de la escasa carga de romanticismo que puede haber en equiparar al ser deseado con un espeso y grasiento consomé a base de piel de pollo.
Si el chapinero era, como lo leí alguna vez, un fabricante de zapatos llamados ‘chapines’ que hace siglos viviera en los territorios entonces baldíos de la actual estación de gasolina de la 60 con Séptima, tal vez un ‘botero’ podría ser a su vez un fabricante de botas. Pero dudo que el tatarabuelo de Luisa Fernanda, la abogada, tuviera relación alguna con la elaboración de calzado. Más complicado aún ¿Y qué hay si Luisa Fernanda no fuera en verdad abogada? Mis deducciones, como pueden notarlo, habían avanzado poco.
Pensé en la similitud entre ‘Botero’ y ‘Gotero’, y por unos segundos creí que ahí podría estar la explicación de todo. ¿No sería tal vez que la palabra para referirse a la pequeña goma unida al tubo cilíndrico de cristal utilizado para distribuir las gotas que alivian los dolores estomacales o auditivos podría haber sido distorsionada hasta convertirse en ‘Boteros’? Al final recordé que una ‘b’ y una ‘g’ no se parecen mucho. No sé, claro está, si el ‘botero’ original fabricaba botas para almacenar manzanillas y alcoholes hispanos (como esas botas que empuñan quienes cometen la atrocidad de asistir a la Plaza de Toros La Santamaría), o si tan sólo elaboraba calzado al capricho del chapetón de turno. De cualquier forma la idea no era buena y no quería llegar hasta el delirio obvio de relacionar a mi Luisa Fernanda con el orgullo de la plástica nacional. El tiempo se me estaba acabando.
Nada hace arder con más vigor el fuego de la obsesión que el dar un nombre y un rostro a ese algo, largamente añorado e imposible de tener. LUISA FERNANDA CALDAS BOTERO. ¿Estaré en capacidad de olvidarte? De ser así ¿querría hacerlo? ¿O acaso no tendría sentido vivir si no fuera para seguir pensando en ti? Lo he oído y sentido en un millón de distintas circunstancias: olvidar es algo que te ocurre, no algo que provoques.
Ahora cuanto menos contaba con el obvio recurso de preguntarle al sabio Google por su nombre completo entrecomillado. Después de todo, imagino, todos, o casi todos en algún modo existimos en el ámbito de la virtualidad. Aunque no muy extraño el nombre no era del todo común. Si había en la red una «Luisa Fernanda Caldas Botero» esa tenía que ser ella.
En tan absurdas especulaciones me hallaba concentrado mientras Luisa Fernanda, –sin saber lo que su presencia había desencadenado en mi alma enferma– ya iba entregando sus revistas de vuelta en el mesón para dar por terminada su labor.
¿Qué decirle? Podría por ejemplo izar las banderas descaradas del engaño y hacerle pensar en mí como un amante de las leyes interesado en su trabajo, y luego invitarla a discutir a tal respecto. Al frente, en la Terraza Pasteur hay una heladería barata en donde además venden café. O podría intentar alguna discusión en torno a su dudosa genealogía, al preguntarle si formaba parte de los Boteros de Manizales, de Risaralda, de Caldas o de Antioquia.
Pero, la verdad sea dicha, con tan débiles excusas, Luisa Fernanda podría tomarme por un imbécil, o por un demente, o por ambas cosas, que aunque parecidas, no son lo mismo.
Como fuera, y después de horas de intentar trazar un buen plan para acercármele, pude comprobar con dolor que el tiempo empleado para perfeccionarlo había sido un desperdicio, pues entretanto ella ya había devuelto la totalidad del material de consulta, estaba abandonando la sala, y se iba alejando de mi alcance sin remedio. Y la posibilidad de Google estaba. Y ni siquiera en el vasto y clasificado mundo Google hay garantía de que todos existamos.
Me llené de un súbito pánico. Si aún así insistía en conocerla, tendría que partir tras ella con afán ante el gesto desconfiado y atónito de los bibliotecarios, guardianes, responsables de aseo y mantenimiento, lectores y demás, obstáculos que se sumaban a la escrupulosa requisa del vigilante a la salida, antes de retirar mis utensilios del casillero de la entrada.
Ella estaba cada vez más lejos. Ahora bajaba la escalera. Y yo comenzaba a correr. Sólo me quedaba perseguirla. Ir corriendo como un desaforado detrás de mi endeble sueño por toda la Carrera Séptima. Quise gritarle desde lejos que desde ese mismo instante había optado bajo ninguna presión y del todo convencido por entregarle mi vida.
La requisa y la entrega de fichas a la salida fue rápida. Ya estábamos afuera y yo comenzaba a agitarme, asustado por la posibilidad de perderla de vista entre la muchedumbre, Trataba de tranquilizarme ensayando un centenar de tonterías por decirle.
