Me mantengo obstinado en mi intención de no seguir alimentando este espacio, dada la irrespetuosa invisibilización de la que los ‘bloggers’ de El Tiempo hemos sido protagonistas, por cuenta del discutido rediseño.
Aun así, la disciplina autoimpuesta de publicar cuanto menos un texto mensual aquí me lleva a ceder, cada 30 días, en mi propósito. Aquí voy, con una consideración cuya pretensión es anticiparse a la muerte.
He comenzado -siendo pequeñito, adolescente y mitad adulto- muchos borradores de testamentos en mi vida. Intentonas que luego abandono ante la envergadura del proyecto; ante el desánimo; ante cualquier otra cosa por hacer; o ante la certeza de no tener nada valioso qué dejar.
No hablo de una misiva lamentosa, con tono de despedida. Me refiero a una declaración de mis intenciones posteriores a mi cese de actividades vitales, en el sentido complejo de la expresión.
La idea de redactar una última voluntad me seduce. Porque es un acto generoso. Porque es una decisión considerada. Y porque constituye -de alguna forma- una buena manera de hacer un inventario final de cuanto logramos, en términos materiales, durante nuestra existencia terrena.
Pienso en el testamento como fetiche. En las características de esa suerte de libro sacro. Me gustaría que el mío tuviera, visto desde su cubierta -que es como deben juzgarse las buenas obras- aspecto solemne, hojas amarillas y caligrafía antigua. Pero no quisiera apelar a un escribano. Y mi letra no es del todo estética. Por ello el mío -el definitivo- aún no existe.
Me gustaría hacer bromas crueles en mi testamento, y congregar a un buen número de seres, queridos y aborrecidos, para transformarlos en víctimas de mis mofas o de mis dadivosidades póstumas.
Ello me dejaría irme con la tranquilidad, cuanto menos, de haber puesto en palabras mi repertorio de objetos a los que quisiera depositar en otras manos, para que aquellos a los que puedan importarles se ocupen de cuidarlos. Podría, incluso, desenfrenar mi cólera contra quienes me odiaron, o cubrirlos con el bálsamo agridulce de la indulgencia.
Los testamentos son una especie de conjuro premonitorio, que nos dota del poder de convertir la muerte en un hecho, no sin antes haberla puesto en palabras.
Ahora que lo pienso, la mayor parte de los seres aguarda la lectura de los testamentos de amigos y parientes, no con el místico fetichismo con el que algunos lo haríamos, sino con la infame codicia de quien aspira a ser latifundista, a recibir un certificado de depósito a término fijo, o a disfrutar de fortunas ajenas.
Si algún día alguien me incluyese en su testamento preferiría obtener de sus manos -ya para entonces enterradas- una colección de libros, una capa con la que alguien tratara de esconderse de la Mula Herrada, en la segunda calle real de mi ciudad, durante el siglo XIX, o una colección de discos de 78 revoluciones por minuto, en la que se incluyera la primera grabación realizada por Luciano y Concholón para la RCA Víctor.
Lo que hace del testamento un libro significativo, es -de hecho- su natural envoltura en un manto de misterio. Su cualidad sorpresiva y casi azarosa de parecer predecible sin serlo. El ritual, un poco morboso, de ver a algún notario juramentado repartiendo los haberes del finado entre quienes le quisieron porque sí, entre quienes lo quisieron porque tenía algo qué dejarles y entre quienes no lo quisieron, pero que aún así se permiten el descaro de esperar algo de ellos.
Sé de voces jurídicamente calificadas que los testamentos pueden impugnarse, cosa que me entristece, porque la voluntad de un muerto para con sus cosas debería ser una de las pocas cosas no alterables mediante leguleyadas y argucias malintencionadas.
Lo bello de un testamento, en efecto, no debería ser su sustrato material ni sus consecuencias prácticas, sino más bien, su contenido intrínseco. La sintaxis ambigua de sus palabras. El fin último de una existencia humana concentrada en el estilo. Porque el hombre es el estilo. ¿No?
Por el simple gusto de imaginar los gestos desencajados de mis deudos al momento de mi deceso, me resultaría muy grato redactar un extenso testamento, que los obligara a someterse a la larga lectura del mismo, sin permitirse el consuelo de un maleducado bostezo.
Me gustaría adivinar las muecas ansiosas y los gestos angurrientos de algunos de los materialistas concurrentes al espectáculo tragicómico. Me gustaría dedicar las 15 cuartillas iniciales a impartir lecciones sobre ética y sobre el verdadero significado del término ‘compartir’, para luego ponerlos al tanto de mi permanente condición de bancarrota. Sería capaz de reírme por horas, aun en mi lecho de agonizante, suponiendo el martirio infligido a los dolientes expectantes.
Ahora bien… Si no me quedan herederos, sería triste ver a mis escasos bienes diluirse en las manos inoperantes del Distrito o de alguna entidad con falsas pretensiones benéficas.
Me pregunto cuántos ancianos y enfermos desesperanzados viven sus días finales en el planeta, rodeados por un rebaño de oportunistas cocodrilos, esperando por el día final, con el fin de reclamar para sí sus pasivos y activos.
Una vez, cuando aún existía algo llamado radionovelas, oí un capítulo de ‘La ley contra el hampa’ a través de Todelar, en el que el entrañable Luis Chiappe (quien duró por lo menos los 25 últimos años de su vida encarnando a un anciano agonizante en largometrajes, series televisivas y, como en el caso citado, dramatizados radiales, representando el papel de un pobre vejete a quien su familia iba envenenando para acelerar su partida del mundo terreno.
Lo mismo le vi hacer en ‘Los cuervos’, vieja serie, actualmente en repetición a través de Telepacífico, con la que disfruto mucho, en la que don Luis representó a don Jacobo Rottmann, un comerciante de origen hebraico, propietario de una cadena de almacenes, a quien su propia esposa arroja por las escaleras en medio de una discusión, provocándole un mortífero accidente.
También recuerdo a don Luis haciendo las veces de un lotero, amigo de Carlos ‘El Gordo’ Benjumea, en ‘El taxista millonario’, quien al momento de fallecer lega al protagonista todos sus ahorros de vida; a la postre, una fortuna.
Pensé en que, si bien me llena de alborozo la idea de ser un anciano, con algo más de un siglo a cuestas, no me sería agradable tener a mi alrededor una familia codiciosa, esperando porque mis signos vitales se desvanecieran. Puesto que de seguro no habré de tener descendientes directos, dejaré el problema a consideración de quienes sigan aquí para cuando ya no esté, y me propondré, como debe ser, iniciar la redacción del solemne texto, por más que aún no esté seguro de haber recolectado la totalidad de cuanto pienso acumular por lo que me quede de vida.
¡Un buen año, para comenzar a pensar en un justo y bonito testamento!
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