No parezco tener una carrera promisoria. Lo sé. De hecho soy un vulgar estudiante con baja reputación entre mis maestros. Alguien que finge éxito académico para mantener a sus padres tranquilos y orgullosos. Alguien que acude a las bibliotecas como tú, en busca de algún consuelo barato para sus días estériles. Que se esconde en viejos avisos de publicidad, en revistas perforadas por los molares de alguna especie desconocida de termita sabanera–.
Iba tras ella con prisa hacia la Carrera Séptima, bordeando el decrépito Teatro Embajador, ya próximo a transformarse en un impersonal múltiplex. ¡Cómo extrañé entonces las majestuosas salas de cine de antaño con sus inmensos auditorios y el opaco sonido que de sus bocinas brotaba! Atravesaba la calle frente a la Terraza Pasteur, mientras me preguntaba por qué habían demolido a su antecesora clásica, y por qué ahora el lugar era sede de decenas de decrépitos bares universitarios, además de expendio de sustancias y cuerpos indecorosos. ¿Por qué no fabricarán camisetas en mangas largas de colores? Nada de lo que busco está disponible. Y ahora, para no asustarla, debía guardar distancia prudente de Luisa Fernanda, bajo el latente riesgo de perderla de vista entre vendedores ambulantes de incienso y palo de santo.
Ahora ella estaba entrando a un decrépito taller dedicado a la reparación de cámaras fotográficas en el costado suroccidental de la Plaza de Las Nieves. Subió al segundo piso. Había una vitrina con una cantidad de lentes, obturadores y diafragmas antiguos exhibidos. La perseguí hasta allá sin que lo notara. Por un momento estuve decidido a hablarle de golpe; a hacerle saber que desde los pasados 30 minutos había decidido voluntariamente deberme a ella. Pero, luego, por alguna providencial razón, algo amortiguó el impulso de este falso encuentro casual.
Eran las ideas, aquellas que nos atormentan y nos restringen de ser como quisiéramos. Aquellas que en instantes pueden dar un brusco e inapelable viraje a la más firme de decisión. Mientras Luisa Fernanda buscaba en el bolsillo de su pantalón desteñido el recibo de un gran angular Vivitar que, según expresó con cierta molestia, llevaba tres semanas albergado en la bodega sin haber sido siquiera revisado por los técnicos del establecimiento, que por cierto apestaba a polvo y a alguna emulsión fotográfica cuya composición química desconozco, me ubiqué justo a un metro de ella para decirle lo que sentía. Alguien, que no era yo, parecía estar construyendo las frases que salían de mis labios y que no se parecieron a lo que había practicado para decirle, Al principio no me prestó atención. Pero luego subí mi voz y comencé a hacerme oír…
«Lo he decidido, Luisa. No serás para mí, ni yo para ti… ¿Para qué convertirnos en cuentas por pagar, en barras de jabón para remover la mugre, en recibos de arriendos o hipotecas, llanto de niños hambrientos y sucios, domingos de pizza y tedio? En suma… para qué transformarnos en una miserable y conformista autodestrucción… ¿Para qué aburrirte viéndome convertir ante tus ojos en un carácter predecible y monótono? ¿Para qué hacer de nuestros días una mala comedia automática en la que no haremos más que fingir entendernos y acompañarnos hasta que alguno de los dos quiera irse o tenga que hacerlo? Te prefiero imposible e incierta. Permanecerás ahí, como un recuerdo al que nunca pude tocar, al que nunca podré destruir. Como la más ajena e incontaminada parte de mi vida, y como la más hermosa de mis frustraciones. Yo por mi parte seré por siempre el objeto de tu desconcierto. •Ese mismo que ahora experimentas y que te obliga a seguirme oyendo, aunque tal vez ya comience a fastidiarte. Ahora me iré, implorándote al tiempo que no vayas a gritar, ni a llamar a nadie más clamando por auxilio. Aún mi demencia no ha sido certificada por especialista alguno, ni cuento con antecedentes delincuenciales, falsos o ciertos. Es que tengo tanto miedo a una tardía o temprana decepción….»
Partí corriendo, sin darle la oportunidad de preguntarme, recprocharme o decirme nada. Aturdido subí a saltos por alguna calle que no recuerdo hacia arriba para perderme en mi propia soledad, y me fui en paz a seguir viviendo mi vida de todo el tiempo. Por un tiempo creí que habría de volvérmela a encontrar alguna otra tarde en la Biblioteca Nacional, pero eso aún no ha sucedido. Y de alguna manera prefiero que así sea. Después de todo, cuando me visita la duda y me hace preguntarme si me arrepiento de no haber intentado retenerla y de haberle dicho tantas cosas absurdas ahí, frente al taller de reparación de cámaras, me respondo sin dar lugar a la duda que no. Que supongo que no. Que supongo que la ame. Y que aunque supongo que cualquiera podría cuestionarme con razón acerca de si es posible o no amar a alguien a quien nunca conocí yo podré contestar sin titubeos que precisamente por eso fue que un día pude amar a Luisa Fernanda, una tarde en la Biblioteca Nacional. Supongo.
Únase al grupo en Facebook de El Blogotazo, aquí
El Blogotazo
www.elblogotazo.com
andres@elblogotazo.com